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PRIMER SÍNODO DIOCESANO DE ROMA

DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
A LAS RELIGIOSAS DE ROMA
*

Iglesia de San Ignacio
Viernes 29 de enero de 1960

 

Era muy natural que después de las jornadas sinodales reservadas exclusivamente por el Derecho canónico al clero de la Diócesis, y después del encuentro, palpitante de juventud, con las falanges prometedoras de los futuros levitas, Nos deseásemos detenernos en coloquio paternal con vosotras, amadas hijas en Cristo Jesús. De la alma ciudad de Roma, que ha florecido en todos los tiempos con almas santas y virginales consagradas a Dios, vosotras sois el jardín perfumado, la perla preciosa y escondida, la providente reserva de energías sobrenaturales; vosotras ofrecéis al ministerio sacerdotal una ayuda generosa y olvidada de sí misma, sobre todo por medio de la oración y luego con las varias formas de vuestra fisonomía externa, aprobada por la Iglesia.

Por esto Nos place confiaros con toda sencillez nuestras exhortaciones, para que podáis siempre caminar según la vocación a que habéis sido llamadas (Ef 4,1). Nuestra palabra quiere ser expresión de la delicada solicitud con que os sigue la Iglesia, con ojos temblorosos y alegres a la vez, como hace una madre con sus más queridos hijos.

Pues la Iglesia santa del Señor se enaltece y se embellece con la noble corona de las vírgenes, consagradas a la vida de oración y de sacrificio y a la práctica de las catorce obras de misericordia.

Vosotras lo sabéis bien: hoy como ayer, la voz de tantas almas privilegiadas, que quieren constituirse en asociación santa y aprobada; que esperan el aliento y las indicaciones de nuevas tareas, según las exigencias de los tiempos, encuentra buena acogida. Siempre y después de maduro examen y larga prueba de experiencia, como conviene a obras tan importantes y llenas de responsabilidades, la Iglesia toma como suyas tantas instituciones magníficas, cuyo diverso colorido recuerda la variedad y belleza de las flores.

Esta admirable florescencia de vírgenes, que ofrecen como ayuda de la jerarquía las dotes características con que Dios ha agraciado a la mujer de modo eminente, es verdaderamente digna de consideración, de respeto y de honor ante la faz del mundo. Nos no cesamos de repetirlo.

Con tal luz quiere presentarse esta reunión que con tanta oportunidad se inserta en las manifestaciones del Sínodo Romano. Y desde aquí Nos place enviar un saludo especialmente paternal a nuestras amadas hijas, a quienes la vida del claustro retiene en cada una de las casas de Roma y del mundo. A las religiosas de clausura corresponde la primacía en el servicio de Dios, que es plegaria incesante, desprendimiento absoluto de todo y de todos, amor al sacrificio, expiación por los pecados del mundo.

A ellas, que sentimos presentes con vosotras en la certeza consoladora de la comunión de los santos, antes que nada se dirige nuestro pensamiento de bendición y prosperidad. Pero, al tener que hablaros a vosotras, religiosas que representáis la falange compacta de las Instituciones Femeninas en contacto directo con las almas, Nos place buscar una palabra en el libro de la Imitación de Cristo que sin duda os es familiar, y aplicarla a vuestra vida y al ejercicio del apostolado a que os consagráis.

Al final del capítulo 48 del libro III, que invita a amar las cosas celestiales y a fijar el corazón en ellas encontramos estas palabras: Beatus ille homo, qui propter te Domine, omnibus creaturis licentiam abeundi tribuit... Escuchad, escuchad la dulce voz de la doctrina celestial: «Pero bienaventurado aquel que por tu amor da repudio a todo lo criado, que hace fuerza a su natural y crucifica con el fervor del espíritu los apetitos carnales, para que, serenada su conciencia, te ofrezca oración pura y sea digno de estar entre los coros angélicos, desechadas dentro y fuera de sí todas las cosas terrenas» (Imitación de Cristo, III, 48, 34; trad. del P. Juan Eusebio Nieremberg, s. i. Madrid, 1948).

De este espléndido trozo Nos place deducir cuatro puntos, que quieren ser como cuatro adornos invisibles de vuestro hábito religioso, y son: desprendimiento de las criaturas, energía de carácter, oración incesante y vida celestial.

Desprendimiento de las criaturas

La Imitación de Cristo habla, ante todo, de un total desprendimiento de las criaturas, empleando una frase fuerte y tajante: beatus ille homo, qui... omnibus creaturis licentiam abeundi tribuit: dichoso aquel que —usando una expresión moderna— da el despido a todas las criaturas y les da una negativa absoluta. Esta es la primera característica de la vocación religiosa: un adiós pronto y alegre a las cosas del mundo para consagrarse a Dios en la perfecta virginidad del corazón.

La procedencia de cada una de vosotras es diversa: de la ciudad, del campo, de nuestros queridos, fecundos y honrados pueblos, en cantidad abundante y a veces sorprendente; de todas las condiciones sociales casi siempre en edad juvenil, pero también en edad madura y para algunas de vosotras, después de haber cumplido otros preciosos trabajos de apostolado en el terreno del catolicismo militante.

En esta variedad de colores hay todavía una nota inconfundible, que todas las variedades constituyen la unidad de las almas consagradas y es precisamente la virginidad. Quisiéramos en esta circunstancia haceros sentir a vosotras y sobre todo a la faz del mundo el altísimo aprecio y gloria de la virginidad.

Ella es la virtud que dilata vuestro corazón para el amor más auténtico, más grande y más universal que darse pueda sobre la tierra: el servicio a Cristo en las almas. Lo que vosotras habéis buscado no es un amor terreno ni una casa propia ni el cumplimiento de tareas estrictamente personales, cosas todas ellas que, aunque lícitas y justas, no podían satisfacer las aspiraciones de vuestro corazón, sino que habéis escogido al celestial Esposo y el inmenso campo de la Santa Iglesia.

De esta consagración total proviene la vocación particular de cada una de las familias religiosas, que se manifiesta en el servicio de Dios y de los hermanos según el despliegue de aquel inmenso tapiz, que embellece la casa del Señor y en que están representadas —Nos complacemos en repetirlo con frecuencia— las catorce obras de misericordia.

Virginidad santa, consciente, generosa, que se entrega a los enfermos, a los ancianos, a los pobres, a los huérfanos, a las viudas, a las jóvenes, a los ni­ños; que pasa como ángel de luz y de bondad por los corredores de los hospitales y asilos; que se inclina llena de bondad y de paciencia sobre los niños de las escuelas y sobre los desvalidos que sufren enjugando lágrimas ignoradas del mundo, suscitando sonrisas y miradas de agradecimiento. Virginidad santa que encuentra el camino seguro e irresistible del corazón para iluminar a los ignorantes, aconsejar a los vacilantes, enseñar al que no sabe, exhortar a los pecadores, consolar a los afligidos, llamar a los que yerran, suscitar entusiasmo de cooperación apostólica y misionera.

En el acto de rendir homenaje a las flores de maravillosa belleza, que la caridad de Cristo hace brotar en el jardín de la Iglesia, permitidnos deciros que la virginidad no puede conservar su encanto y su vigor primaveral cuando falta una formación moral sólida, ascética y también psicológica.

Y aquí está el segundo pensamiento.

Energía de carácter

El citado texto de la Imitación es también en este punto expresivo y fuerte: naturae vim facere, violentar la naturaleza.

Se trata, pues, de una energía ante todo interior, puesta al servicio del conocimiento de la propia naturaleza, para entregar sus tesoros y cualidades al entero servicio de Dios y de las almas, y al mismo tiempo para conocer las deficiencias y subsanarlas con una larga y paciente práctica de la virtud, alimentada con la confianza y el abandono en Dios.

Esta energía conserva la humildad, ya que es consciente de las propias limitaciones e insuficiencias; engendra la mansedumbre, lleva a la obediencia, escuela segura de las almas fuertes. Ella significa plegarse para poder servir mejor; dominarse para atraer a las almas a Dios con mansedumbre; vencerse para que habite en nosotros la virtud de Cristo (2Co 12,9).

La energía asegura también el perfecto equilibrio de la inteligencia, de la voluntad y de la sensibilidad, y constituye aquel ideal de la mujer fuerte, que la Sagrada Escritura, con acentos de atónita admiración, presenta como un raro tesoro (Pr 31,10 sig.).

A este propósito, permitidnos os hagamos una confidencia, que proviene de la ya larga experiencia de nuestra vida. A veces puede ocurrir que la falta de dominio de uno mismo en ciertos desahogos que revelan como una tristeza interior, descontento, pesimismo, produzcan en quien los escucha un sentimiento de malestar y acaso hasta un ejemplo menos edificante y oportuno. Ciertas palabras amargas, expresiones de desconfianza, incluso de queja, no están bien en los labios de quien se ha consagrado a sí misma, no a una institución humana, por muy elevada que se quiera, como es la familia y la sociedad, sino a Dios.

Cuando es comprendido bien todo el valor y la profundidad de la virginidad, del activo y generoso servicio de las almas, de la abnegación que no busca el aplauso de palabras humanas sino sólo el ojo interior de Dios, ¡oh, entonces!, estas tristezas no echan raíces en el corazón consagrado a Dios o, si la tentación trata de traerlas, se desvanecen pronto como ligeras nubes ante el sol de la mañana.

El alma grande y fuerte no se convierte nunca en víctima de la tristeza, ni siquiera en las horas de las mayores tribulaciones. Y una señal de la perfecta virginidad y de la energía a toda prueba, está también en la alegría del alma, de las palabras, del trabajo; en el total desprendimiento de todo presunto derecho del propio yo para servir a Dios y a las almas, quasi apis argumentosa, como canta la Iglesia en honor de Cecilia.

Oración continua

Estas dotes, sin embargo, no son tales que se puedan improvisar en pocas semanas. Hay que pedírselas al Señor con gran insistencia y confianza. He aquí por qué queremos añadir a los consejos precedentes también el de una oración incesante.

Escuchad qué delicada es la expresión del Kempis: Serenata conscientia puram offerre orationem, ofrecer con conciencia serena, una oración pura. La oración brota, por consiguiente, de una conciencia serena, es decir, que no se exalta con los éxitos, ni se abate en la tribulación del cuerpo o del espíritu; que distribuye el tiempo conforme a las indicaciones exactas de la obediencia, y se manifiesta en la sinceridad y en el amor a todos, en la más pura caridad, inspirándose en el cántico de San Pablo en su primera carta a los Corintios: la caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa (delicadamente), todo lo cree, todo lo espera,  todo lo tolera (cf. 1Co 13, 4-7).

De esta conciencia serena y en paz fluye la oración pura, que es escuchar a Dios, hablar con Dios, guardar silencio en Él; pedir lo que le agrada. Oración de adoración y de acción de gracias más que de petición. El Señor sabe lo que necesitamos. ¡Qué hermosas son las palabras del cura de Ars, San Juan María Vianney, sobre la oración del alma virgen! «Dios contempla con amor —dice— un alma pura y le otorga todo lo que pide. ¿Cómo podría resistir a un alma que vive sólo para Él y en Él? Ella le busca y Dios se manifiesta a ella; ella le invoca y Dios responde; ella forma una sola cosa con Él...; ella está cerca de Dios como un niño junto a su madre» (A. Monnin, El Espíritu del Cura de Ars, Roma, 1956, pág. 57-58).

Por lo tanto, quisiéramos invitaros con paternal insistencia a meditar sobre este punto de la oración, porque no podríais enseñar a hacer oración —y con mucha frecuencia es misión vuestra para ayudar a los padres y  a los sacerdotes— si vosotras no la habéis antes aprendido.

Tenéis que ser también sobre este punto vigilantes  y delicadísimas de conciencia, de manera que no favorezcáis la dispersión de las devociones, cuando es tan necesario aprender no sólo la recitación sino la práctica del Pater Noster y del Credo apostólico.

Vida celestial

Por último, vida celestial. La Imitación de Cristo traza la esencia de vuestra vocación: «ser digno de estar entre los coros angélicos, desechadas dentro y fuera de sí las cosas terrenas».

Henos, pues, otra vez en el punto de partida: vida virginal, vida celestial. De esta manera, vosotras, religiosas de vida activa, os halláis en perfecta armonía con vuestras hermanas de las órdenes de clausura y contemplativas: oportet semper orare, conforme a las enseñanzas de Jesús (Lc 18,1). Las monjas de clausura tienen su puesto junto al sagrario, pero vosotras, de la misma manera, debéis dirigir desde él vuestros pasos en la actividad del apostolado.

Esta oración incesante hace a vuestra vida digna de los coros celestiales; da el último toque a vuestra perfección que se manifiesta en el orden interno y en la gracia y sencillez exterior.

San Pablo, al dictar a su discípulo Timoteo sapientísimas normas en la elección de las diaconisas, dice explícitamente: Mulieres similiter pudicas, non detrahentes, sobrias, fideles in omnibus: «también las mujeres deben ser honorables, no chismosas, sobrias y en todo fieles» (1Tm 3,11).

Este es vuestro hábito interior, cuyo adorno se manifiesta en la discreción, en el trato, en la moderación, en las palabras, en el recogimiento habitual, en la fidelidad en cumplir los deberes diarios.

Queridas hijas, al terminar nuestro coloquio paternal con vosotras en esta Iglesia admirable, Nos es grato traer a vuestra memoria esa cruz que campea tan refulgente en la vasta pintura al fresco, pintura animada por la fantasía y el arte del piadoso religioso jesuita hermano Pozzo. Pintando la gloria de San Ignacio, él quiso con intuición profunda celebrar también el triunfo de la Cruz, de la cual toma su origen y significado la gesta de los santos.

Esta cruz campea en toda su majestad, y con elocuencia incomparable recuerda a todos que no basta con llevarla sobre el pecho o tenerla delante de los ojos, sino que es preciso esculpirla en la mente y en el corazón.

Que la cruz sea el sello de vuestra virginidad; la fuente de vuestra energía; la inspiración de vuestras oraciones y el secreto de vuestra paz en el gusto anticipado de las alegrías celestiales, cuyo símbolo es vuestra vida en este mundo. Vuestro amor a la cruz hará, pues, que el ofrecimiento que habéis hecho al Señor de vosotras mismas y de todo cuanto os era más querido, exhale un perfume suave y grato (Flp 4,18) en la Iglesia santa de Dios.

Con estos deseos de fecundidad sobrenatural, que formulamos para cada una de vosotras, las que están cerca y las que están lejos, os damos también la seguridad de nuestra oración diaria por vosotras, pidiendo al Señor que os lleve por sus escondidos caminos de santificación y de gloria. Y en prenda de la continua asistencia divina, recibid vosotras y las hermanas de vuestros institutos lejanos, especialmente aquellas que se entregan en los vastos territorios de las Misiones y cuantas están probadas por los sufrimientos, así como las amadas familias vuestras y parroquias que os prepararon el encuentro con el celestial Esposo nuestra confortadora Bendición Apostólica.

 


* AAS 52 (1960) 278-284

 

 



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