DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS EMBAJADORES DE GUYANA, NIGERIA,
KIRGUIZISTÁN Y MONGOLIA*
Jueves 17 de diciembre de 1998
Excelencias:
1. Os acojo con alegría en este momento en que presentáis las cartas que os acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de vuestros países ante la Santa Sede: Guyana, a cuyo representante recibo por primera vez; Nigeria, Kirguizistán y Mongolia. En esta ocasión, saludo a los responsables de cada una de vuestras naciones, así como a vuestros compatriotas. Agradezco profundamente a vuestros jefes de Estado los mensajes que me han dirigido, y os ruego que a vuestro regreso les transmitáis mis sentimientos deferentes y mis mejores deseos para sus personas y para su alta misión al servicio de sus pueblos.
2. En la bula de convocación del gran jubileo, recordé la necesidad «de crear una nueva cultura de solidaridad y cooperación internacionales» (Incarnationis mysterium, 12). En efecto, es urgente que en el umbral del tercer milenio la humanidad se comprometa decididamente en este camino, para que todos los pueblos conozcan una esperanza nueva, en una sociedad cada vez más justa.
Desde esta perspectiva, reafirmo mi deseo de que se examine de nuevo la cuestión de la deuda que grava sobre numerosos países pobres, pues les impide realizar progresos significativos en favor del bienestar de sus poblaciones y los lleva a situaciones de violencia, con frecuencia incontrolables. Sin embargo, también conviene actuar con energía para afrontar las causas del endeudamiento, principalmente reduciendo los gastos inútiles y excesivos, retribuyendo de manera más equitativa a los países productores, y procurando que los fondos de la solidaridad internacional lleguen efectivamente a las poblaciones a las que están destinados.
3. En este año en que se celebra el 50 aniversario de la Declaración universal de derechos humanos, me complacen los progresos en la búsqueda de mayor justicia y libertad entre los hombres y en las sociedades. Ahora se reconocen formalmente los mismos derechos a todas las personas y a todos los pueblos. Su violación ha llegado a ser para toda conciencia un atentado intolerable contra la dignidad humana. A pesar de eso, algunas situaciones trágicas de injusticia, de pobreza extrema y de violación de los derechos humanos siguen siendo aún una llaga abierta en el costado de la humanidad. Aparecen en nuestros días nuevas formas de esclavitud, frutos de una cultura de muerte, privando de su libertad y marginando a muchos hombres, mujeres y niños. Es deber de los responsables de las naciones trabajar incansablemente para que desaparezcan esos azotes que humillan y denigran al hombre, a fin de entablar relaciones sociales que permitan a cada uno vivir dignamente y en el respeto a su naturaleza de hijo de Dios.
4. Por último, renuevo mi ardiente deseo de que se establezca en todo el mundo una paz duradera, especialmente en el continente africano. Los combates que aún se libran allí contribuyen únicamente a aumentar el odio y la venganza entre las naciones y entre los grupos humanos que las constituyen. La paz también está nuevamente amenazada en Oriente Medio, sobre todo en Irak, de donde llegan noticias alarmantes. La reconciliación, fundada en el diálogo, la justicia y el derecho de cada persona y de cada pueblo a vivir con seguridad, mediante el reconocimiento de su especificidad, es más urgente que nunca. Corresponde sobre todo a la comunidad internacional favorecer las soluciones que lleven a la concordia y a la renovación de la vida social, y asumir sus responsabilidades, para evitar consecuencias que convertirían a las poblaciones en víctimas inocentes.
5. Os deseo que la misión que comenzáis hoy ante la Santa Sede os brinde numerosas ocasiones de descubrir la vida y las preocupaciones de la Iglesia universal. Sobre vosotros, sobre vuestras familias, sobre vuestros colaboradores y sobre las naciones que representáis invoco la abundancia de las bendiciones divinas.
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.52, p.7 (p.735).
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