DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
A LAS MISIONES EXTRAORDINARIAS*
Capilla Sixtina
Viernes 12 de octubre de 1962
Excelencias, queridos Señores:
Vuestra amable presencia aquí, esta mañana, renueva la emoción que Nos experimentamos ayer en San Pedro en la solemne apertura del Concilio Ecuménico, en la que cada uno de vosotros estuvo presente en nombre de su propio Gobierno. Queremos antes que nada manifestaros nuestro agradecimiento por esta participación, pues con su carácter destacado ha contribuido, por su parte, a la magnitud de este acontecimiento y a su reflejo en el mundo ante todos los hombres de buena voluntad.
Precisamente por eso, Nos hemos querido corresponder a esta presencia excepcional con un acto también excepcional, recibiéndoos en la Capilla Sixtina, que habitualmente se reserva para las ceremonias litúrgicas, y en la que además, como bien sabéis, se reúnen los Cardenales para la elección de un nuevo Papa.
No sin viva emoción, y bien comprendéis el por qué, Nos dirigimos a vosotros en este mismo lugar donde, hace precisamente cuatro años, la Divina Providencia disponía en sus misteriosos designios que fuera elevado al Supremo Pontificado un humilde Patriarca de Venecia, que había pasado la mayor parte de su vida al servicio directo de la Santa Sede en Oriente y Occidente. He aquí que, al cabo de cuatro años, la misma bondadosa Providencia Nos concede la alegría de abrir el Concilio Ecuménico y de ver una gran mayoría de los pueblos de la tierra asociados por medio de vuestras ilustres personas a este acontecimiento, que ha atraído ya por todas partes la atención hacia la Iglesia Católica.
Esto os puede dar a entender el significado de esta cita especialísima y solemne, entre los restantes actos conciliares: indica con claridad que el Concilio, aparte de su significado religioso, ofrece también un aspecto social que interesa a la vida de los pueblos, lo que queda suficientemente destacado por vuestra presencia en este sitio.
Todo el mundo sabe y es evidente que un Concilio interesa antes que nada a la Iglesia Católica: pretende manifestar su vitalidad y subrayar su misión espiritual. Quiere también adaptar sus medios a fin de que la doctrina evangélica sea vivida dignamente y recibida con mayor facilidad entre los pueblos. Pero quiere además ir allanando el camino donde pueda verificarse el encuentro de tantos hermanos; porque el Concilio, como dijimos el 25 de enero de 1959, es una invitación dirigida una vez más a los fieles de las Comunidades separadas, para que nos sigan ellas también con amabilidad en esta búsqueda de unidad y de gracia, a la que tantas almas aspiran en todas las partes de la tierra» (cf. Disc., Mens. y Col., vol. I, pág. 133).
El Concilio pretende por fin dar a entender al mundo cómo se ha de poner en práctica la doctrina de su Divino Fundador, príncipe de la paz. Porque en realidad, todo el que vive según esta doctrina contribuye a establecer la paz y a favorecer una auténtica prosperidad.
Entre hombres que no quisieran admitir más que relaciones de fuerza física, el deber de la Iglesia sería revelar toda la importancia y la eficacia de la fuerza moral del Cristianismo, que es un mensaje exclusivamente de verdad, de justicia y de caridad.
Estos son los fundamentos sobre los cuales el Papa debe insistir para lograr una verdadera paz destinada a elevar a los pueblos en el respeto hacia la persona humana y a procurar una justa libertad de culto y de religión. Paz que ayuda a la concordia entre los Estados – y claro está – aun cuando ésta exija algún sacrificio.
Las consecuencias naturales serán el mutuo amor, la fraternidad y el fin de las luchas entre los hombres de origen diverso y de mentalidad diferente. Así se aceleraría la ayuda tan urgente a los pueblos en vía de desarrollo y la búsqueda de su verdadero bien, con exclusión de todo afán de dominio (Mater et Magistra). Esta es la gran paz que todos los hombres esperan y por la cual han sufrido tanto. ¡Sería hora que diese pasos decisivos!
Es ésta la paz que la iglesia trabaja por establecer con la oración, con el respeto profundo que siente por los pobres, los enfermos, los ancianos y con la difusión de su doctrina de amor fraterno, porque los hombres son hermanos y – lo decimos con el ánimo conmovido – todos hijos de un mismo Padre. El Concilio contribuirá sin duda a preparar este nuevo clima y a alejar todo conflicto, especialmente la guerra, flagelo de los pueblos, que hoy significaría la destrucción de la humanidad.
Excelencias y queridos Señores: ante nosotros se presenta en esta Capilla Sixtina la grandiosa obra maestra de Miguel Ángel, el Juicio final, cuya gravedad hace pensar y reflexionar. Sí, Nos tendremos que dar cuentas a Dios; Nos y todos los Jefes de Estado que llevamos la responsabilidad del destino de los pueblos. Que todos recuerden que tendrán algún día que dar cuenta de sus acciones a Dios Creador que será además su Juez Supremo. Que con la mano sobre el corazón, escuchen el grito de angustia que de todas partes de la tierra, desde los niños inocentes hasta los ancianos, desde las personas hasta la comunidad entera, sube hacia el cielo: paz, paz. Que este pensamiento de su responsabilidad haga que no omitan ningún esfuerzo para alcanzar este bien, que es para la familia humana un bien superior entre todos los demás.
Que prosigan sus reuniones y discusiones y logren acuerdos leales, generosos y justos. Que estén prontos además a los sacrificios necesarios para salvar la paz del mundo. Los pueblos podrán entonces trabajar en un clima de serenidad, todos los descubrimientos científicos servirán para el progreso y contribuirán a hacer cada vez más amable la permanencia en esta tierra, marcada ya por tantos otros inevitables dolores.
El Concilio, que se abrió ayer en vuestra presencia, manifestaba de un modo esplendoroso la universalidad de la Iglesia.
No hay duda de que esta imponente asamblea «de toda raza, lengua y nación» (Ap 4, 9), proclamando la buena voluntad de salvación para un mundo extraordinariamente agitado de tantas maneras desde hace un siglo, podrá traer la luminosa respuesta a los angustiosos problemas de hoy y ofrecer una ayuda al auténtico progreso de personas y pueblos. Este es, Excelencias y queridos Señores, Nuestro más ferviente deseo. De todo corazón Nos imploramos, sobre vosotros y sobre todos los pueblos a quienes tan dignamente representáis, la abundancia de las divinas bendiciones.
Sí, como dice el Salmista:
«Que Dios nos sea propicio y nos bendiga;
haga lucir su rostro sobre nosotros,
a fin de que en la tierra conozcan su camino,
su salvación en todas las naciones.
Oh Dios, alábente los pueblos,
alábente los pueblos todos ellos.
Alégrense y exulten las naciones
porque con equidad riges los pueblos,
y a las gentes gobiernas en la tierra.
Oh Dios, alábente los pueblos, alábente los pueblos todos ellos» (Ps 67, 1-6).
*ORe (Buenos Aires), año XII, n°532, p.1.
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