EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
DE SU SANTIDAD
PABLO VI
E PEREGRINATIONE REVERSI
A TODOS LOS OBISPOS
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA.
EN LA QUE SE RECOMIENDA DE FORMA ESPECIAL LAS SÚPLICAS
QUE SE REALIZARÁN EN FECHA PRÓXIMA PARA PEDIR LA UNIÓN DE LOS CRISTIANOS
Venerables hermanos, salud y bendición apostólica:
Al final de la peregrinación que nos ha llevado, con espíritu de oración y penitencia, a venerar los lugares santificados por los misterios de la Redención de Cristo, nuestro espíritu no podía menos que dirigirse con sentimientos de alegría a todos nuestros hermanos en el episcopado. Como es obligado, a ellos, en primer lugar les quisimos participar el anuncio de este histórico acontecimiento, en el curso de la segunda sesión del Concilio Ecuménico, y ellos mejor que ninguno demostraron comprender su profundo significado y entrever inmediatamente los horizontes luminosos que el acontecimiento podría abrir para el futuro de la Iglesia y de la Humanidad.
En verdad, sabemos bien, venerables hermanos, cuánto hay que atribuir a vuestro celo, a vuestro amor a la Iglesia, a vuestra exquisita sensibilidad pastoral, la espontánea y universal participación de los fieles en nuestro viaje de oración y de penitencia, y el que en todas sus etapas los hayamos sentido tan cercanos a Nos, en comunión de afectos, de votos y de oraciones, y en íntima adhesión a nuestras intenciones apostólicas.
No tenernos palabras para expresar las santas y profundas emociones que experimentamos al llegar a los umbrales de la Ciudad Santa, y postrarnos sobre la piedra del Santo Sepulcro, en Getsemaní, en el Cenáculo, en Nazaret y en la Gruta de la Natividad, en Belén; de ningún modo desaparecerá de nuestro corazón el recuerdo de cuanto vimos y oímos en torno a Nos durante aquellas jornadas inolvidables. Con emoción recordamos los entusiásticos recibimientos de las multitudes, que, llenándonos de alegría y admiración, por todas partes las hemos encontrado devotas y enardecidas. Recordamos también las cordiales y respetuosas deferencias de las autoridades de aquellos lugares, que han agotado todos los medios para hacer fácil y grata nuestra breve estancia en Tierra Santa. En especial tenemos grabado en nuestro espíritu el encuentro con los jefes espirituales de las veneradas Iglesias orientales, de las que en el pasado nos han separado dolorosas rupturas, y de forma especial el encuentro con el patriarca ecuménico de Constantinopla, que también fue en peregrinación a Tierra Santa. Nos dimos el abrazo santo que se dan los discípulos de Cristo; a una releímos la oración solemne que Cristo elevó al Padre, antes de su Pasión, para pedirle la unidad de sus discípulos, para que el mundo crea; a una recitamos el “Pater noster” que nos hace invocar a Dios como nuestro Padre y nos enseña el perdón mutuo de las ofensas; acontecimientos estos, que queremos considerar las primicias de la unión total en la única Iglesia de Cristo, aunque esta unión esté todavía lejana. Tampoco podríamos olvidar el homenaje tan emotivo, afectuoso y grandioso que nos tributó a nuestro retorno la ciudad de Roma, que en tan memorable circunstancia hizo sentir al humilde Sucesor de Pedro, más íntimos y delicados que nunca, los vínculos que lo unen a su querida diócesis.
Queremos manifestar nuestro agradecimiento a todos aquellos que han contribuido al feliz éxito de nuestra peregrinación; en particular queremos daros las gracias a vosotros, venerables hermanos, por cuanto habéis hecho para que vuestros fieles comprendiesen el significado, la importancia y la finalidad de este histórico acontecimiento de la vida de la Iglesia, en orden a su misión santificadora en el mundo.
Pero, como es obvio, a Dios Omnipotente, ante todo, hemos de dirigir el homenaje de nuestro humilde y sincero agradecimiento; a Dios, que a través de las vicisitudes humanas guía a su Iglesia hacia sus eternos destinos, y que en la resonancia excepcional de nuestra peregrinación ya nos hace presagiar un seguro comienzo de nuevas, pacíficas y luminosas afirmaciones del Reino de Dios. Sólo se debe a un designio de la misericordiosa providencia del Señor, el que, después de veinte siglos, Pedro, en la persona de su humilde Sucesor, haya podido volver a su punto de partida, donde la Iglesia nació y dio sus primeros pasos, sostenida por su Divino Fundador y guiada por su primer Vicario. Hemos podido de esta forma presentar la Iglesia a Cristo en la misma tierra que la vio en otro tiempo diminuta como un grano de mostaza, viéndola hoy como un árbol gigantesco, que extiende sus ramas por todo el mundo; siempre floreciente, siempre madre fecunda; siempre vigorizada por las virtudes de sus santos, a pesar de las persecuciones; siempre renovada por su vitalidad interior y por la obra incansable de sus pastores.
Todo esto nos ha procurado un gran consuelo, y tenemos una firme confianza que darán abundantes frutos de bien esas numerosas y espléndidas flores de piedad religiosa, de bondad, de gentileza y de amor fraterno, que hemos visto despuntar a lo largo del curso de nuestra peregrinación. No sabemos, en los designios de la Divina Providencia, cuándo, la semilla que hemos lanzado con firme confianza en los surcos abiertos ante Nos, llegará a su plena maduración. Sabemos, sin embargo, que de igual forma que las oraciones fervorosas y los sacrificios ocultos de innumerables almas generosas han allanado los caminos del Señor, por Nos recorridos con tanto gozo, también dependerá de nuestras humildes, perseverantes y confiadas oraciones, y de nuestros sacrificios ofrecidos al Señor con espíritu de fe y de amor, si queremos que las dificultades que todavía obstaculizan el camino sean allanadas y pueda llegarse cuanto antes y con certeza a la meta ansiada.
Por este motivo deseamos ardientemente, venerables hermanos, que a nuestra acción de gracias a Dios por el feliz éxito de la peregrinación se sume toda la Iglesia. Y así como todos los fieles han querido, con sus fervorosas súplicas, preparar y acompañar nuestro viaje, es conveniente que también todos colaboren, en unión de espíritu con el Sumo Pontífice de la Iglesia, para que queden asegurados con más eficacia los frutos de nuestra peregrinación, que con tanta confianza y con tanta insistencia, en los lugares santificados por los sufrimientos y por el amor de Cristo, hemos implorado a Dios en bien de la prosperidad de la Iglesia y de toda la Humanidad.
Con este fin, deseamos venerables hermanos, que se celebren en cada una de las parroquias de vuestras diócesis, funciones públicas de acción de gracias y de propiciación. De forma especial, sin embargo, queremos recomendar el Octavario de oraciones por la unión de los cristianos, que comenzará dentro de unos días, y que todos los años convoca a los cristianos de todas las denominaciones a una misma súplica de intercesión por la unidad querida por Cristo, para todos aquellos que llevan su nombre. Nos place recordar que, precisamente el 25 de enero de 1959, a la terminación de este Octavario por la unión de los cristianos, nuestro predecesor de venerada memoria, Juan XXIII, dio la primera noticia del Concilio Ecuménico con miras a la renovación de la Iglesia y a la unión de los cristianos, y en su primera encíclica Ad Petri Cathedram llamó hermanos suyos carísimos a todos los cristianos, invitando a todos indistintamente a orar por la unidad. Nos mismo, que al subir al sumo pontificado hemos elegido el nombre del apóstol Pablo, siempre hemos concedido gran importancia a este Octavario en el curso de las diversas etapas del ministerio a que el Señor nos ha llamado, y todos los años hemos celebrado siempre su clausura, el día en que la liturgia romana conmemora la conversión de San Pablo.
Sabemos que son innumerables las personas, que, en las diversas confesiones cristianas, se consagran a esta causa sublime, y que en oración y penitencia, en cristiana unión con Nos mismo, elevan a Dios su intercesión humilde y ferviente, para que se cumpla la voluntad del Señor. Que no suceda, venerables hermanos, que los hijos de la Iglesia católica, porque poseen ya la plenitud de la verdad por un don gratuito de la Divina Providencia, se muestren menos celosos en favor de una causa tan santa. Al contrario, que los anime una santa emulación a una con sus hermanos no católicos, y les estimule a mostrarse en la oración y en la penitencia más generosos, porque Dios les ha concedido el don inestimable de la plena participación en su Iglesia. Bajo la guía de los sagrados pastores, que, durante los trabajos del Concilio Ecuménico, han demostrado cuánto les afecta la causa de la unión, la oración de los fieles sea más ardiente que en tiempos pasados, para pedir al Señor la realización de la unidad de los cristianos, por medio de la gracia de su Espíritu Santo.
Para que esto se logre con más eficacia, concedemos a los párrocos de todo el orbe católico que promuevan las iniciativas que Nos hemos recomendado, la facultad de impartir "semel" (una vez) la bendición papal, con la indulgencia plenaria aneja, que podrán ganar los fieles presentes que se acerquen a los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía y oren según las intenciones del Romano Pontífice.
Con la confianza de que nuestras paternales exhortaciones encontrarán plena correspondencia entre los fieles confiados a vuestros cuidados pastorales, de corazón os impartimos a vosotros, venerables hermanos, y a vuestra querida grey nuestra bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de enero del año 1964, primero de nuestro pontificado.
PABLO PP. VI
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