DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON OCASIÓN DE LA IX JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
Domingo 11 de febrero,
memoria de la Virgen de Lourdes
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Como todos los años nos volvemos a encontrar hoy, 11 de febrero, para una cita ya tradicional en la basílica vaticana. El pensamiento va naturalmente a la gruta de Massabielle, donde tanta gente se congrega para orar durante el año ante la imagen de la Inmaculada Concepción. Y, precisamente en nombre de María, os saludo a todos vosotros, que os habéis reunido aquí para la celebración eucarística y para una sugestiva procesión con antorchas, que hace revivir el ambiente típico de Lourdes. Saludo asimismo a quienes han promovido y organizado concretamente esta manifestación mariana, siempre conmovedora.
Saludo, en primer lugar, al cardenal vicario y a los obispos presentes; saludo a los responsables de la Obra romana de peregrinaciones y a todos los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que participan en el congreso teológico-pastoral nacional sobre el tema: "Iglesia local, peregrinación y traditio fidei".
En particular, os saludo a vosotros, queridos enfermos, así como a los responsables y a los voluntarios de la UNITALSI, asociación benemérita que os asiste, especialmente durante las peregrinaciones.
2. Queridos enfermos y voluntarios, vuestra presencia cobra un significado singular, puesto que celebramos la Jornada mundial del enfermo, que ya ha llegado a su novena edición. Recuerdo aún la que vivimos el año pasado. Nos encontrábamos en el intenso clima espiritual del gran jubileo, y el testimonio de fe que dieron los que participaron en ella causó una gran impresión. La adhesión generosa de los enfermos a la voluntad del Señor constituye siempre una gran lección de vida. Como repetí en otra ocasión, la Iglesia cuenta mucho con el apoyo de los que se hallan probados por la enfermedad: su sacrificio, a veces incluso poco comprendido, unido a su intensa oración, resulta misteriosamente eficaz para la difusión del Evangelio y para el bien de todo el pueblo de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, quisiera repetiros mi más vivo agradecimiento por vuestra silenciosa misión en la Iglesia. Estad siempre profundamente persuadidos de que da una fuerza extraordinaria al camino de la entera comunidad eclesial.
3. Esta tarde, en el marco sugestivo de este encuentro, queremos sentirnos en comunión con nuestros hermanos que se han dado cita en Sydney (Australia), con ocasión de la Jornada mundial del enfermo. El tema que he elegido este año para esta celebración es: "La nueva evangelización y la dignidad del hombre que sufre". Es importante considerar y meditar este tema, porque el dolor físico y el espiritual marcan, más o menos profundamente, la vida de todos, y es necesario que la luz del Evangelio ilumine también este aspecto de la existencia humana.
En la carta apostólica Novo millennio ineunte, que firmé el día de la clausura del jubileo, invité a todos los creyentes a contemplar el rostro de Jesús. En esa carta escribí: "la contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la cruz" (n. 25).
Sobre todo vosotros, amigos enfermos, comprendéis cuán paradójica es la cruz, porque se os ha concedido sentir el misterio del dolor en vuestra misma carne. Cuando, a causa de una enfermedad grave, fallan las fuerzas, se alejan los proyectos largamente cultivados en el corazón. Al sufrimiento físico a menudo se añade el espiritual, debido a un sentimiento de soledad que atenaza a la persona. En la sociedad actual, cierta cultura considera a la persona enferma como un obstáculo molesto, y no reconoce la aportación valiosa que da, en el ámbito espiritual, a la comunidad. Es necesario y urgente redescubrir el valor de la cruz compartida con Cristo.
4. En Lourdes, el 18 de febrero de 1858, la Virgen dijo a Bernardita: "Yo no te prometo ser feliz en este mundo, sino en el otro". Durante otra aparición la invitó a dirigir la mirada al cielo.
Escuchemos esas exhortaciones de la Madre celestial como si nos las dirigiera también a nosotros: son una invitación a valorar correctamente las realidades terrenas, sabiendo que estamos destinados a una existencia eterna. Son una ayuda para sufrir con paciencia las contrariedades, los dolores y las enfermedades, con la perspectiva del Paraíso. A algunos les ha parecido a veces que pensar en el Paraíso es una forma de evadirse de la actividad diaria; al contrario, la luz de la fe ayuda a comprender mejor y, por tanto, a aceptar de modo más consciente la dura experiencia del sufrimiento. Santa Bernardita misma, probada duramente por el mal físico, exclamó un día: "Cruz de mi Salvador, cruz santa, cruz adorable, sólo en ti pongo mi fuerza, mi esperanza y mi alegría. Tú eres el árbol de la vida, la escalera misteriosa que une la tierra al cielo y el altar sobre el cual quiero sacrificarme, muriendo por Jesús" (M. B. Soubirous, Carnet de notes intimes, p. 20).
5. Este es el mensaje de Lourdes, que tantos peregrinos, sanos y enfermos, han acogido y hecho suyo. Que las palabras de la Virgen os fortalezcan interiormente, hermanos y hermanas que sufrís, a quienes renuevo la expresión de mi solidaridad fraterna. Con vuestra enfermedad, si aceptáis dócilmente la voluntad divina, podéis ser para muchos palabra de esperanza e incluso de alegría, porque decís al hombre de este tiempo, a menudo inquieto e incapaz de dar un sentido al dolor, que Dios no nos ha abandonado. Al vivir con fe vuestra situación, testimoniáis que Dios está cerca.
Proclamáis que esta cercanía tierna y amorosa del Señor hace que no exista ninguna fase de la vida que no valga la pena vivir. La enfermedad y la muerte no son realidades de las que hay que escapar o que hay que criticar como inútiles; ambas son, más bien, etapas de un camino.
Me apremia, de igual manera, animar a cuantos se dedican con celo al cuidado de los enfermos, para que prosigan su valiosa misión de amor y experimenten en ella la consolación interior que el Señor dispensa a quien se convierte en buen samaritano del prójimo que sufre.
Con estos sentimientos, os abrazo a todos en el Señor y os bendigo de corazón.
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