DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS DELEGACIONES QUE PARTICIPARON
EN EL CONGRESO EUCARÍSTICO
Domingo 1 de junio de 1997
Ilustres huéspedes;
queridos hermanos y hermanas:
1. Nos reunimos esta tarde para dar gracias juntos a la divina Providencia por el don del Congreso eucarístico. Damos gracias a Dios por este tiempo de oración y adoración, y también de reflexión teológica sobre la Eucaristía, el gran misterio de nuestra fe. Durante ocho días habéis experimentado la gracia especial de estar juntos. Lo que unía a todos era la fe en la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino, y también la convicción de que él siempre está entre nosotros, «para que tengamos la vida y la tengamos en abundancia» (cf. Jn 10, 10).
En estos días la ciudad de Wrocław se ha transformado en un gran cenáculo, en el que todos los creyentes se han reunido a la misma mesa en torno a Cristo, para escuchar sus palabras, para tributarle alabanza con el canto y con la oración, y para alimentarse con su santo Cuerpo. En las celebraciones relacionadas con el Congreso no sólo participaba esta ciudad, sino también toda la archidiócesis de Wrocław y la Iglesia de Polonia. La santa misa de esta mañana, en la que han concelebrado con el Papa muchos cardenales, arzobispos y obispos, así como numerosísimos presbíteros, ha sido una verdadera Statio orbis, una enorme asamblea de peregrinos procedentes de todo el mundo y, especialmente, de Europa. Se ha convertido en la imagen visible de la Iglesia «unida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Lumen gentium, 4). Al dar gracias a Dios por este don, expresamos con las palabras de la Didaché la gratitud de toda la Iglesia: «Tú, Señor omnipotente, creaste todas las cosas por causa de tu nombre y diste a los hombres comida y bebida para su disfrute. Mas a nosotros nos hiciste gracia de comida y bebida espiritual y de vida eterna por tu siervo. (...) A ti sea la gloria por los siglos». (Doctrina de los Doce Apóstoles, Didaché, X. 3-4).
2. Experimento una alegría especial al poder reunirme hoy con vosotros. Saludo a todos los delegados, que han venido a Wrocław como representantes de sus comunidades eclesiales, de las diócesis, de los países y de las naciones esparcidas por todo el mundo. Hay entre vosotros obispos, sacerdotes, personas consagradas y laicos. Quiero expresar mi estima especial a aquellos de entre vosotros que han contribuido a la organización de este congreso. Dirijo palabras de especial agradecimiento al señor cardenal Edouard Gagnon, presidente del Comité pontificio para los congresos eucarísticos internacionales, así como a los miembros de dicho Comité.
Con gratitud me dirijo también al señor cardenal Henryk Gulbinowicz, metropolitano de Wrocław y, a la vez, presidente del Comité nacional, así como a todos los que han colaborado con él. Doy las gracias también a cada una de las secciones, comisiones y a todas las personas de buena voluntad. No habéis escatimado ni tiempo ni esfuerzo. Vuestro trabajo y el generoso empeño de la organización han hecho que el Congreso se convirtiera en un gran acontecimiento en la vida de la Iglesia y en una profunda experiencia espiritual para muchos.
Desde lo más profundo de mi corazón agradezco su presencia también a todos los hermanos y hermanas de las demás Iglesias y comunidades eclesiales que, junto con nosotros, han orado por la unidad de los cristianos. Doy las gracias, asimismo, a los miembros de otras religiones y tradiciones espirituales. No me es posible enumerar aquí a todos; por eso, os pido disculpas, si he omitido a algunos.
3. Queridos hermanos y hermanas, he dicho que el 46 Congreso eucarístico internacional ha sido un gran acontecimiento eclesial. Podría decir que se ha transformado en una gran experiencia de la Iglesia universal unida en la Eucaristía. La Iglesia vive de la Eucaristía y constantemente nace de ella. La Iglesia se realiza de modo especial mediante la Eucaristía, que es casi el cenit al que tiende todo en la Iglesia. «En efecto, la sagrada Eucaristía —como dice el Concilio— contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (Presbyterorum ordinis, 5). Por eso, la Iglesia, si de verdad quiere comprenderse hasta el fondo a sí misma y su propia misión, debe descubrir incesantemente esta presencia eucarística de Cristo, meditarla y vivir de ella. Cultivemos y profundicemos en nuestros corazones un gran reconocimiento hacia Dios por las gracias que otorga a su Iglesia.
Queridos hermanos y hermanas, todos hemos podido experimentar cómo en el misterio de la Eucaristía se encuentran los hombres de las diversas razas, lenguas, naciones y culturas. Sí. La Eucaristía rebasa todas las fronteras. En ella se hace visible la unidad de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo. ¡Con cuánta claridad se cumplen aquí las palabras de san Agustín, que llamó a la Eucaristía «sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad» (In Joan. Ev. tr. 26,6,13: PL 35,1.613).
La Eucaristía es el corazón palpitante de la Iglesia. «La Eucaristía construye la Iglesia y la construye como auténtica comunidad del pueblo de Dios, como asamblea de los fieles, marcada por el mismo carácter de unidad del que participaron los Apóstoles y los primeros discípulos del Señor. La Eucaristía construye siempre nuevamente esta comunidad y unidad; siempre la construye y la regenera por el sacrificio de Cristo mismo, porque conmemora su muerte en la cruz, con cuyo precio hemos sido redimidos por él» (Redemptor hominis, 20). Precisamente en ese contexto se entiende todo congreso eucarístico y su función en la vida de toda la Iglesia.
4. Permitidme subrayar otro aspecto muy importante, es decir, el lugar en que se realiza el Congreso. Se trata de Polonia, uno de los países de Europa centro-oriental que, al igual que otros países de esta región, ha reconquistado recientemente su libertad y su soberanía, después de muchos años de opresión por parte de un sistema totalitario comunista. También es significativo el lema del Congreso: «Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5, 1). Aquí, en esta parte de Europa, la palabra libertad cobra un significado particular. Conocemos lo que es la esclavitud, la guerra y la injusticia. Lo conocen también los países que vivieron, como nosotros, las trágicas experiencias de la falta de libertad personal y social. Hoy nos alegramos por la libertad reconquistada, pero «no se puede sólo poseer y usar mal la libertad. Debe conquistarse continuamente por la verdad. La libertad encierra en sí la responsabilidad madura de las conciencias humanas, que es el resultado de esta verdad. Se la puede utilizar bien o mal, al servicio del verdadero bien o del bien falso y ficticio» (Ciclo de Jasna Góra. Audiencia general del 7 de noviembre de 1990: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de noviembre de 1990, p. 4).
Cristo, presente en la Eucaristía, nos enseña qué es la verdadera libertad y cómo utilizarla. Hoy hace mucha falta volver a la Eucaristía. Sólo ella puede revelar al hombre la plenitud del amor infinito de Dios y responder así a su anhelo de amor. Solamente la Eucaristía puede orientar sus aspiraciones a la libertad, mostrándole la nueva dimensión de la existencia humana. En efecto, cuando descubrimos que estamos llamados a entregarnos libremente a Dios y al prójimo, nuestra libertad es iluminada por el esplendor de la verdad, que hace resplandeciente el amor.
Agradezcamos a Dios estos días de abundantes gracias. Oremos para que este Congreso eucarístico intensifique en los corazones de los hombres el amor a Cristo Eucaristía. En la encíclica Redemptor hominis escribí: «Todos en la Iglesia, pero sobre todo los obispos y los sacerdotes, deben vigilar para que este Sacramento de amor sea el centro de la vida del pueblo de Dios, a fin de que, a través de todas las manifestaciones del culto debido, se procure devolver a Cristo "amor por amor", para que él llegue a ser verdaderamente "vida de nuestras almas"» (n. 20).
Quiera Dios conceder que estos días de oración lleven a una auténtica conversión de los corazones, contribuyan al crecimiento de la santidad y reaviven el compromiso en favor de la unidad y de la paz. Deseo agradeceros una vez más vuestra presencia y pido a Cristo abundantes gracias para todos los ilustres huéspedes aquí presentes. A todos imparto la bendición apostólica, como prenda de mi benevolencia y mi consideración. Sed testigos del amor de Cristo en vuestros países, en todos los continentes, hasta los últimos confines de la tierra. Amén.
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