DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DEL URUGUAY ANTE LA SANTA SEDE*
Lunes 25 de septiembre de 2000
Señor Embajador
1. Le agradezco sinceramente las amables palabras que ha tenido a bien dirigirme al presentarme las Cartas Credenciales, que le acreditan como Embajador extraordinario y plenipotenciario de la República Oriental del Uruguay ante la Santa Sede.
Deseo también corresponder a los saludos y los sentimientos de aprecio que el Presidente de la República ha querido hacerme llegar por medio de usted, rogándole que le transmita mis mejores deseos para su alta misión y así como mi cercanía a todo el pueblo uruguayo, que he tenido la oportunidad de encontrar personalmente en dos visitas inolvidables a ese querido País sudamericano. Aunque hayan pasado ya varios años, pervive la experiencia de que, como dije al final de mi primera visita, «el Papa y los uruguayos han sabido entenderse perfectamente» (Discurso de despedida, 1 de abril 1987, 1). Al igual que entonces, también hoy quiero repetir mi firme convicción de que «Uruguay seguirá ofreciendo sus suelos a iniciativas que promuevan la armonía y el entendimiento entre los pueblos latinoamericanos» (ibíd., 3), siendo él mismo terreno fértil para el diálogo y la concordia nacional.
2. Esta convicción está firmemente avalada por la vocación pacífica y pacificadora del pueblo uruguayo, en consonancia con las más profundas raíces de una Nación que, como usted ha dicho, Señor Embajador, ha forja do su personalidad en los valores y principios cristianos. Por eso la Iglesia, fiel a su misión evangelizadora, desea ser en todo caso signo e instrumento de reconciliación y de paz, con el deseo de servir al bien común, "por todos los medios posibles" (Ecclesia in America, 62), siempre que las desavenencias y contrastes, internos o externos a una nación, tengan el riesgo de transformarse en procesos violentos cuya única consecuencia real es la mayor exasperación aún de los conflictos y, en fin, la destrucción. En este sentido, tras algunas experiencias dolorosas que han lacerado su País en un pasado reciente, las instituciones eclesiales del Uruguay están siempre dispuestas a poner cuanto esté de su parte para serenar los ánimos y lograr una concordia social justa.
3. La preocupación de la Iglesia por estos aspectos de la vida social de los pueblos procede de la gran estima que tiene por la "la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta" (Gaudium et spes, 3), por el ser humano en toda su integridad, como persona, cuya dignidad no puede ser supeditada a ningún otro interés, instrumentalizada para otros fines o violada en nombre de potestad alguna. Nunca olvida que la verdadera paz, así como el bien común, están íntimamente unidos a la causa de la justicia, tanto en el ámbito de las relaciones internas de una comunidad local o nacional, como de la familia humana en su conjunto, cada día más propensa a construir una historia común y compartida por todos.
Por eso es importante que, también en los foros internacionales, haya un buen acuerdo entre su País y la Santa Sede para defender con rigor y promover con constancia aquellos valores que dignifican la existencia humana. Trabajar con denuedo en favor de los derechos humanos fundamentales, la solidaridad entre los diversos sectores de la sociedad y entre los pueblos de la tierra, el fomento de una cultura de la vida y de armonía con la naturaleza, es un deber ético ineludible, tanto de las personas como de las instituciones. Pero es también un desafío histórico para la generación actual, testigo de complejos procesos que a veces corren el riesgo de aturdir a las mujeres y hombres de hoy, disgregando su identidad y privándoles de un verdadero sentido de la vida y de un motivo de esperanza.
4. La acción evangelizadora de la Iglesia ha tenido siempre en Uruguay un papel relevante para el bien de su pueblo, no solamente por el bien mismo del anuncio cristiano o las numerosas actividades asistenciales y de promoción humana, sino también por su esfuerzo en fortalecer las instituciones sobre las que se asienta la fortaleza de toda sociedad humana, como son la familia y la educación. En ellas la persona se siente acogida y apreciada, aprende a compartir y confiar en los demás y desarrolla el sentido de la vida como tarea común, en la cual debe tomar parte asumiendo responsabilidades y contribuyendo con el propio esfuerzo a construir un futuro mejor para todos. Estos son ámbitos, pues, que afectan a la esencia del bien común y en los que convergen tanto la responsabilidad de los poderes públicos como la preocupación pastoral de la Iglesia. Por ello, son también campos privilegiados en los que el buen entendimiento y la colaboración han de ser más estrechas, en el respeto exquisito de las respectivas competencias y en la firme convicción de que cualquier iniciativa en estas materias ha de estar supeditada al derecho fundamental y primario de la familia, que ha de ser reconocida y apoyada con medidas efectivas, tanto para mantener su configuración natural como para ejercer su derecho a educar a los hijos.
5. Señor Embajador, comienza Usted su misión en un año muy especial para los cristianos de todo el mundo, el Año del Gran Jubileo del 2000 aniversario de la Encarnación de Jesús. Es un acontecimiento que en Roma se vive con gran intensidad, precisamente porque el mensaje del Año Santo ha calado muy hondo en el corazón de los hombres de todo el mundo. En Roma se ha sentido fuerte también el fervor de los uruguayos, especialmente a través de la Peregrinación nacional que tuve el gusto de recibir y saludar en la Plaza de San Pedro el pasado 6 de mayo. Me complace saber que la experiencia jubilar está siendo vivida intensamente también en las propias diócesis uruguayas y que, el próximo mes octubre, se celebrará el IV Congreso Eucarístico Nacional en Colonia del Sacramento. Todo ello es una muestra de la fe de tantos hijos del Uruguay y de su anhelo por un nuevo milenio impregnado de la gracia que Dios derrama abundantemente sobre los hombres. A ellos, que han querido perpetuar la memoria de mi estancia en su País con un especial monumento en la Plaza Tres Cruces de Montevideo, les reitero mi afecto, mi recuerdo en la oración y mi bendición.
6. Señor Embajador, doy mi cordial bienvenida a Usted y su distinguida familia, formulando los mejores votos para que su estancia en Roma sea muy grata y la misión diplomática que se le ha encomendado sea altamente provechosa para el bien de la querida Nación uruguaya. Pido a la Virgen de los Treinta y Tres, tan venerada por todos los fieles de su País, que siga bendiciendo los esfuerzos de las autoridades y de los ciudadanos para que Uruguay camine siempre por las sendas del progreso espiritual y material, en un clima de armonía y concordia social.
*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XXIII, 2 p.465-468.
L'Osservatore Romano 25-26.9. 2000 p.7
L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 39, p.5 (p.469).
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