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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
ALEMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DOMINICANA ANTE LA SANTA SEDE

Lunes 15 de diciembre de 2003

 

Señor Embajador:

1. Le recibo con mucho gusto en este solemne acto de presentación de las Cartas Credenciales que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Dominicana ante la Santa Sede, y le agradezco sinceramente las amables palabras que ha tenido a bien dirigirme.

Le quedo muy reconocido por sus expresiones de felicitación con motivo de la reciente celebración del los XXV años de mi elección a la Cátedra de San Pedro, a la cual el Supremo Pastor quiso llamarme para prestar este servicio a la Iglesia y, por extensión, a la humanidad. Por eso, le agradezco mucho sus oraciones para que Dios me siga confortando con su ayuda en el ejercicio de este ministerio eclesial.

2. Vuestra Excelencia viene a representar a una Nación que, como ha recordado Usted en su discurso, se siente profundamente católica. Sobre el suelo de lo que es hoy la República Dominicana se celebró la primera Misa en los inicios de la Evangelización del continente americano, y más tarde se administraron los primeros bautismos de indígenas. Con estos dos Sacramentos crece y se edifica la Iglesia de Cristo y así se puede decir que fue en la Isla Hispaniola donde nació la Iglesia católica en América. Desde allí partieron luego los evangelizadores hacia la tierra firme americana; aquellos hombres que iban a anunciar a Jesucristo, a defender la dignidad inviolable y los derechos de los pueblos indígenas, a favorecer su promoción integral y la hermandad entre todos los miembros de la gran familia humana.

En un período relativamente corto los senderos de la fe atravesaron la geografía dominicana. El Papa Julio II apenas iniciado el siglo XVI erigió en la Isla Hispaniola la Iglesia Metropolitana de Yaguate, con las sufragáneas de Bainoa y Maguá, primeras del Nuevo Mundo. Estas diócesis fueron sin embargo suprimidas tiempo después y el mismo Pontífice el 8 de agosto de 1511 erigiría definitivamente las diócesis de Santo Domingo, Concepción de la Vega y San Juan, como sufragáneas de la Sede Metropolitana de Sevilla. Para celebrar esos quinientos años de existencia el Episcopado dominicano prepara un Plan Nacional de Pastoral de Evangelización, al que deseo desde ahora los mejores frutos.

En estos cinco siglos la Iglesia ha acompañado el caminar del pueblo dominicano, anunciándole los principios cristianos, que son fuente de sólida esperanza e infunden un renovado dinamismo a la sociedad, y llevando a cabo su obra de evangelización y promoción humana, acciones que no se contraponen sino que están íntimamente vinculadas, pues "la promoción humana ha de ser la consecuencia lógica de la evangelización, la cual tiende a la liberación integral de la persona" (Discurso en Santo Domingo, 12.X.1992, 13).

3. La Santa Sede se complace por las buenas relaciones entre la Iglesia y el Estado, y formula fervientes votos para que continúen incrementándose en el futuro. Existe un amplio campo en el que confluyen y se interrelacionan las propias competencias y acciones, tal como recoge el Concilio Vaticano II.

Es justo reconocer la acción llevada a cabo en su País a través de las diócesis, las parroquias, las comunidades religiosas y los movimientos de apostolado. Deseo, al respecto, mencionar la acción eclesial en favor de los discapacitados, los enfermos de sida, las minorías étnicas, los emigrantes y refugiados. También es motivo de gozo la presencia de la Iglesia en el campo educativo, a través de una Universidad Pontificia en Santiago con un recinto también en la Ciudad Capital, cuatro Universidades Católicas, varios Institutos Técnicos, Institutos Politécnicos Femeninos y casi trescientos Centros educativos y escuelas parroquiales. Además otras instituciones de la Iglesia católica ofrecen una aportación significativa en el esfuerzo común por fomentar una sociedad más justa y atenta a las necesidades de sus miembros más débiles.

4. Aunque en su servicio a la sociedad no le incumbe a la Iglesia proponer soluciones de orden político y técnico, sin embargo debe y quiere señalar las motivaciones y orientaciones que provienen del Evangelio para iluminar la búsqueda de respuestas y soluciones. En la raíz de los males sociales, económicos y políticos de los pueblos suele estar el repudio u olvido de los genuinos valores éticos, espirituales y transcendentes. Es misión de la Iglesia recordarlos, defenderlos y consolidarlos, particularmente en el momento actual, en el que causas internas y externas han producido en su país un grave deterioro y un cierto descenso de la calidad de vida de los dominicanos. En la solución de esos problemas no debe olvidarse que el bien común es el objetivo a conseguir, para lo cual, la Iglesia, sin pretender competencias ajenas a su misión, presta su colaboración al gobierno y a la sociedad.

En el mundo de hoy no basta limitarse a la ley del mercado y su globalización; hay que fomentar la solidaridad, evitando los males que se derivan de un capitalismo que pone el lucro por encima de la persona y la hace víctima de tantas injusticias. Un modelo de desarrollo que no tuviera presente y no afrontara con decisión esas desigualdades no podría prosperar de ningún modo.

Los que más sufren en las crisis son siempre los pobres. Por eso, deben ser el objetivo especial de los desvelos y atención del Estado. La lucha contra la pobreza no debe reducirse a mejorar simplemente sus condiciones de vida, sino a sacarlos de esa situación creando fuentes de empleo y asumiendo su causa como propia. Es importante incidir en la importancia de la educación y la formación como elementos en la lucha contra la pobreza, así como en el respeto de los derechos fundamentales, que no pueden ser sacrificados en aras de otros objetivos, pues eso atentaría contra la verdadera dignidad del ser humano.

5. Antes de concluir este encuentro deseo expresarle, Señor Embajador, mi cercanía a todos los afectados por el terremoto del pasado mes de septiembre y las recientes inundaciones. Deseo alabar la solidaridad efectiva de las otras regiones de la misma República Dominicana y de otros Países del Caribe. Pido al Señor que conceda a los damnificados fortaleza y capacidad de entrega generosa para hacer frente a las devastaciones sufridas y que no les falte, con prontitud, la ayuda necesaria para poder continuar la vida ordinaria.

6. Finalmente me complace formularle mis mejores votos para que la misión que hoy inicia sea fecunda en copiosos frutos y éxitos. Le ruego, de nuevo, que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante el Señor Presidente de la República y las demás las Autoridades de su País, mientras invoco la bendición de Dios, por intercesión de la Virgen de Altagracia, que venerada desde 1541 acompaña con su presencia amorosa a los fieles de esa noble Nación, sobre Usted, sobre su distinguida familia y colaboradores, y sobre los amadísimos hijos dominicanos.

 


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XXVI, 1 p. 979-982.  

 



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