DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL COLEGIO LEONIANO DE ANAGNI (ITALIA)
Viernes 5 de junio de 1998
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Me alegra daros a cada uno de vosotros mi cordial bienvenida, y saludar en particular a los señores cardenales y obispos presentes. Agradezco al monseñor rector las devotas palabras que ha querido dirigirme en nombre de los superiores, los seminaristas, el personal y las respectivas familias. A todos os doy las gracias de corazón por esta visita, con la que queréis renovar vuestra adhesión al Sucesor de Pedro en el centenario del Colegio pontificio Leoniano de Anagni, fundado por mi venerado predecesor, León XIII.
Cien años de historia constituyen un arco de tiempo muy significativo para una institución tan importante para la vida de las Iglesias suburbicarias y del sur del Lacio. Por eso, era necesario programar una celebración jubilar adecuada, que permitiera recorrer las fases más destacadas de estos cien años de vida. Cada año se compone de páginas a menudo desconocidas, colmadas de oración, disciplina austera, sacrificios y entusiasmo. Pero también hay páginas en que resaltan, como hitos luminosos, los acontecimientos que coronaron el esfuerzo diario de este camino centenario.
Mi pensamiento va a las más de mil ordenaciones sacerdotales, a los momentos de celebración, a los congresos de estudio y a los encuentros fraternos, así como a los intensos momentos de despedida de los compañeros que partían para una congregación religiosa o misionera, y a las jornadas de fiesta por la ordenación episcopal de algunos ex alumnos.
Entre los acontecimientos especiales que han marcado la historia del seminario regional de Anagni, me complace evocar la jornada del 31 de agosto de 1986, cuando vuestra comunidad me brindó, durante mi visita, una acogida que recuerdo aún con emoción.
2. Deseo dar las gracias aquí a cuantos, con su presencia benéfica y discreta, a lo largo de estos cien años, han marcado positivamente la historia del «Leoniano», y en particular a los padres de la Compañía de Jesús, que lo dirigieron y animaron con encomiable entrega durante casi noventa años, y a todos los que, con gran empeño, han proseguido su actividad.
Una mención especial merecen los numerosos ex alumnos que, después de haber vivido en el seminario la espera activa y gozosa del sacerdocio, han sostenido y siguen sosteniendo su casa de formación con el afecto, la oración y la ayuda concreta. Entre los ex alumnos de los primeros tiempos, me complace dedicar un especial recuerdo a un seminarista excepcional, joven discípulo del gran Vladimir Soloviev, el exarca Leónidas Feodoroff. Habiendo venido a Italia para abrazar la fe católica y hacerse sacerdote, fue enviado por el Papa León XIII al Colegio de Anagni. Allí dio un testimonio ardiente de amor a la Iglesia, abriendo el corazón de sus compañeros a las multiformes riquezas de la tradición oriental y a la causa de la unidad de los cristianos.
3. Amadísimos seminaristas, contemplando el bien realizado por cuantos se han formado en el itinerario secular del «Leoniano» para seguir a Cristo en el camino del sacerdocio, deseo daros algunas consignas, que constituyeron el secreto de la misión sacerdotal de quienes os han precedido, a fin de que os ayuden también a vosotros a ser ardientes y generosos heraldos del Evangelio para la humanidad del año 2000.
Os exhorto, ante todo, a ser constantemente dóciles a la invitación con que Jesús inauguró su misión: «Convertíos» (Mc 1, 15). Sabéis bien que no podemos seguir al Señor y convertirnos en pescadores de hombres, si no nos dejamos «pescar» por él, y si no tenemos la valentía de abandonar todo: la «barca», las «redes», el padre, la madre..., hasta que podamos decir: «Tú eres mi Señor, mi bien; nada hay fuera de ti» (Sal 16, 2). Este es el camino que Jesús os propone seguir con plena disponibilidad y sin temor, porque el que «sigue a Cristo, hombre perfecto, también se hace él mismo más hombre» (Gaudium et spes, 41). Para alcanzar esta meta anhelada, os invito a ser dóciles a la voz del Espíritu Santo y a aprovechar todas las ocasiones para formaros en la plena madurez humana y sobrenatural.
Os recomiendo, además, que cultivéis una intensa vida de oración. No se puede anunciar a Cristo sin aprender a «estar con él» (cf. Mc 3, 14). Este programa de vida os compromete, en especial, a esmeraros con fidelidad y amor en los momentos de oración —la celebración eucarística diaria, la meditación, el rosario, la visita al santísimo Sacramento... —, y a acercaros asiduamente al sacramento de la penitencia y a la dirección espiritual.
Es necesario, asimismo, que la conversión incesante del corazón y la contemplación vayan acompañadas por el esfuerzo constante por lograr una profunda y gozosa comunión con vuestros compañeros y superiores, de modo que os preparéis para ser celosos promotores de unidad en vuestro futuro ministerio.
4. Al contemplar la historia pasada y presente de vuestro seminario regional y las riquezas espirituales, culturales y humanas que ha producido en su siglo de historia, deseo unirme a la acción de gracias que elevan al Señor vuestra comunidad, los pastores y el pueblo de Dios de las diócesis suburbicarias y del Lacio meridional. Ojalá que las celebraciones jubilares constituyan una valiosa ocasión para renovar la estima por la benemérita obra del «Leoniano» y sostener con convicción su servicio educativo y eclesial.
Espero que el empeño de los obispos y los superiores, a pesar de las inevitables dificultades, haga que el «Leoniano» siga dando a la Iglesia pastores santos, maestros humildes y creíbles, sacerdotes celosos de la causa del reino de Dios.
Que la Virgen, «Mater Salvatoris», a la que os encomiendo a todos, ayude a vivir en el seminario el clima intenso y gozoso de la casa de Nazaret, para hacer de él un lugar bendito en el que cuantos están llamados a ser imagen viva de Jesús, buen pastor, progresen en sabiduría, edad y gracia.
Con estos deseos, os bendigo con especial afecto a todos vosotros, al seminario y a vuestras familias.
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