CARTA ENCICLICA
PAENITENTIAM AGERE *
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN XXIII
A LOS VENERABLES HERMANOS
PATRIARCAS, PRIMADOS,
ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS DE LUGAR
EN PAZ Y COMUNIÓN
CON LA SEDE APOSTÓLICA
SOBRE LA IMPETRACIÓN DE MÉRITOS
MEDIANTE LA PENITENCIA
POR EL FELIZ ÉXITO
DEL CONCILIO VATICANO II
Venerables hermanos: Salud y Bendición Apostólica.
Hacer penitencia por nuestros propios pecados, según la explícita enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo, constituye para el hombre pecador el medio de obtener el perdón y de alcanzar la salvación eterna. Es, pues, evidente cuán justificado está el designio de la Iglesia católica, dispensadora de los tesoros de la divina Redención, la cual ha considerado siempre la penitencia como condición indispensable para el perfeccionamiento de la vida de sus hijos y para su mejor futuro.
Por este motivo, en la Constitución Apostólica de indicción del Concilio Ecuménico Vaticano. II, quisimos dirigir a los fieles una invitación a prepararse dignamente para el gran acontecimiento, no sólo con la oración y con la práctica ordinaria de las virtudes cristianas, sino también con la mortificación voluntaria[1].
Aproximándose la apertura del Concilio, Nos parece muy natural renovar la misma exhortación con mayor insistencia, ya que el Señor, aun estando presente en su Iglesia “todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt 28, 20), se manifestará todavía más próximo a las mentes y a los corazones de los hombres a través de la persona de sus representantes, según sus mismas palabras: “Quien a vosotros escucha, a Mí me escucha” (Lc 10, 16).
Exhortación a la penitencia en el Antiguo Testamento.
El Concilio Ecuménico, siendo en realidad la reunión de los sucesores de los Apóstoles, a quienes el Salvador divino confió el mandato de enseñar a todas las gentes, instruyéndolas en observar todas las cosas que Él había mandado (cf. Mt 20, 19-20), quiere significar una más alta afirmación de los derechos divinos sobre la humanidad redimida por la sangre de Cristo y de los deberes que conducen a los hombres hacia su Dios y Salvador.
Ahora bien, sí interrogamos a los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, vemos que todos los gestos de los más solemnes encuentros entre Dios y la humanidad —para expresarnos en lenguaje humano— han estado siempre precedidos por una persuasiva exhortación a la oración y a la penitencia. En efecto, Moisés no entrega al pueblo hebreo las tablas de la Ley divina sino después que éste ha hecho penitencia por los pecados de idolatría y de ingratitud (cf Ex 32, 6-35; y 1Co 10, 7). Los profetas exhortan incesantemente al pueblo de Israel para que supliquen a Dios con corazón contrito a fin de cooperar al cumplimiento de los designios de la providencia que acompañan toda la historia del pueblo elegido. Conmovedora es entre todas la voz del Profeta Joel que resuena en la sagrada liturgia cuaresmal: “Así, pues, dice el Señor: Convertíos a Mí con todo vuestro corazón en el ayuno, en las lágrimas y en los suspiros, y desgarrad vuestros corazones y no vuestros vestidos. Entre el vestíbulo y el altar, los sacerdotes, ministros del Señor, llegarán y dirán: Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no abandones tu herencia al oprobio de ser dominada por las naciones” (Jl 2, 12-13, 17).
La penitencia en la enseñanza de Jesucristo y de los apóstoles
Más bien que atenuarse, tales invitaciones a la penitencia se hacen más solemnes con la venida del Hijo de Dios a la tierra. He aquí, en efecto, cómo Juan Bautista, el precursor del Señor, da comienzo a su predicación con el grito: “Haced penitencia, porque el Reino de los Cielos se acerca” (Mt 3, 1). Y Jesús mismo no inicia su ministerio con la revelación inmediata de las sublimes verdades de la fe, sino con la invitación a purificar la mente y el corazón de cuanto pudiera impedir la fructuosa acogida de la buena nueva: “Desde entonces en adelante comenzó Jesús a predicar y a decir: Haced penitencia, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Ibíd., 4, 17). Más aún que los profetas, el Salvador exige de sus oyentes un cambio total de mentalidad mediante el reconocimiento sincero e integral de los derechos de Dios, “he aquí que el Reino de Dios está en medio de vosotros” (Lc 17, 21); la penitencia es fuerza contra las fuerzas del mal; lo mismo nos enseña Jesucristo: “El Reino de los Cielos se gana por la fuerza y es presa de aquellos que le hacen violencia” (Mt 11, 12)).
Igual invitación resuena en la predicación de los Apóstoles. San Pedro, en efecto, habla a las turbas después de Pentecostés, con objeto de disponerlas a recibir también ellas el Sacramento de la regeneración en Cristo y los dones del Espíritu Santo, diciéndoles: “Haced penitencia y que cada uno se bautice en el nombre de Jesucristo, para la remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2, 38). Y el Apóstol de las Gentes advierte a los romanos que el Reino de Dios no consiste ni en la prepotencia ni en los goces desenfrenados de los sentidos, sino en el triunfo de la justicia y de la paz interior: “... porque el Reino de Dios no es comida y bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17-18).
No debe pensarse que la invitación a la penitencia se dirija solamente a aquellos que por primera vez han de entrar a formar parte del Reino de Dios. Todos los cristianos tienen realmente el deber y la necesidad de violentarse a sí mismos o para rechazar a sus propios enemigos espirituales o para conservar la inocencia bautismal, o para recobrar la vida de la gracia perdida mediante la transgresión de los divinos preceptos. Pues si es cierto que todos aquellos que se han hecho miembros de la Iglesia mediante el santo Bautismo participan de la belleza que Cristo le ha conferido, según las palabras de San Pablo: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella a fin de santificarla, limpiándola con el lavado de agua mediante la palabra de vida, para presentársela a sí gloriosa, sin mancha y sin arruga, o cualquier otra cosa, para que siga siendo santa e inmaculada” (Ef 5, 26-27), es verdad también que cuantos han manchado con graves culpas la cándida vestidura bautismal, deben temer mucho los castigos de Dios si no procuran hacerse de nuevo cándidos y esplendorosos mediante la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14), mediante el Sacramento de la penitencia y la práctica de las virtudes cristianas. También, pues, a ellos va dirigida la severa advertencia del Apóstol San Pablo: “Si cualquiera que viola la Ley de Moisés, sobre la deposición de dos o tres testimonios muere sin remisión alguna, ¿cuántos más acerbos suplicios habéis de pensar que se merece quien hay ofendido al Hijo de Dios y tenido como profana la sangre del Testamento con que fue santificado y haya hecho menosprecio al espíritu de gracia?... Cosa horrenda es caer en las manos de Dios vivo” (Hb 10, 28-30).
El pensamiento y la práctica de la Iglesia
Venerables hermanos: La Iglesia, esposa amada del Salvador divino, ha permanecido siempre santa e inmaculada en sí misma por la fe que la ilumina, por los sacramentos que la santifican, por las leyes que la gobiernan, por los numerosos miembros que la embellecen con el decoro de heroicas virtudes. Pero hay también hijos olvidadizos de su vocación y de su elección que prostituyen en sí mismos la belleza celestial y no reflejan en sí la divina semblanza de Jesucristo. Pues bien, Nos queremos dirigir a todos, más que palabras de reproche y de amenaza, una paternal exhortación a tener presente esta consoladora enseñanza del Concilio de Trento, eco fidelísimo de la doctrina católica: “Revestidos de Cristo en el Bautismo” (Ga 3, 27), por medio de él nos convertimos de hecho en una criatura nueva alcanzando la plena e integral remisión de todos los pecados; a tal novedad e integridad no podemos llegar, sin embargo, por medio del Sacramento de la penitencia sin nuestro gran dolor y fatiga, exigiéndose esto por la justicia divina, de modo que la penitencia ha sido justamente llamada por los Santos Padres una especie de laborioso bautismo[2].
El ejemplo de los precedentes Concilios
La exhortación a la penitencia, pues, como instrumento de purificación y de renovación espiritual no debe resonar como voz nueva en el oído del cristiano, sino como invitación del mismo Jesús que ha sido reiteradamente repetida por la Iglesia a través de la voz de la sagrada liturgia, de los Santos Padres y de los Concilios. Así es desde los siglos en que la Iglesia viene suplicando a Dios durante el tiempo de Cuaresma: “ut apud te meus nostra tuo desiderio fulgeat, quae se carnis maceratione castigat”[3], y también: “ut terrenis affectibus mitigatis, facilius caelestia capiamus” [4].
No es de sorprender si nuestros predecesores, al preparar la celebración de los Concilios Ecuménicos, se han preocupado de exhortar a los fieles a la penitencia saludable. Baste recordar algunos ejemplos:
Inocencio III, al aproximarse el Concilio Lateranense IV, exhortaba a los hijos de la Iglesia con estas palabras: “A la oración añádase el ayuno y la limosna, a fin de que por medio de estas dos alas nuestra oración vuele más fácil y más rápidamente a las oídos de Dios misericordiosísimo y nos escuche benévolamente en el momento oportuno”[5].
Gregorio X, con una carta dirigida a todos sus prelados y capellanes, dispuso que la solemne apertura del segundo Concilio Ecuménico de Lyón fuese precedida por tres días de ayuno[6].
Pío IX, por último, exhortó a todos los fieles a fin de que, en la purificación del alma de toda mancha de culpa o reato de pena se preparasen dignamente y en perfecta alegría a la celebración del Concilio Ecuménico Vaticano: “Pues es cosa manifiesta que las Plegarias de los hombres son más aceptas a Dios si se di rigen a Él con corazón limpio, es decir, con el alma purificada de toda culpa”[7].
Oportunas sugerencias como preparación al Concilio Ecuménico Vaticano II
Siguiendo el ejemplo de nuestros predecesores, también Nos, venerables hermanos, deseamos ardientemente invitar a todo el mundo católico —clero y laicado— a prepararse para la gran celebración conciliar con la oración, las buenas obras y la penitencia. Y puesto que la oración pública es el medio más eficaz para obtener las gracias divinas, según la promesa mismo de Cristo: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos” (Mt 28, 20), es preciso, pues, que los fieles todos sean “un corazón solo y un alma sola” (Hch 4, 32) como en los primeros tiempos de la Iglesia, e impetren de Dios, mediante la oración y la penitencia, que este extraordinaria acontecimiento produzca aquellos frutos saludables que están en la esperanza de todos, es decir, una tal reavivación de la fe católica, un tal reflorecimiento de caridad y de las buenas costumbres cristianas, que despierte, incluso en los hermanos separados, un vivo y eficaz deseo de unidad sincera y operante, en un único rebaño, bajo un solo pastor. A este fin, os exhortamos, venerables hermanos, a promover en cada una de las parroquias de las diócesis a cada uno de vosotros confiadas y en las proximidades del Concilio mismo, una solemne novena en honor del Espíritu Santo para invocar sobre los Padres del Concilio la abundancia de las luces celestiales y de las divinas gracias. A tal respecto, queremos poner a disposición de los fieles los bienes, el tesoro espiritual de la Iglesia, y por ello concedemos, a todos aquellos que tomen parte en la dicha novena, indulgencia plenaria, que se ganará en las condiciones acostumbradas.
Será también oportuno promover en cada una de las diócesis una función penitencial propiciatoria. Esta función deberá ser una ferviente invitación, acompañada de un particular curso de predicación, a practicar obras de misericordia y de penitencia mediante las cuales todos los fieles traten de hacerse propicios al Dios omnipotente e implorar de Él aquella verdadera renovación del espíritu cristiano que es uno de los principales objetivos del Concilio. Justamente observaba nuestro predecesor Pío XI, de venerada memoria: “La oración y la penitencia son los dos potentes medios puestos por Dios a disposición de nuestros tiempos para reconducir a Él a la humanidad miserable, aquí y allá errante y sin guía. Son dichos medios los que restituyen y reparan la causa primera principal de toda subversión, es decir, la rebelión del hombre contra Dios”[8].
Necesidad de la penitencia interna y externa
Ante todo es necesaria la penitencia interior, es decir, el arrepentimiento y la purificación de los propios pecados, que se obtiene especialmente con una buena confesión y comunión y con la asistencia al sacrificio eucarístico. A este género de penitencia deberán ser invitados todos los fieles durante la novena al Espíritu Santo. Serian vanas, en efecto, las obras exteriores de penitencia si no estuviesen acompañadas por la limpieza interior del alma y por el sincero arrepentimiento de los propios pecados. En este sentido debe entenderse la severa advertencia de Jesús: “Si no hacéis penitencia, todos por igual pereceréis” (Lc 13, 5). ¡Que Dios aleje este peligro de todos aquellos que nos fueron confiados!
Los fieles deben, además, ser invitados también a la penitencia exterior, ya para sujetar el cuerpo al imperio de la recta razón y de la fe, ya para expiar las propias culpas y la de los demás. El mismo San Pablo, que había subido al tercer cielo y había alcanzado los vértices de la santidad, no duda en afirmar de sí mismo: “Mortifico mi cuerpo y lo tengo en esclavitud” (1Co 9, 27); y en otro lugar advierte: “Aquellos que pertenecen a Cristo han crucificado la carne con sus deseos” (Ga 5, 24). Y San Agustín insiste sobre las mismas recomendaciones de esta manera: “No basta mejorar la propia conducta y dejar de practicar el mal, si no se da también satisfacción a Dios de las culpas cometidas por medio del dolor de la penitencia, de los gemidos de la humildad, del sacrificio del corazón contrito, unido a la limosna” [9].
La primera penitencia exterior que todos debemos hacer es la de aceptar de Dios con resignación y confianza todos los dolores y los sufrimientos que nos salen al paso en la vida y todo aquello que comporta fatiga y molestia en el cumplimiento exacto de las obligaciones de nuestro estado, en nuestro trabajo cotidiano y en el ejercicio de las virtudes cristianas. Esta penitencia necesaria no sólo vale para purificarnos, para hacernos propicios al Señor y para impetrar su ayuda por el feliz y fructuoso éxito del próximo Concilio Ecuménico, sino que también hace ligeras y casi suaves nuestras penas por cuanto nos pone ante los ojos la esperanza del premio eterno: “Los sufrimientos del tiempo presente no tienen comparación alguna con la gloria que se manifestará un día en nosotros” (Rm 8, 18).
Cooperar en la divina redención
Además de las penitencias que necesariamente hemos de afrontar por los dolores inevitables de esta vida mortal, es preciso que los cristianos sean generosos para ofrecer a Dios también voluntarias mortificaciones a imitación de nuestro divino Redentor, quien, según la expresión del Príncipe de los Apóstoles, “murió una vez por todas por los pecados, el justo por los injustos, a fin de conducirnos a Dios, llevado a la muerte en su carne, mas conducido a la vida en el espíritu” (1P 3, 18).
“Puesto que Cristo padeció en su carne”, revistámonos también nosotros “del mismo pensamiento” (Ibíd., 4, 1). Sírvannos en esto de ejemplo y aliento los santos de la Iglesia, cuyas mortificaciones en su cuerpo, a menudo inocentísimo, nos llenan de maravillas y casi nos confunden. Ante estos campeones de la santidad cristiana, ¿cómo no ofrecer al Señor alguna privación o pena voluntaria por parte también de los fieles que, quizá, tienen tantas culpas que expiar? Aquéllas son tanto más gratas a Dios cuanto que no proceden de la enfermedad natural de nuestra carne y de nuestro espíritu, sino que son espontánea y generosamente ofrecidas al Señor en holocausto de suavidad.
Es sabido, por último, que Concilio Ecuménico tiende a incrementar por nuestra parte la obra de la Redención que Nuestro Señor Jesucristo “oblatus… quia ipse voluit” (Is 53, 7), vino a traer a los a hombres no sólo con la revelación de su celestial doctrina, sino también con el derramamiento voluntario de su preciosa sangre. Pues bien, pudiendo cada uno de nosotros afirmar con el Apóstol San Pablo: “Gozo en lo que padezco... y cumplo en lo que falta a los padecimientos de Cristo en pro de su cuerpo, que es la Iglesia” (Co 1, 24), debemos gozar también nosotros de poder ofrecer a Dios nuestros sufrimientos “para la edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4, 12), que es la Iglesia. Nos debemos sentir tanto más alegres y honrados de ser llamados a esta participación redentora de la pobreza humana, muy a menudo desviada de la recta vía de la verdad y de la virtud.
Muchos, por desgracia, en vez de la mortificación y de la negación de sí mismos, impuestas por Jesucristo a todos sus seguidores con las palabras: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome todos los días su cruz y sígame” (Lc 9, 23), buscan más bien los placeres desenfrenados de la tierra y desvían y debilitan las energías más nobles del espíritu. Contra este modo de vivir desarreglado, que desencadena a menudo las más bajas pasiones y lleva a grave peligro de la salvación eterna es preciso que los cristianos reaccionen con la fortaleza de los mártires y de los santos que han ilustrado siempre la Iglesia católica. De este modo todos podrán contribuir, según su estado particular, al mayor éxito del Concilio Ecuménico Vaticano II, que debe conducir precisamente a un reflorecimiento de la vida cristiana.
Invitación final
Tras estas paternas exhortaciones, Nos confiamos, venerables hermanos, que no sólo vosotros mismos las acogeréis con entusiasmo, sino que estimularéis también a acogerlas a nuestros hijos del clero y del laicado esparcidos por todo el mundo. Si, como esperan todos, el próximo Concilio Ecuménico ha de aportar un grandísimo incremento de la religión católica; sí, en él resonará de modo aún más solemne el “verbum regni” de que se habla en la parábola del sembrador (Mt 13, 19); si queremos que por medio de él se consolide y se extienda cada vez más en el mundo el reino de Dios, el buen éxito de todo esto dependerá en gran parte de las disposiciones de aquellos a quienes se impartirán las enseñanzas de la verdad, de la virtud, del culto público y privado hacia Dios, de la disciplina, del apostolado misionero.
Por ello, venerables hermanos, procurad sin tardanza y por todos los medios a vuestro alcance que los cristianos confiados a vuestro cuidado purifiquen su espíritu con la penitencia y se enciendan en un mayor fervor de piedad, de modo que la buena simiente, que en aquellos días será más amplia y abundantemente esparcida, no sea desperdiciada por ellos, ni sofocada, sino que sea acogida por todos con ánimo bien dispuesto y perseverante, y obtengan del gran acontecimiento copiosos y duraderos frutos para su eterna salvación.
Por último, Nos pensamos que en el próximo Concilio se pueden justamente aplicar las palabras del Apóstol: “He aquí el tiempo aceptable, he aquí el día de la salud” (2Co 6, 2). Que responde a los designios de la Divina providencia de Dios, cuyos dones se distribuyen según las disposiciones de ánimo de cada uno. Por tanto, aquellos que quieren ser filialmente dóciles a Nos, que desde hace largo tiempo Nos esforzamos por preparar los corazones de los cristianos para este grandioso acontecimiento, presten diligentemente atención también a esta nuestra última invitación. Por ello, tras de Nuestro y vuestro ejemplo, venerables hermanos, los fieles —y en primer lugar los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los niños, los enfermos, los que sufren— eleven súplicas y realicen obras de penitencia a fin de obtener de Dios para su Iglesia aquella abundancia de luces y de auxilios sobrenaturales de los que en aquellos días tendrán especial necesidad. ¿Pues cómo podemos pensar que Dios no sea movido a una abundancia de gracias celestiales cuando de parte de sus hijos recibe tal abundancia de dones, que inspiran fervor de piedad y perfume de mirra?
Tras de todo, el pueblo cristiano, en obsequio a nuestra exhortación, dedicándose más intensamente a la oración y a la práctica de la mortificación, ofrecerá un admirable y conmovedor espectáculo de aquel espíritu de fe que debe animar indistintamente a todo hijo de la Iglesia. Esto no dejará de sacudir saludablemente también el alma de aquellos que, excesivamente preocupados y distraídos por las cosas terrenas, se han abandonado y descuidado en sus deberes religiosos.
Si todo esto se realiza, como es Nuestro deseo, y vosotros podéis mover a vuestras diócesis hacia Roma para la celebración del Concilio, trayendo con vosotros un tan rico tesoro de bienes espirituales, se podrá justamente esperar que surja una nueva y más fausta era para la iglesia católica.
Alentados con esta esperanza, impartimos de todo corazón a vosotros, venerables hermanos, al clero y al pueblo confiados a vuestros cuidados, la Bendición Apostólica, prenda de los favores celestiales y testimonio de nuestra paterna benevolencia.
Dado en Roma, junto al San Pedro, el 1 de julio de 1962, fiesta de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, año cuarto de Nuestro Pontificado.
JUAN PP XXIII
* AAS 54 (1962) 481; Discorsi Messaggi Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 916-926.
[1] Cf. Constitución Apostólica Humanae salutis; AAS 54 (1962) 12.
[2] Conc. Trid., Sess. XIV, doctrina de Sacramento Penitentiae, cap. 2; cf. S. Greg. Naz. Orat. 39, 17: PG 36, 356; S. Ion. Dam., De fide orth. 4, 9; PG 94, 11, 24.
[3] Orat. Fer. III post Dom. I Quadr.
[4] Orat. Fer. IV post Dom. IV Quadr.
[5] Epist. ad Concil. Later. IV spectantes, Epist. 28 ad fideles per Moguntinas provincias constitutos, in Mansi, Amplissimi Coll. Conc. 22, Paris et Leipzig, 1903, col. 959.
[6] cf. Mansi, op. men. 24, col. 62.
[7] Cf. Act et Decr. sacr. Concil. recent., Coll. Lac. tom. VII, Friburgo Brisg. 1890, col. 10.
[8] Litt. Enc. Caritate compulsi, AAS 25 (1932) 191.
[9] Serm. 351, 5, 12; PL 39, 1549.
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