ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Santuario de San Lázaro, El Rincón
Sábado, 24 de enero de 1998
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. En mi visita a esta noble tierra no podía faltar un encuentro con el mundo del dolor, porque Cristo está muy cerca de todos los que sufren. Les saludo con todo afecto, queridos enfermos acogidos en el cercano Hospital Doctor Guillermo Fernández Hernández-Baquero, que hoy llenan este Santuario de San Lázaro, el amigo del Señor. En Ustedes quiero saludar también a los demás enfermos de Cuba, a los ancianos que están solos, a cuantos padecen en su cuerpo o en su espíritu. Con mi palabra y afecto quiero llegar hasta todos siguiendo la exhortación del Señor: «Estuve enfermo y me visitaron» (Mt 25, 36). Les acompaña también el cariño del Papa, la solidaridad de la Iglesia, el calor fraterno de los hombres y mujeres de buena voluntad.
Saludo a las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, que trabajan en este Centro, y en ellas saludo a las demás almas consagradas que, pertenecientes a diversos Institutos religiosos, trabajan con amor en otros lugares de esta hermosa Isla para aliviar los sufrimientos de cada persona necesitada. La comunidad eclesial les está muy agradecida, pues contribuyen así a esta misión concreta desde su carisma particular, ya que «el Evangelio se hace operante mediante la caridad, que es gloria de la Iglesia y signo de su fidelidad al Señor» (Vita consecrata, 82).
Quiero saludar también a los médicos, enfermeros y personal auxiliar, que con competencia y dedicación utilizan los recursos de la ciencia para aliviar el sufrimiento y el dolor. La Iglesia estima su labor pues, animada por el espíritu de servicio y solidaridad con el prójimo, recuerda la obra de Jesús que «curaba a los enfermos» (Mt 8, 16). Conozco los grandes esfuerzos que se hacen en Cuba en el campo de la salud, a pesar de las limitaciones económicas que sufre el País.
2. Vengo como peregrino de la verdad y la esperanza a este Santuario de San Lázaro, como testigo, en la propia carne, del significado y el valor que tiene el sufrimiento cuando se acoge acercándose confiadamente a Dios, «rico en misericordia». Este lugar es sagrado para los cubanos, porque aquí experimentan la gracia quienes se dirigen con fe a Cristo con la misma certeza de San Pablo: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13). Aquí podemos repetir las palabras con las que Marta, hermana de Lázaro, expresó a Jesucristo su confianza, arrancándole así el milagro de la resurrección de su hermano: «Sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá» (Jn 11, 22) y las palabras con las que le confesó a continuación: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27).
3. Queridos hermanos, todo ser humano experimenta, de una forma u otra, el dolor y el sufrimiento en la propia vida y no puede menos que interrogarse sobre el mismo. El dolor es un misterio, muchas veces inescrutable para la razón. Forma parte del misterio de la persona humana, que sólo se esclarece en Jesucristo, quien revela al hombre su propia identidad. Sólo desde Él podremos encontrar el sentido a todo lo humano.
«El sufrimiento —como he escrito en la Carta Apostólica Salvifici doloris— no puede ser transformado y cambiado con una gracia exterior sino interior... Pero este proceso interior no se desarrolla siempre de igual manera... Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo. La respuesta que llega mediante esta participación es... una llamada: "Sígueme", "Ven", toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz» (n. 26).
Éste es el verdadero sentido y el valor del sufrimiento, de los dolores corporales, morales y espirituales. Ésta es la Buena Noticia que les quiero comunicar. A la pregunta humana, el Señor responde con una llamada, con una vocación especial que, como tal, tiene su base en el amor. Cristo no llega hasta nosotros con explicaciones y razones para tranquilizarnos o para alienarnos. Más bien viene a decirnos: Vengan conmigo. Síganme en el camino de la cruz. La cruz es sufrimiento. «Todo el que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame» (Lc 9, 23). Jesucristo ha tomado la delantera en el camino de la cruz; Él ha sufrido primero. No nos empuja al sufrimiento, sino que lo comparte con nosotros y quiere que tengamos vida y la tengamos en abundancia (cf. Jn 10, 10).
El sufrimiento se transforma cuando experimentamos en nosotros la cercanía y la solidaridad del Dios vivo: «Yo sé que mi redentor vive, y al fin... yo veré a Dios» (Jb 19, 25-26). Con esa certeza se adquiere la paz interior, y de esa alegría espiritual, sosegada y profunda que brota del «Evangelio del sufrimiento» se adquiere la conciencia de la grandeza y dignidad del hombre que sufre generosamente y ofrece su dolor «como hostia viva, consagrada y agradable a Dios» (Rm 12, 1). Así, el que sufre ya no es una carga para los otros, sino que contribuye a la salvación de los demás con su sufrimiento.
El sufrimiento no es sólo de carácter físico, como puede ser la enfermedad. Existe también el sufrimiento del alma, como el que padecen los segregados, los perseguidos, los encarcelados por diversos delitos o por razones de conciencia, por ideas pacíficas aunque discordantes. Estos últimos sufren el aislamiento y una pena por la que su conciencia no los condena, mientras desean incorporarse a la vida activa con espacios donde puedan expresar y proponer sus opiniones con respeto y tolerancia. Aliento a promover esfuerzos en vista de la reinserción social de la población penitenciaria. Esto es un gesto de alta humanidad y es una semilla de reconciliación, que honra a la autoridad que la promueve y fortalece también la convivencia pacífica en el País. A todos los presos, y a sus familias que sufren la separación y anhelan su reencuentro, les mando mi cordial saludo, animándolos a no dejarse vencer por el pesimismo o el desaliento.
Queridos hermanos: los cubanos necesitan de la fuerza interior, de la paz profunda y de la alegría que brota del «Evangelio del sufrimiento». Ofrézcanlo de modo generoso para que Cuba «vea a Dios cara a cara», es decir, para que camine a la luz de su Rostro hacia el Reino eterno y universal, para que cada cubano, desde lo más profundo de su ser, pueda decir: «Yo sé que mi Redentor vive» (Jb 19, 25). Ese Redentor no es otro que Jesucristo, Nuestro Señor.
4. La dimensión cristiana del sufrimiento no se reduce sólo a su significado profundo y a su carácter redentor. El dolor llama al amor, es decir, ha de generar solidaridad, entrega, generosidad en los que sufren y en los que se sienten llamados a acompañarlos y ayudarlos en sus penas. La parábola del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29ss), que nos presenta el Evangelio de la solidaridad con el prójimo que sufre, «se ha convertido en uno de los elementos esenciales de la cultura moral y de la civilización universalmente humana» (Salvifici doloris, 29). En efecto, en esta parábola Jesús nos enseña que el prójimo es todo aquel que encontramos en nuestro camino, herido y necesitado de socorro, al que se ha de ayudar en los males que le afligen, con los medios adecuados, haciéndose cargo de él hasta su completo restablecimiento. La familia, la escuela, las demás instituciones educativas, aunque sólo sea por motivos humanitarios, deben trabajar con perseverancia para despertar y afinar esa sensibilidad hacia el prójimo y su sufrimiento, del que es un símbolo la figura del samaritano. La elocuencia de la parábola del Buen Samaritano, como también la de todo el Evangelio, es concretamente ésta: el hombre debe sentirse llamado personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento. «Las instituciones son muy importantes e indispensables; sin embargo, ninguna institución puede de suyo sustituir al corazón humano, la compasión humana, el amor humano, la iniciativa humana, cuando se trata de salir al encuentro del sufrimiento ajeno» (Ibíd., 29).
Esto se refiere a los sufrimientos físicos, pero vale todavía más si se trata de los múltiples sufrimientos morales y del alma. Por eso cuando sufre una persona en su alma, o cuando sufre el alma de una nación, ese dolor debe convocar a la solidaridad, a la justicia, a la construcción de la civilización de la verdad y del amor. Un signo elocuente de esa voluntad de amor ante el dolor y la muerte, ante la cárcel o la soledad, ante las divisiones familiares forzadas o la emigración que separa a las familias, debe ser que cada organismo social, cada institución pública, así como todas las personas que tienen responsabilidades en este campo de la salud, de la atención a los necesitados y de la reeducación de los presos, respete y haga respetar los derechos de los enfermos, los marginados, los detenidos y sus familiares, en definitiva, los derechos de todo hombre que sufre. En este sentido, la Pastoral sanitaria y la penitenciaria deben encontrar los espacios para realizar su misión al servicio de los enfermos, de los presos y de sus familias.
La indiferencia ante el sufrimiento humano, la pasividad ante las causas que provocan las penas de este mundo, los remedios coyunturales que no conducen a sanar en profundidad las heridas de las personas y de los pueblos, son faltas graves de omisión, ante las cuales todo hombre de buena voluntad debe convertirse y escuchar el grito de los que sufren.
5. Amados hermanos y hermanas: en los momentos duros de nuestra vida personal, familiar o social, las palabras de Jesús nos ayudan en la prueba: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mt 26, 39). El pobre que sufre encuentra en la fe la fuerza de Cristo que le dice por boca de Pablo: «Te basta mi gracia» (2Co 12, 9). No se pierde ningún sufrimiento, ningún dolor cae en saco roto: Dios los recibe todos, como acogió el sacrificio de su Hijo, Jesucristo.
Al pie de la Cruz, con los brazos abiertos y el corazón traspasado, está nuestra Madre, la Virgen María, Nuestra Señora de los Dolores y de la Esperanza, que nos recibe en su regazo maternal henchido de gracia y de piedad. Ella es camino seguro hacia Cristo, nuestra paz, nuestra vida, nuestra resurrección. María, Madre del que sufre, piedad del que muere, cálido consuelo para el desalentado: ¡mira a tus hijos cubanos que pasan por la dura prueba del dolor y muéstrales a Jesús, fruto bendito de tu vientre! Amén.
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