VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A TORONTO, CIUDAD DE GUATEMALA Y CIUDAD DE MÉXICO
XVII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
VIGILIA DE ORACIÓN
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Toronto, Parque Downsview
Sábado 27 de julio de 2002
Queridos jóvenes:
1. Cuando, en el ya lejano 1985, quise poner en marcha las Jornadas mundiales de la juventud, tenía en el corazón las palabras del apóstol san Juan que acabamos de escuchar esta noche: "Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida (...) os lo anunciamos también a vosotros" (cf. 1 Jn 1, 1. 3). E imaginaba las Jornadas mundiales como un momento fuerte en el que los jóvenes del mundo pudieran encontrarse con Cristo, el eternamente joven, y aprender de él a ser los evangelizadores de los demás jóvenes.
Esta noche, juntamente con vosotros, bendigo y doy gracias al Señor por el don que ha hecho a la Iglesia a través de las Jornadas mundiales de la juventud. Millones de jóvenes han participado en ellas, sacando motivaciones de compromiso y testimonio cristiano. Os doy las gracias en particular a vosotros, que, aceptando mi invitación, os habéis reunido aquí, en Toronto, para "contar al mundo vuestra alegría de haber encontrado a Jesucristo, vuestro deseo de conocerlo cada vez mejor, vuestro compromiso de anunciar el Evangelio de salvación hasta los últimos confines de la tierra" Mensaje para la XVII Jornada mundial de la juventud, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de agosto de 2001, p. 3).
2. El nuevo milenio se ha inaugurado con dos escenarios contrapuestos: el de la multitud de peregrinos que acudieron a Roma durante el gran jubileo para cruzar la Puerta santa que es Cristo, Salvador y Redentor del hombre; y el del terrible atentado terrorista de Nueva York, icono de un mundo en el que parece prevalecer la dialéctica de la enemistad y el odio.
La pregunta que se impone es dramática: ¿sobre qué bases es preciso construir la nueva época histórica que surge de las grandes transformaciones del siglo XX? ¿Será suficiente apostar por la revolución tecnológica actual, que parece regulada únicamente por criterios de productividad y eficiencia, sin ninguna referencia a la dimensión religiosa del hombre y sin un discernimiento ético universalmente compartido? ¿Está bien contentarse con respuestas provisionales a los problemas de fondo y dejar que la vida quede a merced de impulsos instintivos, de sensaciones efímeras, de entusiasmos pasajeros?
Vuelve la misma pregunta: ¿sobre qué bases, sobre qué certezas es preciso construir la propia existencia y la de la comunidad a la que se pertenece?
3. Queridos amigos, vosotros lo sentís instintivamente dentro de vosotros, en el entusiasmo de vuestra edad juvenil, y lo afirmáis con vuestra presencia aquí esta noche: sólo Cristo es la "piedra angular" sobre la que es posible construir sólidamente el edificio de la propia existencia. Sólo Cristo, conocido, contemplado y amado, es el amigo fiel que no defrauda, que se hace compañero de camino y cuyas palabras hacen arder el corazón (cf. Lc 24, 13-35).
El siglo XX a menudo pretendió prescindir de esa "piedra angular", intentando construir la ciudad del hombre sin hacer referencia a él y acabó por edificarla de hecho contra el hombre. Pero los cristianos lo saben: no se puede rechazar o marginar a Dios, sin correr el riesgo de humillar al hombre.
4. La expectativa, que la humanidad va cultivando entre tantas injusticias y sufrimientos, es la de una nueva civilización marcada por la libertad y la paz. Pero para esa empresa se requiere una nueva generación de constructores que, movidos no por el miedo o la violencia sino por la urgencia de un amor auténtico, sepan poner piedra sobre piedra para edificar, en la ciudad del hombre, la ciudad de Dios.
Queridos jóvenes, permitidme que os manifieste mi esperanza: esos "constructores" debéis ser vosotros. Vosotros sois los hombres y las mujeres del mañana; en vuestro corazón y en vuestras manos se encuentra el futuro. A vosotros Dios encomienda la tarea, difícil pero entusiasmante, de colaborar con él en la edificación de la civilización del amor.
5. Hemos escuchado en la carta de san Juan -el Apóstol más joven y tal vez por eso el más amado por el Señor- que "Dios es luz y en él no hay tinieblas" (1 Jn 1, 5). Sin embargo, a Dios nadie lo ha visto, observa san Juan. Es Jesús, el Hijo unigénito del Padre, quien nos lo ha revelado (cf. Jn 1, 18). Pero si Jesús ha revelado a Dios, ha revelado la luz. En efecto, con Cristo vino al mundo "la luz verdadera, la que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9).
Queridos jóvenes, dejaos conquistar por la luz de Cristo y difundidla en el ambiente en que vivís. "La luz de la mirada de Jesús -dice el Catecismo de la Iglesia católica- ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a verlo todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres" (n. 2715).
En la medida en que vuestra amistad con Cristo, vuestro conocimiento de su misterio, vuestra entrega a él, sean auténticos y profundos, seréis "hijos de la luz" y os convertiréis, también vosotros, en "luz del mundo". Por eso, os repito las palabras del Evangelio: "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16).
6. Esta noche el Papa, juntamente con vosotros, jóvenes de los diversos continentes, reafirma la fe que sostiene la vida de la Iglesia: Cristo es la luz de los pueblos; él ha muerto y resucitado para devolver a los hombres, que caminan en la historia, la esperanza de la eternidad. Su Evangelio no menoscaba lo humano: todo valor auténtico, en cualquier cultura donde se manifieste, es acogido y asumido por Cristo. El cristiano, consciente de ello, no puede por menos de sentir vibrar en su interior el arrojo y la responsabilidad de convertirse en testigo de la luz del Evangelio.
Precisamente por eso, os digo esta noche: haced que resplandezca la luz de Cristo en vuestra vida. No esperéis a tener más años para aventuraros por la senda de la santidad. La santidad es siempre joven, como es eterna la juventud de Dios.
Comunicad a todos la belleza del encuentro con Dios, que da sentido a vuestra vida. Que nadie os gane en la búsqueda de la justicia, en la promoción de la paz, en el compromiso de fraternidad y solidaridad.
¡Cuán hermoso es el canto que ha resonado en estos días: «Luz del mundo, sal de la tierra.
»Sed para el mundo el rostro del amor.
»Sed para la tierra el reflejo de su luz»!
Es el don más hermoso y valioso que podéis hacer a la Iglesia y al mundo. El Papa os acompaña, como sabéis, con su oración y con una afectuosa bendición.
7. Quisiera saludar una vez más a los jóvenes de lengua polaca.
Queridos jóvenes, amigos míos, os agradezco vuestra presencia en Toronto, en Wadowice y en cualquier lugar donde estéis espiritualmente unidos con los jóvenes del mundo que viven su XVII Jornada mundial. Os quiero asegurar que constantemente os abrazo a cada uno y cada una de vosotros con el corazón y con la oración, pidiendo a Dios que seáis la sal y la luz de la tierra ahora y en la vida adulta. Dios os bendiga.
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