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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Pelplin, 6 de junio de 1999

 

«Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28). Jesús conocía bien a su Madre. Sabía que escuchaba la palabra de Dios «con corazón bueno y recto» (Lc 8, 15). Sabía que ella la conservaba «fielmente» (cf. Lc 2, 51) en su corazón (cf. Lc 2, 19) y reflexionaba sobre su sentido (cf. Lc 1, 29). Ella, la Madre del Hijo de Dios, vivió con plena fidelidad a la palabra de Dios. Estaba sin cesar a la escucha de Dios; meditaba las palabras y los acontecimientos, acogiendo esa revelación con todo su ser, en la «obediencia de la fe».

El fruto primero y más perfecto de esa entrega a la palabra de Dios fue su maternidad virginal. Con fe acogió al Verbo eterno, que, por obra del Espíritu Santo, se hizo carne en ella para la salvación del hombre. Obediente a la voluntad del Padre, no sólo fue para el Hijo de Dios madre y protectora, sino también fiel colaboradora en la obra de la redención. El fruto de su vida maduró al pie de la cruz, donde humamente, del modo más trágico, se reveló la verdad de Dios, que es amor. Con el espíritu de este amor divino, obediente a la llamada del Hijo, nos acogió como hijos suyos en el apóstol san Juan. Y cuando, después de la resurrección y la ascensión de Cristo al cielo, perseveró en oración con los Apóstoles (cf. Hch 1, 14) y con ellos experimentó la venida del Espíritu Santo, se convirtió en Madre de la Iglesia que nacía. Esta maternidad mística se reveló plenamente en el misterio de la Asunción al cielo.

Desde entonces tenemos puesta incesantemente nuestra mirada en su ejemplo, orando para que ella, guía en la fe, nos enseñe a escuchar y cumplir toda palabra que Dios nos dirige. En efecto, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (cf. Lc 11, 28). Que la bienaventuranza de María se haga realidad también en nosotros, para que, escuchando y cumpliendo la palabra de Dios, como ella, seamos testigos de Dios, que es amor.

 



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