XIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ENCUENTRO CELEBRADO
EN LA PLAZA DE SAN JUAN DE LETRÁN
Jueves 2 de abril de 1998
1. «¡Toma la cruz!».
Amadísimos jóvenes de Roma, las palabras que constituyen el lema de este encuentro remiten a las de Jesús, que acabamos de proclamar: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8, 34). Estas palabras permiten comprender el valor y el significado de esta fiesta, en espera de la cruz.
En efecto, como bien sabéis, está a punto de llegar a Roma la cruz de las Jornadas mundiales de la juventud, que yo mismo entregué a los jóvenes en 1984, al término del Año santo de la redención. Después de haber peregrinado en los diversos continentes, vuelve ahora a nuestra ciudad, centro del mundo cristiano. El domingo próximo, al final de la misa de Ramos, en la plaza de San Pedro, una representación de los jóvenes de París la entregará a algunos jóvenes italianos, y de ese modo empezar á la preparación de la Jornada mundial de la juventud del año 2000, que tendrá lugar aquí, en Roma, en el corazón del gran jubileo.
Jóvenes romanos, que esta tarde os habéis reunido aquí, os dirijo a cada uno mi afectuoso saludo. También doy mi más cordial bienvenida a los jóvenes franceses, que han venido para esta significativa entrega, y a los quinientos representantes de las diócesis de Italia. Saludo al cardenal vicario y le agradezco las palabras que, en vuestro nombre, ha querido dirigirme. Gracias a todos los que han preparado esta tarde de fiesta y a cuantos participan en ella, animándola con sus testimonios y sus expresiones artísticas. Un saludo, además, a quienes están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión.
2. Así pues, es fiesta por la llegada de la cruz, de vuestra cruz. La cruz se ha de acoger, ante todo, en el corazón, y después se ha de llevar en la vida. Nos hemos reunido hoy para recordárnoslo unos a otros en esta plaza, entre la Escala santa, que evoca la pasión de Cristo, y la cercana Iglesia de Santa Cruz de Jerusalén, en la que se venera la reliquia de la cruz.
Muchos cristianos han abrazado la cruz a lo largo de los siglos: ¿podemos dejar de dar gracias a Dios por ello? Y vosotros, jóvenes de Roma, sois testigos de cómo, también durante la misión ciudadana, el mensaje de muerte y resurrección, que brota de la cruz, se convierte en anuncio de esperanza que conmueve y consuela, fortalece el espíritu y apacigua el corazón. ¡Cuán actuales resultan las palabras de Jesús: «Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32), y «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37)!
Hoy queremos proclamar con vigor el evangelio de la cruz, es decir, de Jesús muerto y resucitado para el perdón de los pecados. Este anuncio salvífico, que asegura a los creyentes la vida eterna, desde el día de Pascua no ha dejado nunca de resonar en el mundo. Es la buena noticia que, con los apóstoles Pedro y Pablo, llegó a nuestra Roma, y desde aquí se ha difundido a tantos lugares de Europa y del mundo.
3. Queridos jóvenes, con razón podemos decir que en Roma la cruz es algo natural. En cierto sentido, Roma es la ciudad de la cruz, pues aquí, anunciada y vivida por tantos mártires y santos de ayer y de hoy, ha sellado y escrito la historia de la ciudad.
La cruz está oculta en el nombre mismo de Roma. Si leemos Roma al contrario, pronunciamos la palabra «Amor» ¿No es la cruz el mensaje del amor de Cristo, del Hijo de Dios, que nos amó hasta ser clavado en el madero de la cruz? Sí, la cruz es la primera letra del alfabeto de Dios.
4. Así como la cruz no es algo extraño en Roma, tampoco lo es para la vida de todo hombre y mujer de cualquier edad, pueblo y condición social. Durante este encuentro habéis conocido a varias personas, más o menos famosas. Estas, de diferentes modos, han encontrado y encuentran el misterio de la cruz; han sido tocadas y, en cierto modo, marcadas por ella. Sí, la cruz está inscrita en la vida del hombre. Querer excluirla de la propia existencia es como querer ignorar la realidad de la condición humana. ¡Es así! Hemos sido creados para la vida y, sin embargo, no podemos eliminar de nuestra historia personal el sufrimiento y la prueba. Queridos jóvenes, ¿no experimentáis también vosotros diariamente la realidad de la cruz? Cuando en la familia no existe la armonía, cuando aumentan las dificultades en el estudio, cuando los sentimientos no encuentran correspondencia, cuando resulta casi imposible encontrar un puesto de trabajo, cuando por razones económicas os veis obligados a sacrificar el proyecto de formar una familia, cuando debéis luchar contra la enfermedad y la soledad, y cuando corréis el riesgo de ser víctimas de un peligroso vacío de valores, ¿no es, acaso, la cruz la que os está interpelando?
Una difundida cultura de lo efímero, que asigna valores sólo a lo que parece hermoso y a lo que agrada, quisiera haceros creer que hay que apartar la cruz. Esta moda cultural promete éxito, carrera rápida y afirmación de sí a toda costa; invita a una sexualidad vivida sin responsabilidad y a una existencia carente de proyectos y de respeto a los demás. Abrid bien los ojos, queridos jóvenes; este no es el camino que lleva a la alegría y a la vida, sino la senda que conduce al pecado y a la muerte. Dice Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 24-25).
Jesús no nos engaña. Con la verdad de sus palabras, que parecen duras pero llenan el corazón de paz, nos revela el secreto de la vida auténtica. Él, aceptando la condición y el destino del hombre venció el pecado y la muerte y, resucitando, transformó la cruz de árbol de muerte en árbol de vida. Es el Dios con nosotros, que vino para compartir toda nuestra existencia. No nos deja solos en la cruz. Jesús es el amor fiel, que no abandona y que sabe transformar las noches en albas de esperanza. Si se acepta la cruz, genera salvación y procura serenidad, como lo demuestran tantos testimonios hermosos de jóvenes creyentes. Sin Dios, la cruz nos aplasta; con Dios, nos redime y nos salva.
5. Todo esto es posible, como sabéis, gracias al sacramento del bautismo, que nos une íntimamente a Cristo muerto y resucitado, y nos da el Espíritu Santo, el Espíritu del amor, que brotó del misterio pascual y se derramó en abundancia sobre cuantos confirman su bautismo con el sucesivo sacramento de la confirmación. En la plaza de San Juan, a pocos pasos de uno de los baptisterios más famosos del mundo, quiero recordar que vivir el bautismo significa aceptar la cruz con fe y amor, no sólo en su valor de prueba, sino también en su inseparable dimensión de salvación y resurrección.
Por eso, conviene que hoy celebremos la fiesta en esta plaza de la catedral de Roma, en espera de la cruz. En el corazón de la misión ciudadana, cuyo tema es «Abre la puerta a Cristo, tu salvador », queremos gritar a cada habitante de nuestra ciudad: «Toma la cruz», acéptala, no dejes que los acontecimientos te hundan; al contrario, vence con Cristo el mal y la muerte. Si haces del evangelio de la cruz tu proyecto de vida; si sigues a Jesús hasta la cruz, te encontrarás a ti mismo plenamente.
Amadísimos jóvenes, como conclusión de nuestro sugestivo encuentro, tomad vuestra cruz y llevadla como mensaje de amor, de perdón y de compromiso misionero por las calles de Roma, a las diversas regiones de Italia y a todos los rincones del mundo.
Que os acompañe María, que permaneció fiel al pie de la cruz junto al apóstol Juan; os protejan los numerosos santos y mártires romanos. También yo estoy cerca de vosotros con mi oración, mientras con afecto os bendigo a todos.
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