MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS CLARISAS CON OCASIÓN DEL 750° ANIVERSARIO
DE LA MUERTE DE SANTA CLARA DE ASÍS
Amadísimas hermanas:
1. El 11 de agosto de 1253 concluía su peregrinación terrena santa Clara de Asís, discípula de san Francisco y fundadora de vuestra Orden, llamada Hermanas Pobres o Clarisas, que hoy, en sus diversas ramas, cuenta con aproximadamente novecientos monasterios esparcidos por los cinco continentes. A setecientos cincuenta años de su muerte, el recuerdo de esta gran santa sigue estando muy vivo en el corazón de los fieles; por eso, en esta circunstancia, me complace particularmente enviar a vuestra familia religiosa un cordial pensamiento y un afectuoso saludo.
En una celebración jubilar tan significativa, santa Clara exhorta a todos a comprender cada vez más profundamente el valor de la vocación, que es un don de Dios que ha de hacerse fructificar. A este propósito, escribió en su Testamento: "Entre tantos beneficios como hemos recibido y estamos recibiendo cada día de la liberalidad de nuestro Padre de las misericordias, por los cuales debemos mayormente rendir acciones de gracias al mismo Señor de la gloria, uno de los mayores es el de nuestra vocación; y cuanto esta es más grande y más perfecta, tanto más deudoras le somos. Por lo cual dice el Apóstol: Reconoce tu vocación" (2-4).
2. Santa Clara, nacida en Asís en torno a los años 1193-1194, en el seno de la noble familia de Favarone de Offreduccio, recibió, sobre todo de su madre Ortolana, una sólida educación cristiana. Iluminada por la gracia divina, se dejó atraer por la nueva forma de vida evangélica iniciada por san Francisco y sus compañeros, y decidió, a su vez, emprender un seguimiento más radical de Cristo. Dejó su casa paterna en la noche entre el domingo de Ramos y el Lunes santo de 1211 (ó 1212) y, por consejo del mismo santo, se dirigió a la iglesita de la Porciúncula, cuna de la experiencia franciscana, donde, ante el altar de Santa María, se desprendió de todas sus riquezas, para vestir el hábito pobre de penitencia en forma de cruz.
Después de un breve período de búsqueda, llegó al pequeño monasterio de San Damián, a donde la siguió también su hermana menor, Inés. Allí se le unieron otras compañeras, deseosas de encarnar el Evangelio en una dimensión contemplativa. Ante la determinación con la que la nueva comunidad monástica seguía las huellas de Cristo, considerando que la pobreza, el esfuerzo, la tribulación, la humillación y el desprecio del mundo eran motivo de gran alegría espiritual, san Francisco se sintió movido por afecto paterno y les escribió: "Ya que, por inspiración divina, os habéis hecho hijas y esclavas del altísimo sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir conforme a la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, diligente cuidado y especial solicitud de vosotras no menos que de ellos" (Regla de santa Clara, cap. VI, 3-4).
3. Santa Clara insertó estas palabras en el capítulo central de su Regla, reconociendo en ellas no sólo una de las enseñanzas recibidas del santo, sino también el núcleo fundamental de su carisma, que se delinea en el contexto trinitario y mariano del evangelio de la Anunciación. En efecto, san Francisco veía la vocación de las Hermanas Pobres a la luz de la Virgen María, la humilde esclava del Señor que, al concebir por obra del Espíritu Santo, se convirtió en la Madre de Dios. La humilde esclava del Señor es el prototipo de la Iglesia, virgen, esposa y madre.
Santa Clara percibía su vocación como una llamada a vivir siguiendo el ejemplo de María, que ofreció su virginidad a la acción del Espíritu Santo para convertirse en Madre de Cristo y de su Cuerpo místico. Se sentía estrechamente asociada a la Madre del Señor y, por eso, exhortaba así a santa Inés de Praga, princesa bohemia que se había hecho clarisa: "Llégate a esta dulcísima Madre, que engendró un Hijo que los cielos no podían contener, pero ella lo acogió en el estrecho claustro de su santo vientre y lo llevó en su seno virginal" (Carta tercera a Inés de Praga, 18-19).
La figura de María acompañó el camino vocacional de la santa de Asís hasta el final de su vida. Según un significativo testimonio dado durante su proceso de canonización, en el momento en que Clara estaba a punto de morir, la Virgen se acercó a su lecho e inclinó la cabeza sobre ella, cuya vida había sido una radiante imagen de la suya.
4. Sólo la opción exclusiva por Cristo crucificado, que realizó con ardiente amor, explica la decisión con la que santa Clara se adentró en el camino de la "altísima pobreza", expresión que encierra en su significado la experiencia de desprendimiento vivida por el Hijo de Dios en la Encarnación. Al llamarla "altísima", santa Clara quería expresar en cierto modo el anonadamiento del Hijo de Dios, que la llenaba de asombro: "Tal y tan gran Señor —escribió—, descendiendo al seno de la Virgen, quiso aparecer en el mundo hecho despreciable, indigente y pobre, a fin de que los hombres, que eran pobrísimos e indigentes, y sufrían el hambre del alimento celestial, llegaran a ser ricos, mediante la posesión del reino de los cielos" (Carta primera a Inés de Praga, 19-20). Percibía esta pobreza en toda la experiencia terrena de Jesús, desde Belén hasta el Calvario, donde el Señor "desnudo permaneció en el patíbulo" (Testamento de santa Clara, 45).
Seguir al Hijo de Dios, que se ha hecho nuestro camino, representaba para ella no desear más que sumergirse con Cristo en la experiencia de una humildad y de una pobreza radicales, que implicaban todos los aspectos de la experiencia humana, hasta el desprendimiento de la cruz. La opción por la pobreza era para santa Clara una exigencia de fidelidad al Evangelio, hasta el punto de que la impulsó a pedir al Papa un "privilegio de pobreza", como prerrogativa de la forma de vida monástica iniciada por ella. Insertó este "privilegio", defendido tenazmente durante toda su vida, en la Regla que recibió la confirmación papal en la antevíspera de su muerte, con la bula Solet annuere, del 9 de agosto de 1253, hace 750 años.
5. La mirada de santa Clara permaneció hasta el final fija en el Hijo de Dios, cuyos misterios contemplaba sin cesar. Tenía la mirada amante de la esposa, llena del deseo de una comunión cada vez más plena. En particular, se entregaba a la meditación de la Pasión, contemplando el misterio de Cristo, que desde lo alto de la cruz la llamaba y la atraía. Escribió: "¡Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor! No hay sino responder, con una sola voz y un solo espíritu, a su clamor y gemido: No se apartará de mí tu recuerdo y dentro de mí se derretirá mi alma" (Carta cuarta a Inés de Praga, 25-26). Y exhortaba: "Déjate abrasar, por lo tanto, ...cada vez con mayor fuerza por este ardor de caridad... y grita con todo el ardor de tu deseo y de amor: Llévame en pos de ti, Esposo celestial" (ib., 27-29).
Esta comunión plena con el misterio de Cristo la introdujo en la experiencia de la inhabitación trinitaria, en la que el alma toma cada vez mayor conciencia de que Dios mora en ella: "Mientras los cielos, con todas las otras cosas creadas, no pueden contener a su Creador, en cambio el alma fiel, y sólo ella, es su morada y su trono, y ello solamente por efecto de la caridad, de la que carecen los impíos" (Carta tercera a Inés de Praga, 22-23).
6. La comunidad reunida en San Damián, guiada por santa Clara, eligió vivir según la forma del santo Evangelio en una dimensión contemplativa claustral, que se distinguía como un "vivir comunitariamente en unidad de espíritus" (Regla de santa Clara, Prólogo, 5), según un "modo de santa unidad" (ib., 16). La particular comprensión que tuvo santa Clara del valor de la unidad en la fraternidad parece referirse a una madura experiencia contemplativa del Misterio trinitario. En efecto, la auténtica contemplación no se aísla en el individualismo, sino que realiza la verdad de ser uno en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Santa Clara no sólo organizó en su Regla la vida fraterna en torno a los valores del servicio recíproco, de la participación y de la comunión, sino que también se preocupó de que la comunidad estuviera sólidamente edificada sobre "la unión del mutuo amor y de la paz" (cap. IV, 22), y también de que las hermanas fueran "solícitas siempre en guardar unas con otras la unidad del amor recíproco, que es vínculo de perfección" (cap. X, 7).
En efecto, estaba convencida de que el amor mutuo edifica la comunidad y produce un crecimiento en la vocación; por eso, en su Testamento exhortaba: "Y amándoos mutuamente en la caridad de Cristo, manifestad externamente, con vuestras obras, el amor que os tenéis internamente, a fin de que, estimuladas las hermanas con este ejemplo, crezcan continuamente en el amor de Dios y en la recíproca caridad" (59-60).
7. Santa Clara percibió este valor de la unidad también en su dimensión más amplia. Por eso, quiso que la comunidad claustral se insertara plenamente en la Iglesia y se arraigara sólidamente en ella con el vínculo de la obediencia y la sumisión filial (cf. Regla, cap. I, XII). Era muy consciente de que la vida de las monjas de clausura debía ser espejo para las demás hermanas llamadas a seguir la misma vocación, así como testimonio luminoso para cuantos vivían en el mundo.
Los cuarenta años que vivió dentro del pequeño monasterio de San Damián no redujeron los horizontes de su corazón, sino que dilataron su fe en la presencia de Dios, que realiza la salvación en la historia. Son conocidos los dos episodios en los que, con la fuerza de su fe en la Eucaristía y con la humildad de la oración, santa Clara obtuvo la liberación de la ciudad de Asís y del monasterio del peligro de una inminente destrucción.
8. No podemos dejar de destacar que a 750 años de la confirmación pontificia, la Regla de santa Clara conserva intacta su fascinación espiritual y su riqueza teológica. La perfecta consonancia de valores humanos y cristianos, y la sabia armonía de ardor contemplativo y de rigor evangélico, la confirman para vosotras, queridas clarisas del tercer milenio, como un camino real que es preciso seguir sin componendas o concesiones al espíritu del mundo.
A cada una de vosotras santa Clara dirige las palabras que dejó a Inés de Praga: "¡Dichosa tú, a quien se concede gozar de este sagrado convite, para poder unirte con todas las fibras de tu corazón a Aquel, cuya belleza es la admiración incansable de los escuadrones bienaventurados del cielo" (Carta cuarta a Inés de Praga, 9-10).
Este centenario os brinda la oportunidad de reflexionar en el carisma típico de vuestra vocación de clarisas. Un carisma que se caracteriza, en primer lugar, por ser una llamada a vivir según la perfección del santo Evangelio, con una clara referencia a Cristo, como único y verdadero programa de vida. ¿No es este un desafío para los hombres y las mujeres de hoy? Es una propuesta alternativa a la insatisfacción y a la superficialidad del mundo contemporáneo, que a menudo parece haber perdido su identidad, porque ya no percibe que ha sido creado por el amor de Dios y que él lo espera en la comunión sin fin.
Vosotras, queridas clarisas, realizáis el seguimiento del Señor en una dimensión esponsal, renovando el misterio de virginidad fecunda de la Virgen María, Esposa del Espíritu Santo, la mujer perfecta. Ojalá que la presencia de vuestros monasterios totalmente dedicados a la vida contemplativa sea también hoy "memoria del corazón esponsal de la Iglesia" (Verbi Sponsa, 1), llena del ardiente deseo del Espíritu, que implora incesantemente la venida de Cristo Esposo (cf. Ap 22, 17).
Ante la necesidad de un renovado compromiso de santidad, santa Clara da también un ejemplo de la pedagogía de la santidad que, alimentándose de una oración incesante, lleva a convertirse en contempladores del rostro de Dios, abriendo de par en par el corazón al Espíritu del Señor, que transforma toda la persona, la mente, el corazón y las acciones, según las exigencias del Evangelio.
9. Mi deseo más vivo, avalado por la oración, es que vuestros monasterios sigan presentando a la generalizada exigencia de espiritualidad y oración del mundo actual la propuesta exigente de una plena y auténtica experiencia de Dios, uno y trino, que se convierta en irradiación de su presencia de amor y salvación.
Que os ayude María, la Virgen de la escucha. Que intercedan por vosotras santa Clara y las santas y beatas de vuestra Orden.
Os aseguro un recuerdo cordial por vosotras, queridas hermanas, y por cuantos comparten con vosotras la gracia de este significativo acontecimiento jubilar, y a todos imparto de corazón una especial bendición apostólica.
Vaticano, 9 de agosto de 2003
JUAN PABLO II
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