DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
DURANTE LA VISITA A LA IGLESIA
DE LOS PADRES BASILIANOS GRECO-CATÓLICOS
11 de junio de 1999
Oremos todos por la unidad
¡Alabado sea Jesucristo!
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Saludo cordialmente a todos los presentes, y en particular al arzobispo Ivan Martyniak, metropolita de Przemys-Varsovia, al superior general de la orden basiliana de San Josafat, el proto-archimandrita Dionisio, así como a los superiores provinciales de Polonia, Ucrania, Eslovaquia, Rumanía y Hungría. Expreso mi alegría por la elevación al episcopado de vuestro provincial, el padre Wlodzimierz Roman Juszczak, destinado a la sede de Wroclaw-Gdansk. Lo saludo de todo corazón, al igual que a los sacerdotes, las religiosas, los religiosos y los fieles laicos de la Iglesia greco-católica, tan queridos para mí.
Me complace poder visitar esta iglesia basiliana por segunda vez. Vine aquí por primera vez, como Pontífice, en 1987, pero los tiempos eran muy diversos y el encuentro no pudo anunciarse con anticipación. Con esa visita quise expresar mi gran reconocimiento no sólo a la orden de los padres basilianos, sino también a toda la Iglesia greco-católica, obligada entonces al silencio.
La presencia tan numerosa hoy de la jerarquía, del clero, de los representantes de las comunidades religiosas y de los fieles laicos testimonia que de nuevo podéis libremente profesar vuestra fe y alabar a Dios, uno y trino. Juntamente con vosotros, doy gracias a la divina Providencia por este encuentro y exclamo con júbilo, como el salmista: «A ti, Señor, nos hemos acogido: no hemos quedado nunca defraudados; tú has sido la roca de nuestro refugio, un baluarte donde nos hemos salvado. No nos has entregado en manos del enemigo. ¡Cuán grande es tu bondad, Señor» (cf. Sal 31, 2-3. 9. 20).
2. La vida cristiana es una lucha continua por la venida del reino de Dios, que entró en la historia humana y fue realizado definitivamente por Cristo. Con todo, ese reino no es de este mundo; es del Padre y sólo el Padre puede realizarlo entre los hombres. A ellos está confiada la tarea de ser terreno fértil, en el que el reino pueda desarrollarse y crecer. A veces es preciso soportar grandes sacrificios y persecuciones para que se haga realidad. En el arco de los siglos, vuestra Iglesia ha sido sometida muchas veces a esa prueba de fidelidad, especialmente durante el gobierno de los zares, así como bajo el régimen comunista ateo.
Doy gracias a Dios por la elevación a la gloria de los altares de vuestros hermanos que dieron el testimonio supremo en Pratulina. Hoy todos juntos nos encontramos ante sus reliquias y ante su icono, y contemplamos su luminoso ejemplo de fe sencilla, sincera e inquebrantable. Con gran veneración recordamos también a los numerosos contemporáneos nuestros «mártires y confesores de la fe de la Iglesia en Ucrania (...) Han conocido la verdad, y la verdad los ha hecho libres. Los cristianos de Europa y del mundo, arrodillados en oración junto a los confines de los campos de concentración y de las cárceles, deben agradecerles su luz: era la luz de Cristo, que hacían resplandecer en las tinieblas. Éstas, a los ojos del mundo, durante largos años parecieron prevalecer, pero no pudieron apagar esa luz, que era luz de Dios y luz del hombre ofendido pero no doblegado» (Carta apostólica con ocasión del IV centenario de la Unión de Brest, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de noviembre de 1995, p. 7).
Estimulados por el ejemplo de estos intrépidos testigos de la fe, podéis y debéis aceptar con valentía los grandes desafíos que se os presentan. Hoy, más que nunca, las naciones necesitan la luz del Evangelio, y las energías que de ella brotan, para realizar el reino de Dios en el mundo y en el corazón de los hombres. Nuestros hermanos, que durante muchos años estuvieron privados de esa luz, la necesitan.
3. Me dirijo de modo especial a vosotros, padres y hermanos de la orden basiliana de San Josafat. En la carta apostólica Orientale lumen escribí: «El monaquismo ha sido, desde siempre, el alma misma de las Iglesias orientales» (n. 9). Estas palabras se pueden referir también a la comunidad basiliana, que en el decurso de su larga historia ha sido siempre una pequeña parte viva de la Iglesia greco-católica.
San Basilio el Grande, uno de los más eminentes Padres de la Iglesia oriental, indicó a quienes querían entregarse totalmente a Dios el camino de la vida monástica, donde «el mandamiento de la caridad, vivida en la práctica, se convierte en ideal de convivencia humana, y donde el ser humano busca a Dios sin barreras e impedimentos» (ib.). San Basilio es para vosotros modelo del servicio perfecto a Dios y a la Iglesia. Toda su vida fue una realización coherente de la virtud de la fe y de la práctica del amor activo, según el espíritu de los consejos evangélicos. A lo largo de los siglos la enseñanza de san Basilio dio grandes frutos de vida religiosa, principalmente en Oriente.
Soléis cantar un himno que reza: «Alégrate, Basilio, jerarca santo, patriarca de Cesarea; hoy te queremos honrar». Alégrate al contemplar los numerosos discípulos que, en el decurso de los siglos, han sido atraídos por el ejemplo de tu vida santa y por tu enseñanza ascética, que dejaste como patrimonio perpetuo de todo el cristianismo. Alégrate al ver a tantos hijos espirituales tuyos que, mediante la santidad de vida, se han convertido en testigos de la gracia transformante de Dios y, con la profundidad y perspicacia de la mente, conocían y predicaban los admirables misterios del Padre que dan la vida. Han confirmado a lo largo de los siglos su fidelidad a la Iglesia, soportando con entereza las persecuciones, los sufrimientos e incluso la muerte. Entre ellos se cuentan también obispos, padres y hermanos de vuestra orden.
4. Queridos padres y hermanos, en el umbral del tercer milenio cristiano, la divina Providencia os encomienda importantes tareas por realizar. Como personas consagradas a Dios, debéis ser la sal de la tierra, signo particular y modelo de fidelidad a la vocación cristiana por la senda de los consejos evangélicos: pobreza, castidad y obediencia. Hoy los hombres tienen gran necesidad de modelos que imitar, especialmente en los países donde la Iglesia ha sido sometida a duras persecuciones y ha sufrido dolorosas humillaciones.
Estáis llamados a la oración, que ha de marcar cada una de las etapas de las jornadas de vuestra vida. Pienso, ante todo, en la liturgia eucarística, el canto en común en el coro, la oración personal con la meditación de la sagrada Escritura, la lectura de los escritos de los Padres orientales de la Iglesia y especialmente de las obras de san Basilio el Grande. Necesitáis la oración porque, gracias a ella, os santificáis y os perfeccionáis interiormente. El mundo, especialmente los que buscan el sentido de la vida o una curación interior, necesita vuestra oración.
Tenéis el deber de una fiel observancia de vuestras tradiciones litúrgicas. En Oriente sobre todo los monasterios fueron el lugar de la celebración de la liturgia en toda su belleza y majestad. Tenéis que conservar y transmitir fielmente a las futuras generaciones de religiosos esta antigua tradición, que «forma parte integrante del patrimonio de la Iglesia de Cristo; la primera necesidad que tienen los católicos consiste en conocerla para poderse alimentar de ella y favorecer, cada uno en la medida de sus posibilidades, el proceso de la unidad» (ib., 1).
Quisiera llamar vuestra atención también sobre el importante problema de la unidad de la Iglesia. La orden basiliana posee grandes méritos en este campo. Vuestros predecesores se sentían plenamente responsables de la unidad por la que Cristo oró con tanta insistencia durante la última cena: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Tenemos un ejemplo eminente en la figura de san Josafat Kuncewicz, obispo y mártir, que dio su vida por la gran causa de la unidad de la Iglesia.
El compromiso en favor de la unidad necesita la oración, que transforma nuestra vida con la luz y la verdad, haciéndonos imagen de Cristo. Por eso, una de las más importantes tareas de las comunidades religiosas es la oración sincera e incesante. Los cristianos que aspiran a la unidad, ante todo deben dirigir los ojos al cielo y pedir a Dios que renueve en nosotros el anhelo de la unidad, por inspiración del Espíritu Santo. Sólo se puede conseguir la unidad con la ayuda de la gracia divina.
A lo largo de la historia habéis dado testimonio de un profundo compromiso en las obras de apostolado, mostrándoos siempre dispuestos a servir a la Iglesia. Hoy, especialmente en Oriente, como en Ucrania, es urgente la necesidad de evangelización. La Iglesia os mira con esperanza y confianza, y cuenta con vuestra colaboración. Para que esa ayuda pueda producir los frutos esperados hace falta una instrucción teológica y una adecuada formación espiritual. Sólo así podréis servir bien a los hombres, mostrando con vuestra vida el amor de Dios, que se manifestó en Jesucristo.
5. Queridos hermanos y hermanas, conservad con fervor vuestra tradición como un patrimonio espiritual peculiar, pues constituye la fuerza de vuestra vida y de vuestra actividad. Recordad el gran testimonio de fidelidad a Cristo, a la Iglesia y al Sucesor de san Pedro que dieron vuestros hermanos. Prefirieron perder la vida antes que separarse de la Sede apostólica. Sus sufrimientos y su martirio son para vuestra Iglesia una fuente inagotable de gracia hoy y para el futuro. Debéis conservar en vuestro corazón este gran patrimonio de fe, oración y testimonio, para transmitirlo a las futuras generaciones.
La responsabilidad de llevar adelante la Iglesia no sólo compete al Papa, a los obispos, a los sacerdotes y a los religiosos. La Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo, del que somos responsables todos, sin excepción alguna.
Están presentes en este templo los representantes de vuestra Iglesia: el clero, los consagrados, los fieles laicos de Polonia y de otros países. Formamos todos una sola comunidad, reunida en Cristo.
Pido a Dios que en la Iglesia greco-católica florezca una auténtica vida cristiana, que comunique la buena nueva a todos los hermanos y hermanas de Ucrania y de la diáspora, y que, con espíritu de responsabilidad, conserve la unidad de toda la Iglesia y la sostenga activamente mediante el compromiso en el campo ecuménico.
Os encomiendo a la protección de María santísima, Madre de Dios y Madre de la Iglesia.
Madre de Dios, venerada por los querubines
y los serafines,
mira con benignidad a esta Iglesia católica oriental.
Ayuda a tus hijos,herederos del bautismo de san Vladimiro,
para que confiesen con valentía la fe en tu Hijo y,
llenos de amor, se conviertan en testigos
del amor inefable de Dios,
uno y trino, ante todos los que buscan ese amor.
Fortalece su esperanza
en el camino hacia la casa del Padre.
Con mi bendición apostólica.
¡Alabado sea Jesucristo!
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