DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS PÁRROCOS
DE ROMA AL INICIO DE LA CUARESMA
Jueves 26 de febrero de 2004
Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos sacerdotes romanos:
1. Me alegra este encuentro, que tiene lugar una vez más al inicio de la Cuaresma, pues me brinda la ocasión de veros, escucharos y compartir vuestras esperanzas y preocupaciones pastorales. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, agradeciéndoos vuestro servicio a la Iglesia de Roma. Saludo y doy las gracias al cardenal vicario, al vicegerente, a los obispos auxiliares y a quienes de entre vosotros me han dirigido la palabra.
Nos reunimos cuando están a punto de reanudarse mis encuentros con las parroquias de Roma, en las que la mayor parte de vosotros desempeña diariamente su ministerio. He deseado ardientemente este contacto directo con las comunidades parroquiales que aún no he podido visitar, porque forma parte de mi tarea de Obispo de esta Iglesia de Roma tan amada.
2. Las palabras del cardenal vicario, y después vuestras intervenciones, han puesto de relieve los diversos aspectos del programa pastoral centrado en la familia, en el que nuestra diócesis está comprometida durante este año y el próximo, en el marco de la «misión permanente» que, después del gran jubileo y de la experiencia positiva de la «misión ciudadana», constituye la línea fundamental de nuestra pastoral.
Queridos sacerdotes, poner la familia en el centro, o mejor, reconocer el carácter central de la familia en el plan de Dios sobre el hombre y, por tanto, en la vida de la Iglesia y de la sociedad, es una tarea irrenunciable, que ha animado mis veinticinco años de pontificado y, ya antes, mi ministerio sacerdotal y episcopal, así como mi compromiso de estudioso y de profesor universitario.
Por eso, me alegra mucho compartir con vosotros, en esta feliz ocasión, la solicitud por las familias de nuestra querida diócesis de Roma.
3. Nuestro servicio a las familias, para ser auténtico y provechoso, debe orientarse siempre hacia el manantial, es decir, hacia Dios, que es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Al crear por amor a la humanidad a su imagen, Dios ha inscrito en el hombre y en la mujer la vocación y, por tanto, la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. Esta vocación puede realizarse de dos modos específicos: el matrimonio y la virginidad. Por consiguiente, ambos son, cada uno en su forma propia, una concreción de la verdad más profunda del hombre, de su ser a imagen de Dios (cf. Familiaris consortio, 11).
Así pues, el matrimonio y la familia no pueden considerarse un simple producto de las circunstancias históricas, o una superestructura impuesta desde fuera al amor humano. Al contrario, son una exigencia interior de este amor, para que pueda realizarse en su verdad y en su plenitud de entrega recíproca. También las características de la unión conyugal que hoy a menudo se descuidan o se rechazan, como su unidad, su indisolubilidad y su apertura a la vida, se requieren para que el pacto de amor sea auténtico. Precisamente así, el vínculo que une al hombre y a la mujer se transforma en imagen y símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo, que alcanza en Jesucristo su realización definitiva. Por eso, entre los bautizados el matrimonio es sacramento, signo eficaz de gracia y salvación.
4. Amadísimos sacerdotes de Roma, no nos cansemos jamás de proponer, anunciar y testimoniar esta gran verdad del amor y del matrimonio cristiano. Ciertamente, nuestra vocación no es la del matrimonio, sino la del sacerdocio y la virginidad por el reino de Dios. Pero precisamente en la virginidad, acogida y conservada con alegría, estamos llamados a vivir también nosotros, de manera diversa pero igualmente plena, la verdad del amor, entregándonos totalmente, con Cristo, a Dios, a la Iglesia y a nuestros hermanos los hombres.
Así, nuestra virginidad «mantiene viva en la Iglesia la conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de toda reducción y de todo empobrecimiento» (Familiaris consortio, 16).
5. He destacado muchas veces el papel fundamental e insustituible que compete a la familia, tanto en la vida de la Iglesia como en la de la sociedad civil. Pero precisamente para sostener a las familias cristianas en sus arduas tareas es necesaria nuestra solicitud pastoral de sacerdotes.
Por eso, en la exhortación apostólica Familiaris consortio, recordé que el obispo es «el primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis» (n. 73). Análogamente, queridos sacerdotes, vuestra responsabilidad con respecto a las familias «se extiende no sólo a los problemas morales y litúrgicos, sino también a los de carácter personal y social» (ib.). Estáis llamados, en particular, a «sostener a la familia en sus dificultades y sufrimientos» (ib.), acompañando a sus miembros y ayudándoles a vivir su vida de esposos, de padres y de hijos a la luz del Evangelio.
6. En el cumplimiento de esta gran misión muchos sacerdotes podrán encontrar una gran ayuda en la experiencia vivida en su familia de origen y en el testimonio de fe y de confianza en Dios, de amor y de entrega, de capacidad de sacrificio y de perdón dado por sus padres y parientes. Sin embargo, el mismo contacto diario con las familias cristianas confiadas a nuestro ministerio nos brinda ejemplos siempre renovados de vida según el Evangelio, y así nos estimula e impulsa a vivir, también nosotros, con fidelidad y alegría, nuestra vocación específica.
Por eso, amadísimos sacerdotes, debemos considerar nuestro apostolado con las familias como una fuente de gracia, un don que el Señor nos hace, antes aún que como un preciso deber pastoral.
Así pues, no tengáis miedo de prodigaros en favor de las familias, de dedicarles vuestro tiempo y vuestras energías, los talentos espirituales que el Señor os ha dado. Sed para ellas amigos solícitos y dignos de confianza, además de pastores y maestros. Acompañadlas y sostenedlas en la oración, proponedles con verdad y amor, sin reservas o interpretaciones arbitrarias, el evangelio del matrimonio y de la familia. Estad espiritualmente cerca de ellas en las pruebas que la vida reserva a menudo, ayudándoles a comprender que la Iglesia es siempre para ellas madre, además de maestra. Enseñad también a los jóvenes a comprender y apreciar el verdadero significado del amor, y a prepararse así a formar familias cristianas auténticas.
7. Los comportamientos equivocados y a veces aberrantes que públicamente se proponen e, incluso, se ostentan y se exaltan, y el mismo contacto diario con las dificultades y las crisis que muchas familias atraviesan, pueden suscitar en nosotros la tentación del desaliento y la resignación.
Amadísimos sacerdotes de Roma, con la ayuda de Dios debemos vencer precisamente esta tentación, ante todo dentro de nosotros mismos, en nuestro corazón y en nuestra mente. En efecto, no ha cambiado el designio de Dios, que ha inscrito en el hombre y en la mujer la vocación al amor y a la familia. No es menos fuerte hoy la acción del Espíritu Santo, don de Cristo muerto y resucitado. Y ningún error y ningún pecado, ninguna ideología y ningún engaño humano pueden suprimir la estructura profunda de nuestro ser, que necesita ser amado y, a su vez, es capaz de amor auténtico.
Por eso, cuanto mayores sean las dificultades, tanto más fuerte ha de ser nuestra confianza en el presente y en el futuro de la familia, y mucho más generoso y apasionado debe ser nuestro servicio de sacerdotes a las familias.
Amadísimos sacerdotes, gracias por este encuentro. Con esta confianza y con estos deseos os encomiendo a cada uno de vosotros y a cada familia de Roma a la Sagrada Familia de Nazaret, y os bendigo de corazón a vosotros y a vuestras comunidades.
Palabras de Su Santidad al final del encuentro
«Est tempus concludendi», especialmente viendo a estos hermanos nuestros que durante todo el tiempo han permanecido de pie, porque faltaban sillas, algunas sillas más: somos muchos.
Quisiera agradecer al cardenal vicario y al Colegio episcopal de Roma la preparación de este encuentro. Ahora quisiera sintetizar un poco.
En primer lugar, Roma: ¿qué quiere decir Roma? Ciudad petrina. Y cada parroquia es petrina. Son 340 las parroquias de Roma. Ya he visitado 300. Me faltan 40. Pero ya este sábado comenzaremos a completar el número de visitas. Esperemos que todo vaya bien.
Además, Roma no está constituida sólo por parroquias: también tiene seminarios, universidades y otras instituciones. De todas estas instituciones se ha hablado también, directa o indirectamente, durante este encuentro.
El tema es la familia. Familia quiere decir: «Varón y mujer los creó». Quiere decir: amor y responsabilidad. De estas dos palabras derivan todas las consecuencias. Se ha oído hablar mucho de estas consecuencias a propósito del matrimonio, de la familia, de los padres, de los hijos y de la escuela.
Os doy las gracias a todos vosotros porque habéis ilustrado estas consecuencias, estas realidades. Ciertamente, esta preocupación pertenece a la parroquia. Desde hace tiempo, desde que estaba en Cracovia, aprendí a vivir junto a los matrimonios, junto a las familias. También he seguido de cerca el camino que conduce a dos personas, un hombre y una mujer, a crear una familia y, con el matrimonio, a convertirse en esposos, en padres, con todas las consecuencias que conocemos.
Gracias a vosotros, porque vuestra solicitud pastoral se dirige a las familias y porque tratáis de resolver los problemas que la familia puede tener. Os deseo una buena continuación en este campo importantísimo, porque de la familia dependen el futuro de la Iglesia y el futuro del mundo. Os deseo que preparéis este buen futuro para Roma, para vuestra patria, Italia, y para el mundo. ¡Felicidades!
Aquí está el texto que había preparado, pero me lo he saltado. Lo encontraréis en «L'Osservatore Romano».
Aquí están escritas algunas frases en dialecto romano: «Manos a la obra», «querámonos bien», «somos romanos». No he aprendido el dialecto romano: ¿significa que no soy un buen Obispo de Roma?
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