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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE AUSTRALIA EN VISITA "AD LIMINA"


Viernes 26 de marzo de 2004

 

Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado:

1. "Gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro" (1 Tm 1, 2). Con afecto fraterno os doy una cordial bienvenida a vosotros, obispos de Australia. Agradezco al arzobispo Carroll los buenos deseos y los amables sentimientos que ha expresado en vuestro nombre. Los intercambio con afecto y os aseguro mis oraciones por vosotros y por quienes están confiados a vuestra solicitud pastoral. Vuestra primera visita "ad limina Apostolorum" en este nuevo milenio es una ocasión para dar gracias a Dios por el inmenso don de la fe en Jesucristo, que ha sido acogido y conservado por los pueblos de vuestro país (cf. Ecclesia in Oceania, 1). Como servidores del Evangelio para la esperanza del mundo, vuestra peregrinación para ver a Pedro (cf. Ga 1, 18) afirma y consolida la colegialidad que da origen a la unidad en la diversidad y salvaguarda la integridad de la tradición transmitida por los Apóstoles (cf. Pastores gregis, 57).

2. La llamada de nuestro Señor, "Seguidme" (Mt 4, 19), es tan válida hoy como lo fue entonces a orillas del lago de Galilea, hace más de dos mil años. La alegría y la esperanza del seguimiento de Cristo marcan la vida de innumerables sacerdotes, religiosos y fieles laicos australianos que se esfuerzan por responder, juntos, a la llamada de Cristo, haciendo que su verdad influya en la vida eclesial y civil de vuestra nación. Pero también es cierto que la perniciosa ideología del secularismo ha encontrado terreno fértil en Australia. En la raíz de este inquietante desarrollo está el intento de promover una visión de la humanidad sin Dios. El secularismo exagera el individualismo, rompe el vínculo esencial entre libertad y verdad, y corroe la relación de confianza que caracteriza una vida social auténtica. Vuestras relaciones describen de modo inequívoco algunas de las consecuencias destructivas de este eclipse del sentido de Dios:  el debilitamiento de la vida familiar; el alejamiento de la Iglesia; una visión limitada de la vida, que no consigue despertar en las personas la llamada sublime a "orientarse hacia una verdad que la trasciende" (Fides et ratio, 5).

Ante estos desafíos, cuando hay viento contrario (cf. Mc 6, 48), el Señor mismo nos dice:  "¡Ánimo!, soy yo, no temáis" (Mc 6, 50). Confiando firmemente, también vosotros podéis disipar el temor y el miedo. Especialmente en una cultura del "aquí y ahora", los obispos deben destacar como profetas, testigos y servidores intrépidos de la esperanza de Cristo (cf. Pastores gregis, 3). Al proclamar esta esperanza, que brota de la cruz, espero que guiéis a los hombres y mujeres desde las sombras de la confusión moral y el modo de pensar ambiguo hacia el esplendor de la verdad y del amor de Cristo. En efecto, sólo mediante la comprensión del destino final —la vida eterna en el cielo— pueden explicarse las numerosas alegrías y ctristezas de cada día, permitiendo a las personas afrontar el misterio de su vida con confianza (cf. Fides et ratio, 81).

3. El testimonio de esperanza que da la Iglesia (cf. 1 P 3, 15) es especialmente fuerte cuando se reúne para el culto. La misa dominical, por su especial solemnidad, por la presencia obligatoria de los fieles y por celebrarse en el día en que Cristo venció a la muerte, expresa con gran énfasis la dimensión eclesial propia de la Eucaristía:  el misterio de la Iglesia se hace presente de un modo más palpable (cf. Dies Domini, 34). En consecuencia, el domingo es el "día supremo de la fe", "un día indispensable", "el día de la esperanza cristiana".

Todo debilitamiento de la observancia dominical de la santa misa debilita el seguimiento de Cristo y ofusca la luz del testimonio de su presencia en nuestro mundo. Cuando el domingo pierde su significado fundamental y se subordina al concepto secular de "fin de semana", dominado por cosas como el entretenimiento y el deporte, la gente se encierra en un horizonte tan estrecho, que ya no logra ver el cielo (cf. Dies Domini, 4). En vez de sentirse verdaderamente satisfecha o revitalizarse, permanece atrapada en una búsqueda sin sentido de la novedad y privada de la frescura perenne del "agua viva" (Jn 4, 11) de Cristo. Aunque la secularización del día del Señor os causa naturalmente mucha preocupación, os puede consolar la fidelidad del Señor mismo, que sigue invitando a su pueblo con un amor que desafía y llama (cf. Ecclesia in Oceania, 3). A la vez que exhorto a los queridos fieles de Australia —y de modo especial a los jóvenes— a permanecer fieles a la celebración de la misa dominical, hago mías las palabras de la carta a los Hebreos:  "Mantengamos firme la confesión de la esperanza (...) sin abandonar vuestra propia asamblea, (...) antes bien, animándoos" (Hb 10, 23-25).

A vosotros, los obispos, os aconsejo que, como moderadores de la liturgia, deis prioridad pastoral a programas catequísticos que  instruyan a los fieles sobre el verdadero significado del domingo y los estimulen a observarlo plenamente. Para este fin, os remito a mi carta apostólica Dies Domini. Describe la índole peregrina y escatológica del pueblo de Dios, que puede quedar fácilmente ofuscada  hoy por una concepción sociológica superficial de la comunidad. Como memoria de un acontecimiento pasado y celebración de la presencia viva del Señor resucitado en medio de su pueblo, el domingo también mira a la gloria futura de su retorno y a la plenitud de la esperanza y la alegría cristianas.

4. Con la liturgia está íntimamente relacionada la misión de la Iglesia de evangelizar. Aunque la renovación litúrgica, ardientemente deseada por el concilio Vaticano II, justamente ha permitido una participación más activa y consciente de los fieles en sus funciones propias, dicha implicación no debe convertirse en un fin en sí mismo. "La finalidad de estar con Jesús es partir desde Jesús, con su poder y su gracia" (Ecclesia in Oceania, 3).

Precisamente esta dinámica articula la oración después de la comunión y el rito de conclusión de la misa (cf. Dies Domini, 45). Los discípulos de Cristo, enviados por el Señor mismo a la viña —la casa, el lugar de trabajo, las escuelas, las organizaciones cívicas—, no pueden "estar en la plaza parados" (Mt 20, 3), y aunque se inserten a fondo en la organización interna de la vida parroquial, no deben descuidar el mandato de evangelizar activamente a los demás (cf. Christifideles laici, 2). Renovados por la fuerza del Señor resucitado y de su Espíritu, los seguidores de Cristo deben volver a su "viña", ardiendo en deseos de "hablar" de Cristo y "mostrarlo" al mundo (cf. Novo millennio ineunte, 16).

5. La comunión que existe entre el obispo y sus sacerdotes exige que cada obispo se interese por el bienestar del presbiterio. La Declaración final del Encuentro interdicasterial de 1998 con una delegación de obispos australianos destacó, con mucha razón, la gran entrega de los sacerdotes que sirven a la Iglesia en Australia (cf. n. 19). A la vez que expreso mi aprecio por su incansable y generoso servicio, os invito a escuchar siempre a vuestros sacerdotes como un padre escucharía a su hijo. En un contexto secular como el vuestro, es muy importante que ayudéis a vuestros sacerdotes a comprender que su identidad espiritual debe caracterizar conscientemente toda su actividad pastoral. El sacerdote no es nunca un administrador o un mero defensor de un punto de vista particular. A imitación del buen Pastor, es un discípulo que trata de trascender sus limitaciones personales y alegrarse en una vida de intimidad con Cristo. Una relación de profunda comunión y amistad con Jesús, en la que el sacerdote habla habitualmente "de corazón a corazón con el Señor" (Instrucción El presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial, 27), alimentará su búsqueda de la santidad, enriqueciéndose no sólo a sí mismo, sino también a toda la comunidad a la que sirve.

Acogiendo la llamada universal a la santidad (cf. 1 Ts 4, 3), se realiza la vocación particular a la que Dios llama a cada persona. A este respecto, estoy seguro de que vuestras iniciativas para promover una cultura de la vocación y apreciar los diversos estados de la vida eclesial, que existen para que "el mundo crea" (Jn 17, 21), darán fruto. En cuanto a los jóvenes que responden generosamente a la llamada de Dios al sacerdocio, reafirmo una vez más que deben recibir toda vuestra ayuda mientras se esmeran por vivir una vida de sencillez, de castidad y de servicio humilde, a imitación de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, de quien se han de convertir en iconos vivientes (cf. Pastores dabo vobis, 33).

6. La contribución de los hombres y mujeres consagrados a la misión de la Iglesia y a la construcción de la sociedad civil ha sido sumamente valiosa para vuestra nación. Innumerables australianos se han beneficiado con el compromiso abnegado de los religiosos en el ministerio pastoral y en la dirección espiritual, así como en la educación, en el trabajo social y médico, y en la atención a los ancianos. Vuestros informes atestiguan vuestra admiración por esos hombres y mujeres, cuyo "don de sí mismos por amor al Señor Jesús y, en él, a cada miembro de la familia humana" (Vita consecrata, 3), enriquece tanto la vida de vuestras diócesis.

Este profundo aprecio por la vida consagrada va acompañado justamente por vuestra preocupación por la disminución de las vocaciones religiosas en vuestro país. Hace falta una claridad renovada para articular la contribución particular de los religiosos a la vida de la Iglesia:  una misión para hacer presente el amor de Cristo entre los hombres (cf. Instrucción Recomenzar desde Cristo:  un compromiso renovado de vida consagrada en el tercer milenio, n. 5). Esa claridad dará origen a un nuevo kairós, con religiosos que reafirmen con confianza su vocación y que, bajo la guía del Espíritu Santo, propongan de nuevo a los jóvenes el ideal de la consagración y de la misión. Los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, abrazados por amor a Dios, iluminan espléndidamente la fidelidad, el dominio de sí mismos y la libertad auténtica, necesarios para vivir la plenitud de vida a la que están llamados todos los hombres y mujeres. Con estos sentimientos, aseguro una vez más a los sacerdotes religiosos, a los hermanos y a las hermanas, que dan un testimonio vital siguiendo radicalmente las huellas de Cristo.

7. Queridos hermanos, agradezco vuestros esfuerzos constantes por sostener la unicidad del matrimonio como pacto para toda la vida, basado en el generoso don mutuo y en el amor incondicional. La enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la vida familiar estable ofrece una verdad salvífica a las personas y un fundamento sólido en el que pueden apoyarse las aspiraciones de vuestra nación. Explicar de forma incisiva y fiel la doctrina cristiana sobre el matrimonio y la familia es de suma importancia para oponerse a la visión secular, pragmática e individualista, que ha ganado terreno en el ámbito de la legislación e, incluso, cierta aceptación en la opinión pública (cf. Ecclesia in Oceania, 45). Es particularmente preocupante la tendencia creciente a equiparar al matrimonio otras formas de convivencia. Esto ofusca la verdadera naturaleza del matrimonio y viola su finalidad sagrada en el plan de Dios para la humanidad (cf. Familiaris consortio, 3).

Formar familias según el esplendor de la verdad de Cristo significa participar en la obra creadora de Dios. Esto está en el centro de la llamada a promover una civilización del amor. La Iglesia siente el mismo amor profundo de las madres y los padres por sus hijos, como siente también el dolor que experimentan los padres cuando sus hijos son víctimas de fuerzas y tendencias que los alejan del camino de la verdad, dejándolos desorientados y confundidos. Los obispos deben seguir apoyando a los padres que, a pesar de las dificultades sociales a menudo desconcertantes del mundo de hoy, pueden ejercer gran influencia y  ofrecer  horizontes más amplios de esperanza (cf. Pastores gregis, 51). El obispo tiene la tarea particular de asegurar que en la sociedad civil —incluyendo los medios de comunicación social y los sectores de la industria del entretenimiento— se sostengan y defiendan los valores del matrimonio y de la vida familiar (cf. ib., 52).

8. Por último, deseo expresar mi gratitud por la noble contribución que la Iglesia en Australia da a la realización de la justicia social y la solidaridad. Vuestro liderazgo en la defensa de los derechos fundamentales de los refugiados, de los emigrantes y de las personas que solicitan asilo político, y el apoyo al desarrollo que brindáis a los australianos indigentes, son ejemplos luminosos de la "práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano" (Novo millennio ineunte, 49), al que he invitado a toda la Iglesia. El papel creciente de Australia como líder en la región del Pacífico os brinda la oportunidad de responder a la necesidad urgente de un cuidadoso discernimiento del fenómeno de la globalización. La atenta solicitud por los pobres, los abandonados y los maltratados, y la promoción de una globalización de la caridad contribuirán en gran medida a indicar el camino de un desarrollo genuino que supere la marginación social y produzca beneficios económicos para todos (cf. Pastores gregis, 69).

9. Queridos hermanos, con afecto y gratitud fraterna os ofrezco estas reflexiones y os aseguro mis oraciones mientras apacentáis la grey que se os ha confiado. Unidos en vuestro anuncio de la buena nueva de Jesucristo, avanzad ahora con esperanza. Con estos sentimientos, os encomiendo a la protección de María, Madre de la Iglesia, y a la intercesión y guía de la beata María MacKillop. A vosotros, a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras diócesis, imparto cordialmente mi bendición apostólica.

 



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