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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DEL OCÉANO ÍNDICO
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Jueves 29 de octubre de 1998

Queridos hermanos en el episcopado;
queridos hermanos en el sacerdocio:

1. Mientras realizáis vuestra visita ad limina, me alegra acogeros en esta sede a vosotros, que habéis recibido la misión de guiar al pueblo de Dios, desempeñando el triple ministerio de enseñar, santificar y gobernar. Al mismo tiempo que venís en peregrinación a las tumbas de los Apóstoles, los miembros de la Conferencia episcopal del océano Índico manifestáis vuestra comunión viva y dinámica con la Iglesia universal, reuniéndoos con el Sucesor de Pedro y con sus colaboradores. Deseo que en esta ocasión se refuerce vuestro celo pastoral al servicio del Evangelio y que vuestras comunidades encuentren un nuevo impulso para su vida cristiana y su compromiso misionero.

Doy las gracias al presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor Maurice Piat, obispo de Port Louis (isla Mauricio), por haber expresado con delicadeza los sentimientos que os animan y haber presentado la reciente evolución de la situación de la Iglesia en vuestra región. A través de vosotros, saludo muy cordialmente a los sacerdotes, religiosos, religiosas, catequistas y laicos de vuestras diócesis, así como a todos los pueblos que viven en las islas del océano Índico. ¡Que Dios los colme de sus beneficios, para que vivan siempre en paz y solidaridad! Deseo recordar aquí al querido cardenal Jean Margéot, a quien os pido que transmitáis mi afectuosa unión de oración.

2. El marco en el que desempeñáis vuestro ministerio episcopal presenta una gran diversidad. Espero que los grupos humanos y religiosos que constituyen cada una de vuestras regiones prosigan activamente su cooperación en la edificación de sociedades fraternas y pacíficas, en las que cada uno, reconocido y aceptado en su diferencia, pueda participar legítimamente en la vida de la comunidad.

La particularidad de las situaciones humanas que encontráis también son una riqueza para el testimonio de universalidad y unidad que la Iglesia de Cristo debe dar en medio de las naciones. Por otra parte, la dispersión de vuestras diócesis en islas frecuentemente muy distantes unas de otras es para vosotros una llamada a fortalecer la colaboración dentro de vuestra Conferencia episcopal y a desarrollar cada vez más las relaciones con las Iglesias particulares que están más cerca de vosotros, para que el clero y los fieles encuentren el apoyo necesario a su compromiso.

3. Ahora que estamos a punto de iniciar el último año de preparación para el gran jubileo, toda la Iglesia está invitada a ensanchar sus horizontes «según la visión misma de Cristo: la visión del Padre celestial (cf. Mt 5, 45), por quien fue enviado y a quien retornó (cf. Jn 16, 28)» (Tertio millennio adveniente, 49). Así, cada una de vuestras comunidades está comprometida, de modo particular, a dirigir su mirada al Padre de todos los hombres para hallar en su relación íntima con él la fuente del amor que le permite existir y que está á llamada a testimoniar con audacia.

Ojalá que esta última etapa permita a todos los fieles avanzar resueltamente por el camino de la conversión del corazón, para afrontar el nuevo milenio animados por la voluntad de vivir cada vez con mayor fidelidad el mensaje del Evangelio. Espero que vuestras diócesis encuentren en la celebración jubilar la oportunidad de comprometerse ardientemente en una nueva evangelización, apoyándose en la lectura y la meditación de la palabra de Dios y en la participación regular en la Eucaristía, en la que el Verbo encarnado presenta sacramentalmente su ofrenda para la salvación del mundo. Ojalá que en esta ocasión, prestando particular atención a los fieles que se han alejado de la comunidad eclesial, la misión evangelizadora de la Iglesia se esfuerce por dirigirse a todos los hombres, para manifestarles el amor de Cristo y despertar en ellos una nueva esperanza.

4. Para vivir y desarrollarse, vuestras comunidades necesitan ministros ordenados animados por un profundo espíritu apostólico. Por medio de vosotros, aliento cordialmente a todos los sacerdotes que se entregan con abnegación al servicio de la Iglesia, anunciando la buena nueva de Cristo hasta las islas más lejanas. Los invito a formar un presbiterio cada vez más unido en torno a su obispo. Espero que sean fieles a la misión que han recibido, reconociendo la grandeza del don que Dios les ha hecho. En una profunda vida espiritual y una mutua comunión fraterna encontrarán un gran apoyo para el dinamismo de su acción apostólica y pastoral.

Para favorecer la vitalidad de las comunidades cristianas dispersas en vastas extensiones, podría ser útil promover en vuestras regiones el diaconado permanente, que es un enriquecimiento importante para la misión de la Iglesia. Como afirmé en otra ocasión, «a la hora de decidir el restablecimiento del diaconado permanente influyó notablemente la necesidad de una presencia mayor y más directa de ministros de la Iglesia en los diversos ambientes: familia, trabajo, escuela, etc., además de en las estructuras pastorales constituidas» (Audiencia general, 6 de octubre de 1993, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de octubre de 1993, p. 3; cf. Congregación para la educación católica y Congregación para el clero, El ministerio y la vida de los diáconos permanentes, 22 de febrero de 1998).

También expreso a los religiosos y religiosas mi deseo de que sigan viviendo plenamente su entrega a Dios con una disponibilidad cada vez mayor a la obra del Espíritu, y de que puedan descubrirse en ellos signos de la acción santificadora de Dios entre los hombres.

Queridos hermanos en el episcopado, en el ejercicio de vuestro ministerio, os compete velar particularmente por las vocaciones sacerdotales y religiosas. Que vuestras comunidades estén atentas a transmitir a los jóvenes la invitación del Señor a seguirlo en el servicio a la Iglesia y al mundo. A los jóvenes de vuestra región les dirijo una apremiante exhortación a manifestar su disponibilidad interior, poniéndose a la escucha de Cristo. Pido a sus familias que les ayuden a responder generosamente a la llamada del Señor.

Me alegro también de vuestro deseo de dar a los seminaristas una estructura de formación común que les ayude a conservar su interés por los verdaderos valores de su región, permitiéndoles llegar a ser sacerdotes espiritualmente firmes y disponibles, entregados a la causa del Evangelio (cf. Ecclesia in Africa, 95). Así, os resultará más fácil formar un presbiterio unido y preparado para una colaboración más estrecha.

5. La pastoral familiar es una de vuestras preocupaciones constantes. Cuando muchas personas, aun viviendo juntas, ponen en tela de juicio la necesidad del matrimonio, la Iglesia tiene como exigencia primaria de su misión hacer que tomen mayor conciencia de su significado humano y espiritual, así como del de la familia. Son realidades esenciales que Dios ha querido para la vida de la Iglesia y de la sociedad.

El primer deber de la familia es «vivir fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas» (Familiaris consortio, 18). Los esposos cristianos tienen la misión urgente de testimoniar la unidad y la indisolubilidad de esta comunión, que encuentra su fundamento y su fuerza en Jesucristo.

Deseo vivamente que los jóvenes de vuestra región asuman sus responsabilidades en este campo tan importante de su existencia, y se preparen para formar familias unidas y abiertas a la vida. Os animo a proseguir vuestro compromiso en favor de la educación de la juventud en el amor humano. Frente a situaciones de permisividad o de contestación de los valores esenciales de la vida humana, es necesario que los jóvenes descubran la grandeza y la función del sacramento del matrimonio, por el que los esposos se convierten en colaboradores del amor de Dios creador para transmitir el don de la vida humana. Este sacramento, al darles la gracia de amarse con el amor de Cristo, será para ellos un apoyo valioso a fin de perfeccionar su amor humano, fortalecer la unidad de su pareja y ayudarles a avanzar por el camino de la santidad. Es esencial sostener constantemente a las parejas jóvenes, para que puedan vivir su amor con generosidad y autenticidad. También se les ha de proponer el ejemplo de familias cristianas radiantes, fieles y abiertas a los demás.

6. Una sólida educación humana y espiritual debe ayudar a los jóvenes a profundizar su formación, desarrollar todas las dimensiones de su ser y ocupar su lugar en la sociedad. Con este fin, las escuelas católicas, que existen en vuestras diócesis, desempeñan un papel importante, participando en la transmisión del mensaje evangélico y de los verdaderos valores morales y espirituales.

La actividad educadora de la Iglesia también debe preparar a los laicos cristianos para tomar parte activa en todos los campos de la vida de su país y testimoniar en ellos la justicia y la verdad, siendo sal de la tierra en la vida diaria. En efecto, como escribí en la exhortación apostólica Christifideles laici, «los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común» (n. 42). Por eso, invito a los católicos, en colaboración con los hombres de buena voluntad, donde sea posible, a trabajar con espíritu de servicio por promover con empeño una sociedad justa y solidaria.

7. La Iglesia debe manifestar la presencia amorosa de Dios a toda la sociedad, recordando que «avanza junto con toda la humanidad y experimenta la misma suerte terrena del mundo, y existe como levadura y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios» (Gaudium et spes, 40). El mensaje evangélico de libertad y esperanza dirigido a los hombres de nuestro tiempo ha de ser más insistente aún en este año, en que se celebra el 150 aniversario de la abolición de la esclavitud, un comercio vergonzoso del que fueron víctimas también hombres, mujeres y niños de vuestras islas.

El último año de preparación para el jubileo que está punto de comenzar nos invita a subrayar más claramente la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los marginados. En efecto, el testimonio de la caridad es primordial en la vida cristiana. En vuestras diócesis son numerosas las personas que, con gran generosidad, se ponen al servicio de los más humildes y necesitados de la sociedad. Así, testimonian que Dios, Padre de todos los hombres, no puede ser indiferente a ninguno de sus hijos, sobre todo a los que están desamparados.

Con sus compromisos de caridad, la Iglesia también quiere mostrar que están en juego el sentido mismo de la vida del hombre y su dignidad. «Redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona humana constituye una tarea esencial; es más, en cierto sentido, es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana» (Christifideles laici, 37). Así pues, deseo vivamente que la doctrina social de la Iglesia sea para los fieles una guía y un estímulo cada vez más fuerte a vivir la caridad de Cristo.

8. El encuentro con los miembros de otras tradiciones religiosas es una de las realidades que viven los católicos de vuestra región. Me alegra saber que, en general, existen buenas relaciones entre las diversas comunidades. En efecto, es importante que el respeto mutuo, fundado en una comprensión recíproca, presida los vínculos entre los grupos humanos y religiosos, para favorecer un servicio común al hombre y la promoción de su dignidad. Deseo que se desarrollen contactos provechosos sobre las grandes cuestiones que el hombre de hoy debe afrontar en ámbitos como los de los problemas éticos o los derechos humanos, para poner los valores comunes al servicio de la sociedad. Mediante la búsqueda de un mejor conocimiento recíproco, sobre todo con el diálogo de la vida, podrán consolidarse los vínculos de fraternidad y comprensión, que garantizan la estabilidad de las sociedades y el respeto a la libertad religiosa.

9. Queridos hermanos en el episcopado, al terminar nuestro encuentro, doy gracias con vosotros por la obra de Dios en vuestra región. La vitalidad de la fe cristiana en las islas del océano Índico sigue marcada por las figuras luminosas de fray Scubilion y el padre Jacques-Désiré Laval. Que el ejemplo de estos beatos inspire a quienes hoy se esfuerzan por construir un mundo más fraterno y tratan de eliminar todas las esclavitudes que afligen aún a nuestro mundo. Que sean para todos los discípulos de Cristo modelos en su búsqueda de la santidad y del servicio a los demás.

Os encomiendo a la intercesión materna de la Virgen María, ejemplo perfecto de amor a Dios y al prójimo, y de todo corazón os imparto la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a todos vuestros diocesanos.



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