VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA
(5-17 DE JUNIO DE 1999)
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA CONJUNTA DE DIPUTADOS
Y SENADORES DEL PARLAMENTO POLACO*
Varsovia, 11 de junio de 1999
Señor presidente;
señor presidente de la Dieta;
señor presidente del Senado;
señor primer ministro;
representantes del poder judicial;
miembros del Cuerpo diplomático;
representantes de las Iglesias y de las comunidades religiosas en Polonia;
señoras y señores,
diputados y senadores:
1. Ante todo deseo daros un cordial saludo y expresaros mi agradecimiento por vuestra invitación. Saludo asimismo a toda la nación polaca, a todos mis queridos compatriotas.
Hace veinte años, durante mi primera peregrinación a la patria, junto con la multitud reunida para orar en la plaza de la Victoria, invoqué al Espíritu Santo, implorando: «Descienda tu Espíritu y renueve la faz de la tierra, de esta tierra» (Homilía en la misa celebrada el día 2 de junio de 1979, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 1979, p. 6). Al pedir con confianza esa renovación, no sabíamos aún qué forma asumirían las transformaciones en Polonia. Hoy conocemos cuán profunda ha sido la acción de la fuerza divina, que libera, sana y purifica. Podemos dar gracias a la divina Providencia por todo lo que se ha logrado alcanzar gracias a una sincera apertura de corazón a la gracia del Espíritu Consolador. Doy gracias al Señor de la historia por las transformaciones actuales en Polonia, por el testimonio de la dignidad y de la firmeza espiritual de todos los que, en aquellos días difíciles, tenían la misma solicitud por los derechos del hombre, la misma convicción de que la vida en nuestra patria podía mejorar, haciéndose más humana. Los unía la conciencia profunda de la dignidad de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y llamada a ser redimida por Cristo. A vosotros está encomendado hoy ese patrimonio de esfuerzos valientes y ambiciosos, realizados en nombre del mayor bien de la República de Polonia. De vosotros depende la forma concreta que asuman en Polonia la libertad y la democracia.
2. Este encuentro reviste una gran importancia simbólica. Es la primera vez que el Papa interviene ante las Cámaras reunidas del Parlamento polaco, en presencia del poder ejecutivo y del legislativo, con la participación del Cuerpo diplomático. En este momento no se puede por menos de recordar la larga historia de la Dieta polaca, que se remonta al siglo XV, o la Constitución del 3 de mayo de 1791, que constituye un glorioso testimonio de sabiduría legislativa de nuestros antepasados. Hoy, en este lugar, somos conscientes del papel esencial que en un Estado democrático desempeña un justo orden jurídico, cuyo fundamento debería ser siempre y en todas partes el hombre, la plena verdad sobre el hombre, sus inalienables derechos y los derechos de toda la comunidad, que es la nación.
Sé que, después de estar privados durante muchos años de una plena soberanía del Estado y de una auténtica vida pública, no es fácil construir un nuevo orden democrático e institucional. Por eso, ya desde el inicio, quiero expresar mi alegría por este encuentro, que se celebra precisamente aquí, en este lugar donde, mediante la elaboración de leyes, se ponen bases duraderas para el funcionamiento de un Estado democrático y, en él, de una sociedad soberana.
Quisiera también expresar a la Dieta y al Senado mi deseo de que en el centro de sus tareas legislativas se encuentre siempre el hombre y su auténtico bien, de acuerdo con la fórmula clásica: «Hominum causa omne ius constitutum est» (el latín es útil, como en mi generación). En el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año escribí: «Cuando la promoción de la dignidad de la persona es el principio conductor que nos inspira; cuando la búsqueda del bien común es el compromiso predominante, entonces es cuando se ponen fundamentos sólidos y duraderos a la edificación de la paz. Por el contrario, si se ignoran o desprecian los derechos humanos, o la búsqueda de intereses particulares prevalece injustamente sobre el bien común, se siembran inevitablemente los gérmenes de la inestabilidad, la rebelión y la violencia» (n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de diciembre de 1998, p. 6). De un modo muy claro habla de esto también, en su preámbulo, el Concordato entre la Sede apostólica y la República de Polonia: «El desarrollo de una sociedad libre y democrática se funda en el respeto a la dignidad de la persona humana y a sus derechos».
La Iglesia en Polonia, que a lo largo de todo el período de la posguerra, bajo el dominio del sistema totalitario, muchas veces intervino en defensa de los derechos del hombre y de la nación, también ahora, en situación de democracia, quiere favorecer la edificación de la vida social, así como del orden jurídico que la regula, sobre sólidas bases éticas. Para ello se requiere ante todo un uso responsable de la libertad, tanto en su dimensión individual como en la social, y también, si hiciera falta, la puesta en guardia contra los peligros que pueden surgir de visiones reductivas de la esencia y de la vocación del hombre y de su dignidad. Esto forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia, la cual, así, da su contribución específica a la defensa de la democracia en sus mismas fuentes.
3. El lugar en donde nos encontramos nos invita a una profunda reflexión sobre el uso responsable, en la vida pública, del don de la libertad recuperada y sobre la necesidad de cooperar en favor del bien común. En una reflexión de este estilo nos debe ayudar el recuerdo de los heroicos testimonios, bastante numerosos en los últimos dos siglos, de la aspiración polaca a un Estado soberano propio, que durante muchas generaciones de nuestros compatriotas existió sólo en sueños, en las tradiciones familiares y en la oración. Pienso, ante todo, en los tiempos de las reparticiones de nuestro territorio y en nuestra lucha por reconquistar la Polonia perdida, borrada del mapa de Europa. La falta de esta fundamental estructura política que forma la realidad social fue siempre, especialmente durante la última guerra mundial, tan intensamente sentida que llevó, en condiciones de peligro mortal para la existencia misma de la nación, a la constitución de un Estado polaco clandestino, cosa que no sucedió en ninguna otra parte de la Europa ocupada.
Antes de venir aquí, bendije un monumento a ese Estado clandestino y al ejército de la nación. Esto ha suscitado una profunda emoción en mí.
Todos somos conscientes de que este encuentro en el Parlamento no habría sido posible si no se hubiera producido la firme protesta de los obreros polacos, en la costa del Báltico, durante el memorable mes de agosto de 1980. No habría sido posible sin «Solidaridad», que eligió el camino de la lucha pacífica para reclamar los derechos del hombre y de la nación entera. Eligió también el principio, aceptado de forma unánime en todo el mundo de entonces, según el cual «no hay libertad sin solidaridad»: sin la solidaridad con los demás hombres, una solidaridad que supera las diversas barreras de clase, ideología, cultura e incluso geografía, como podía demostrar el recuerdo de nuestros vecinos del este.
Los acontecimientos del año 1989, que dieron inicio a los grandes cambios políticos y sociales en Polonia y en Europa -a pesar de los sufrimientos, los sacrificios y las humillaciones durante la guerra y los años sucesivos-, fueron precisamente consecuencia de la elección de aquellos métodos pacíficos de lucha por una sociedad de ciudadanos libres y por un Estado democrático, como recordé no hace mucho tiempo, junto con el canciller Kohl, durante mi visita a Berlín ante la Puerta de Brandeburgo.
No es lícito olvidar esos acontecimientos. No sólo trajeron la anhelada libertad; también contribuyeron de modo decisivo a la caída de los muros que durante casi medio siglo separaron del mundo libre a las sociedades y a las naciones de nuestra parte del continente. Esos históricos cambios han quedado registrados en la historia contemporánea como ejemplo y como enseñanza: al aspirar a los grandes fines de la vida colectiva, «el hombre tiene que seguir, en su camino a lo largo de la historia, la vía de las más nobles aspiraciones del espíritu humano» (Discurso en la sede de la ONU, 5 de octubre de 1995, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de octubre de 1995, p. 7). Puede y debe elegir ante todo la actitud de amor, fraternidad y solidaridad, la actitud de respeto a la dignidad del hombre y, por consiguiente, los valores que entonces decidieron la victoria sin el peligrosísimo conflicto nuclear.
4. El recuerdo de los mensajes morales de «Solidaridad» y, por consiguiente, también el de nuestras experiencias históricas, a menudo trágicas, debería ejercer hoy un influjo mayor en la calidad de vida colectiva en Polonia, en el modo de hacer política o en la manera de realizar cualquier otra actividad pública, especialmente la que se lleva a cabo en virtud de las elecciones y, por tanto, de la confianza por parte de la sociedad.
El servicio a la nación debe orientarse hacia el bien común, que garantiza el bien de cada ciudadano. El concilio Vaticano II es muy claro al respecto: «La comunidad política existe para aquel bien común del que obtiene su plena justificación y sentido y del que deriva su derecho primigenio y propio. El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia» (Gaudium et spes, 74). «Así pues, el orden social y su progreso deben subordinarse al bien de las personas, ya que la ordenación de las cosas debe someterse al orden personal y no al contrario. (...) Este orden social debe desarrollarse de día en día, fundarse en la verdad, edificarse en la justicia, vivificarse por el amor; debe encontrar en la libertad un equilibrio cada vez más humano» (ib., 26).
En la tradición polaca no faltan ejemplos de vida entregada totalmente al bien común de nuestra nación. Esos ejemplos de valor y humildad, de fidelidad a los ideales y de espíritu de sacrificio despertaban los mejores sentimientos y actitudes en muchos de nuestros compatriotas, que de modo desinteresado y con gran generosidad se pusieron al servicio de la patria, cuando ésta se veía sometida a durísimas pruebas.
Es evidente que todos los ciudadanos deberían tener esa solicitud por el bien común, que ha de manifestarse en todos los sectores de la vida social. Sin embargo, la solicitud por el bien común es una exigencia especialmente en el campo de la política. Pienso en los que se dedican completamente a la actividad política, así como en cada ciudadano. El ejercicio de la autoridad política tanto en la comunidad como en las instituciones que representan al Estado debería ser un generoso servicio al hombre y a la sociedad, y no una búsqueda de beneficios personales o de grupo, descuidando el bien común de la nación entera.
¡Cómo no recordar aquí los «Sermones a la Dieta» del predicador real don Pedro Skarga y la ardiente exhortación que dirigió a los senadores y a los diputados de la primera República: «Tened un corazón magnánimo y generoso. No améis sólo vuestra casa ni busquéis únicamente beneficios personales. No limitéis vuestro amor a vuestro hogar y a vuestros tesoros. Que se derrame sobre todo el pueblo, como un río que baja de las montañas hasta el llano (...). Quien sirve a su patria, se sirve a sí mismo, porque en ella se encuentra todo su bien» (cf. Sermón segundo, Sobre el amor a la patria).
La Iglesia espera de vosotros esa actitud, impregnada de espíritu de servicio al bien común, ante todo en calidad de católicos laicos. «Los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la 'política'; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común» (Christifideles laici, 42). Colaborando con todos deben impregnar las realidades humanas con el espíritu del Evangelio, a fin de dar su contribución específica a la promoción del bien común. Es una obligación de conciencia, que deriva de su vocación cristiana.
5. Los desafíos que se plantean a un Estado democrático exigen la cooperación solidaria de todos los hombres de buena voluntad que, independientemente de su opción política o de su ideología, desean construir juntos el bien común de la patria. Respetando la autonomía propia de la vida de una comunidad política, es preciso al mismo tiempo tener presente que no se ha de considerar independiente de los principios éticos. Ni siquiera los Estados pluralistas pueden renunciar a las normas éticas en la vida pública. En la encíclica Veritatis splendor escribí: «Después de la caída, en muchos países, de las ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo -la primera entre ellas el marxismo-, existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y a la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, 'si no existe una verdad última -que guíe y oriente la acción política-, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia'» (n. 101).
Compartiendo la alegría por las transformaciones positivas que tienen lugar en Polonia ante nuestros ojos, no podemos por menos de darnos cuenta de que en una sociedad libre deben existir también valores que garanticen el bien supremo de cada hombre. Toda transformación económica debe contribuir a la construcción de un mundo más humano y justo. A los políticos y a todas las personas comprometidas en la vida política quisiera expresarles mi deseo de que no escatimen energías a la hora de edificar un Estado que preste atención particular a la familia, a la vida humana, a la educación de la juventud; que respete el derecho al trabajo; que se preocupe por los problemas esenciales de toda la nación y que sea sensible a las necesidades de todos los ciudadanos, especialmente de los pobres y débiles.
6. Los acontecimientos de hace diez años en Polonia constituyeron una ocasión histórica para que el continente europeo, derribando definitivamente las barreras ideológicas, encontrara el camino hacia la unidad. Repetidamente he hablado de esto, utilizando la metáfora de los «dos pulmones», con los que debería respirar Europa, uniendo las tradiciones de Oriente y de Occidente. En vez de la anhelada comunidad de espíritu, estamos asistiendo a nuevas divisiones y nuevos conflictos. Una situación de este género implica para los políticos, para los hombres de ciencia y de cultura, y para todos los cristianos, una urgente necesidad de nuevas iniciativas, que contribuyan a la integración de Europa.
La Iglesia, en su peregrinación por las sendas del tiempo, ha vinculado su misión a nuestro continente mucho más que a cualquier otro. El rostro espiritual de Europa se formó gracias a los esfuerzos de los grandes misioneros y al testimonio de los mártires. Se formó en los templos construidos con gran abnegación y en los centros de vida contemplativa, en el mensaje humanístico de las universidades. La Iglesia, llamada a la solicitud por el crecimiento espiritual del hombre como ser social, aportó a la cultura europea un conjunto único de valores. Siempre ha tenido la convicción de que «una auténtica política cultural debe mirar al hombre en su totalidad, es decir, en todas sus dimensiones personales, sin olvidar los aspectos éticos y religiosos» (Mensaje al director general de la Unesco con motivo de la Conferencia sobre las políticas culturales, 24 de julio de 1982, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de agosto de 1982, p. 9). ¡Cuán pobre hubiera quedado la cultura europea si le hubiera faltado la inspiración cristiana!
Por esto, la Iglesia pone en guardia contra una visión reducida de Europa que la considere exclusivamente en sus aspectos económicos y políticos, así como contra una relación acrítica hacia un modelo de vida consumista. Si queremos que la nueva unidad de Europa sea duradera, debemos construir sobre estos valores espirituales, que fueron en otro tiempo su fundamento, teniendo en cuenta la riqueza y la diversidad de las culturas y de las tradiciones de cada una de sus naciones. En efecto, esta debe ser la gran comunidad europea del Espíritu. También aquí renuevo mi llamamiento, dirigido al viejo continente: «Europa, ¡abre las puertas a Cristo!».
7. Con ocasión de este encuentro, deseo expresar una vez más mi aprecio por los esfuerzos coherentes y solidarios encaminados, desde que se reconquistó la soberanía, a la búsqueda y a la consolidación del puesto debido y seguro de Polonia en la Europa que se está uniendo y en el mundo.
Polonia tiene pleno derecho a participar en el proceso general del progreso y del desarrollo del mundo y, especialmente, de Europa. La integración de Polonia con la Unión europea ha sido sostenida, desde el inicio, por la Sede apostólica. La experiencia histórica que tiene la nación polaca, así como su riqueza espiritual y cultural, pueden contribuir de modo eficaz al bien común de toda la familia humana, y especialmente a la consolidación de la paz y la seguridad en Europa.
8. El LX aniversario del estallido de la segunda guerra mundial, que se celebra este año, y el X aniversario de los acontecimientos que hemos mencionado, deberían ser ocasión para que todos los polacos reflexionen sobre la libertad como «don» y, al mismo tiempo, como «tarea», sobre una libertad que exige un esfuerzo constante para consolidarla y vivirla de modo responsable. Que los magníficos testimonios de amor a la patria, de desinterés y de heroísmo, tan numerosos en nuestra historia, sean un estímulo para dedicarse colectivamente a las grandes metas de la nación, dado que «el mejor uso de la libertad es la caridad, que se realiza en la entrega y en el servicio» (Redemptor hominis, 21).
A todos los presentes y a todos mis compatriotas les deseo que crucen el umbral del tercer milenio con esperanza y confianza, deseosos de construir juntos la civilización del amor, que se funda en los valores universales de la paz, la solidaridad, la justicia y la libertad.
Que el Espíritu Santo sostenga incesantemente el gran proceso de transformación, ordenado a la renovación de la faz de la tierra, de nuestra tierra común.
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 26, pp. 5-6 (pp.349-350).
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