RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
A LOS CATÓLICOS DE MALTA CON MOTIVO DEL XIX CENTENARIO
DEL ARRIBO DE SAN PABLO A LA ISLA*
Domingo 24 de julio de 1960
Venerables hermanos y queridos hijos de Malta:
Con profunda satisfacción os enviamos nuestro paternal saludo contentos de podernos dirigir directamente a vosotros a través de las ondas de la radio al clausurarse las fiestas del XIX Centenario del naufragio de San Pablo en vuestra isla.
Nuestras primeras palabras quieren ser de íntima complacencia por el fervor que habéis manifestado en esta circunstancia, que será escrita con letras de oro en los fastos de la historia religiosa de esa muy noble y católica isla, como la llamó nuestro Predecesor Pío XI, de venerable memoria. Desde el principio del año pasado preparasteis vuestros corazones para conmemorar el fausto acontecimiento respondiendo a las solicitudes pastorales del celoso Arzobispo Metropolitano, secundado por el Obispo de Gozo. Por eso podemos afirmar que no sólo ya durante tres meses, como cuentan los Hechos de los Apóstoles (28, 11), sino durante todo este tiempo ha surgido en medio de vosotros la figura del Apóstol Pablo para renovar el fervor, la emulación santa en el bien, la trasformación interior de los corazones conquistados durante su pasajera estancia de entonces, y para proclamar siempre más alto el anuncio de su Evangelio (Rom. 16, 25).
La voz de Pablo no resonó en vano en esta isla bendita. Impulsado por la voluntad de Dios, al que obedecen los vientos y el mar (Math. 8,27), después de catorce días de indecibles privaciones en el navío zarandeado por el huracán, su llegada a vosotros señaló el comienzo de una nueva era. La narración de los Hechos de los Apóstoles, que en la descripción de la tempestad y del naufragio tiene rasgos tan certeros de una extraordinaria fuerza dramática, parece como si en el pasaje de la estancia de Pablo en Malta se impregnase de una atmósfera serenamente íntima y familiar, como se disipan las nubes de la tempestad en el azul del cielo. Y como fondo a la gesta del Apóstol brilla con una luz purísima la actitud de aquellos primeros isleños, llenos "de tanta humanidad" (Act. 28, 1), cordiales, sencillos y sinceros, cuyo profundo sentimiento religioso fue tan generosamente premiado con la predicación del verdadero Dios,
¡Ah!, aunque vuestra isla, que como si se levantara del mar cual una perla de refulgente belleza, ya tuvo en su vida milenaria envidiables títulos de honor por su antiquísima civilización, por sus famosos templos, por la religiosidad de sus habitantes, sin embargo con la llegada de Pablo, acogido con tanta caridad y honrado con "tantos honores" (Act. 28, 10), había de comenzar su verdadera gloria, la más pura y noble, resplandeciente de luz durante los largos siglos de su historia dolorosa y heroica. Pues ¿qué otra cosa movió a vuestros padres a aquella fidelidad a Dios y a la Iglesia, a aquella adhesión a la unidad católica, que constituye vuestra mayor gloria? ¿Qué otra cosa ha convertido vuestra isla en avanzadilla del Cristianismo en medio de las agitaciones del Mediterráneo? Sólo la fe cristiana, que os trajo el Apóstol, "prisionero de Cristo Jesús" (Eph. 3, 1) y la sembró en los corazones como semilla de incomparable fecundidad.
Con mucha razón las fiestas del centenario, que hoy se clausuran, han tomado el significado de un triunfo de la fe cristiana, confesada públicamente a la faz de todo el mundo por vosotros, que queréis ser los dignos descendientes de los antiguos y buenos acogedores del Apóstol náufrago.
¡Queridos hijos!
Todavía todo habla del San Pablo en vuestra isla. El seguido siendo para vosotros "el Apóstol Padre" por excelencia, el que os engendró a la verdadera fe. De él hablan las numerosas iglesias y capillas consagradas a él, entre las que resplandece la iglesia catedral, erigidas en los lugares por donde pasó, pero sobre todo permanecieron vivas en vosotros sus palabras.
¡Oh, las santas y benditas palabras del Apóstol, qué luz y fuerza siguen infundiendo a la Iglesia; que mina inagotable de teología y de espiritualidad se descubre, como abismos insondables, en cada una de ellas, al revelarnos el misterio oculto por los siglos en Dios, nuestra salvación que nos alcanzó Cristo y nos comunica la Iglesia, su Cuerpo Místico! ¡Qué luz orientadora y qué fuerza de amor comunican a la sociedad actual, amenazada por tantos errores, sobre todo asolada por el cierzo del egoísmo y del mutuo recelo!
Queremos recordaros estas palabras, que durante todo el centenario habéis profundizado y saboreado, dirigiéndoos la invitación de Pablo: Sic state in Domino, ¡Permaneced firmes en el Señor! (Phil. 4, 1). Asimismo: "Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús, a que continuéis viviendo según nuestras enseñanzas, de cómo habéis de caminar y agradar a Dios, conforme ya lo venís haciendo, y que progreséis cada día más y más" (Thess. 4, 1).
Esta es, hermanos e hijos queridísimos, la consigna del Apóstol para vuestra vida de fieles católicos: permanecer firmes, caminar y agradar a Dios.
Permanecer firmes en el Señor, manteniendo aquella estabilidad y firmeza, propias de los hombres fuertes y valerosos. Firmes en la fe, frente a los halagos del error, con que Satanás, que a veces se trasfigura en ángel de luz, trata de relegar al olvido la sagrada herencia del Cristianismo. Firmes en la moral, en la práctica generosa de los diez Mandamientos, de los preceptos de la Iglesia y de las catorce obras de misericordia; resistiendo a las seducciones que aquí y allá dejan oír su voz de sirenas engañosas. Firmes en el Señor para conocerle, amarle y servirle, alimentados por la gracia de su misma vida eterna y sostenidos por su precioso Cuerpo, que es prenda de vida celestial y de futura gloria. Firmes en la obediencia fiel a la Sagrada Jerarquía, que entre vosotros representa al mismo Cristo, con la seguridad de vuestro auténtico obsequio a Dios.
Semejante estabilidad no significa, con todo, detenerse perezosamente en metas ya logradas y mucho menos falta de vida. Según la doctrina paulina, es necesario moverse, avanzar: caminar, es su vigorosa consigna. Lo repetiremos especialmente a la juventud, que tal vez se sienta tentada de pensar que la obediencia a las leyes del Señor y de su Iglesia significa una disminución, un freno y una limitación en la aspiración a la libre afirmación de la personalidad. Pues bien, no, queridos hijos, el verdadero cristiano, el que ha hecho suyas las enseñanzas y el ejemplo de San Pablo, ignora lo que quiere decir detenerse o lo que es peor, retroceder, sino que lleno de alegre esperanza y del deseo de mejorarse a sí mismo y al mundo, avanza serenamente, procurando constantemente el bien; profundizando continuamente en la altísima dignidad propia del que vive en Cristo, al que quiere conformar sus pensamientos, afectos, actividades y trabajos. Hay que seguir siempre perfeccionándose a sí mismos, procurar obrar bien, en paz con Dios y con el prójimo, persuadidos de que sólo así son modernos, completos, están al día, en una perspectiva que une el tiempo con la eternidad, la criatura con Dios. Una vez más habla el Apóstol; escuchadle: "Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1 Cor. 3, 22). Y de nuevo: "Considerad cuanto hay de verdadero, de digno, de honorable, de justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza" (Phil. 4, 8).
Caminar, por último, para agradar a Dios, que es el mayor y más noble fin de la vida y la fuente inagotable de las satisfacciones más puras. Vuestra historia, queridos hijos de Malta, se puede resumir en estas palabras: Desde el momento en que la religión cristiana arraigó en medio de vosotros, vuestros padres no quisieron hacer otra cosa que agradar a Dios con una vida intachable y una práctica ejemplar del Cristianismo.
¡Que ésta sea la promesa renovada que sube al cielo de miles de corazones en esta hora vespertina, llena de recogimiento y suavidad. Que ésta sea la promesa que venga a coronar dignamente la común alegría de vuestros corazones!
¡Que dulce es para Nos pensar que en este momento, en la solitaria penumbra de su Basílica de la vía ostiense, exultan los huesos del viejo Apóstol en el sepulcro para renovar el fervor y los sentimientos que él despertó un día en vuestra isla, y que del cielo descienda su protección portadora de constantes gracias sobre vuestra fervorosa y fiel comunidad fundada por él!
¡Oh Pablo de Tarso, vaso de elección para todas las gentes, que en tus infinitas peregrinaciones terrenas predicaste incansablemente a Cristo Crucificado, conquistando el mundo para El, protege con predilección paternal a este pueblo, que ha permanecido tuyo desde que te mostraste a él. Sé para él padre y maestro; tú le inspiraste en las pruebas, le fortaleciste en las luchas, le mantuviste con tu sabiduría y ejemplo. Haz que por tu poderosa intercesión esta isla, que es Civitas praenobilis, sea siempre tu herencia!
¡Queridos hijos! Este es nuestro deseo y nuestra súplica. Y deseamos de todo corazón que se cumpla en vosotros el ardiente deseo de vuestro Apóstol Padre, el anhelo que inspiró toda su vida misionera: "Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones y, arraigados y fundados en la caridad, podáis comprender en unión con todos los santos cuál es la anchura, la longura, la altura y la profundidad, y conocer la caridad de Cristo, que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios" (Eph. 3, 18-19).
En prenda de esta plenitud divina al dignísimo Cardenal, nuestro Legado, a los señores Cardenales presentes, al Episcopado y Clero, a los Autoridades, a vosotros, queridos hijos, a vuestras familias, vuestras casas y vuestra tierra, queremos bendecir con los mismos acentos de vuestra lengua maltesa: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
* AAS 52 (1960) 770-774; Discorsi, messaggi, colloqui, vol. II, págs. 438-443.
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