CARTA PONTIFICIA
"AMORIS OFFICIO"
CON LA QUE SE CREA EL CONSEJO PONTIFICIO "COR UNUM" PARA LA PROMOCIÓN HUMANA Y CRISTIANA
Al Emmo. Señor Cardenal Jean Villot,
nuestro Secretario de Estado,
EL PAPA PABLO VI
Señor Cardenal:
Movido por el oficio de caridad para animar la familia humana universal por las sendas de la recíproca y sincera solidaridad, hace tiempo que estamos meditando la realización de un nuevo proyecto. Es algo que Nos ha sido muy solicitado y, como lo consideramos plenamente consecuente con las funciones que la Iglesia está llamada a desempeñar en el mundo moderno, hemos querido informar diligentemente a Vuestra Eminencia, quien conoce y comparte, como ningún otro, Nuestra propia solicitud. Estamos refiriéndonos al proyecto de procurar que, en el vastísimo campo de la solidaridad cristiana entre los pueblos y del progreso humano inspirado en la verdadera caridad, adquieran una mayor vinculación las energías e iniciativas que florecen dentro de la Iglesia. Queremos lograr con ello que, en unión con el Romano Pontífice -el cual se sirve de los Dicasterios de la Curia, tanto de antigua como de reciente institución, para desempeñar su misión universal de difusión del Evangelio y de promoción humana- los Obispos de todo el mundo y las organizaciones católicas, cuya finalidad sea una labor de beneficencia o de asistencia, puedan prestar su colaboración, mediante un esfuerzo común, a la consecución de estos nobilísimos fines.
Por tanto, Nos ha parecido oportuno crear un Consejo especial que ofrezca, por así decirlo, la posibilidad de un encuentro común a todo el Pueblo de Dios para tratar los problemas más arriba mencionados sobre la solidaridad y promoción humana, siguiendo los principios inmutables del Evangelio.
Una creación en tal sentido es exigida, sin duda alguna, por las crecientes necesidades que hemos expuesto ampliamente en Nuestra reciente Carta Apostólica Octogesima adveniens, con el fin de ilustrar los problemas, a que dan origen, a la luz de la doctrina de Cristo y de ofrecer a los hombres, contando con el favor divino, una ayuda cada vez más eficaz en la solución de las dificultades que actualmente los asaltan.
Como en siglos atrás, también en nuestro tiempo, la Iglesia considera como deber suyo el servir a los hombres con diligente empeño y con auténtico espíritu humanitario, habiendo sido fundada por el Hijo de Dios que "no vino a ser servido sino a servir" (Mt 20, 28). Ella quiere seguir su ejemplo y, en frase de San Ambrosio: "el pueblo cristiano se distingue por este servicio, como dijo el Señor a sus discípulos: 'el que entre vosotros quiera ser el primero, será vuestro siervo' (Mt 20, 27) ...ese servicio es realizado por la caridad que supera la esperanza y la fe" (De Paradiso 14, 72, CSEL, XXXII, p. 330). La Iglesia desea, por tanto, ser útil a los hermanos, inspirándose en aquella sensibilidad que, como decíamos en la mencionada Carta Apostólica, "es propia de la Iglesia, marcada por una voluntad desinteresada de servicio y por una atención hacia los más pobres" (n. 42). De este modo podrá ofrecer su ayuda eficaz a los hombres que deben resolver hoy los problemas más diversos, frente a los cuales no pocas veces les faltan las fuerzas o se ven sumidos en el desaliento o también muy a menudo oprimidos bajo el peso del dolor, del hambre, de la angustia o afectados por dramáticas calamidades, quedando privados de los medios de subsistencia y obligados a conducir una vida de extrema miseria.
Existen, por otra parte, en la Iglesia no pocos organismos con este fin, merecedores ciertamente del mayor elogio, ya que por la diligencia y puntualidad de sus intervenciones atienden no sólo a la promoción de un desarrollo integral de las condiciones de vida, sino también a la reparación de los daños sufridos. Pero a nadie le pasa desapercibida la suma conveniencia de que tan admirables iniciativas sean coordinadas más y más entre sí y, para que, mediante una colaboración orgánica, puedan conseguir felizmente los objetivos a ellas asignados en los campos de la caridad, de la ayuda y del progreso de los pueblos. Es, asimismo, necesario que el funcionamiento de estos organismos sea sabiamente ordenado por una mutua armonía de voluntades, afín de que no resulte casual e improvisado y no se traduzca nunca en un derroche inútil de fuerzas y de medios.
Esto corresponde plenamente a los deseos, formulados por el Concilio Ecuménico Vaticano II: Los Padres, en efecto, después de recordar a todos el deber del Pueblo de Dios de "socorrer en la medida de sus posibilidades las miserias de nuestro tiempo y de hacerlo, como era costumbre en la Iglesia antiguamente, no sólo con los bienes superfluos, sino también con los necesarios", añadieron lo siguiente: "El modo de allegar y de distribuir los fondos recogidos, sin necesidad de ser regulado de una manera rígida y uniforme, sin embargo, debe ser convenientemente encauzado en el ámbito diocesano, nacional y mundial" (Const. Dog. Gaudium et spes, n. 88).
Nos parece, por otra parte, que la responsabilidad de tal deber recae en primer lugar sobre la Cátedra de Pedro y pertenece al Oficio Apostólico, a Nos confiado por disposición divina, ya que por voluntad de Dios hemos sido puesto como Obispo y Pastor a la cabeza de la Iglesia Romana, la cual "preside la asamblea universal de la caridad"... (San Ignacio de Antioquía, Ad Romanos; Funk 1, p. 253). Estamos, además, firmemente convencido de que es incumbencia Nuestra recordar a todas las naciones que, por lo que a ellas se refiere, también se impone el deber de solidaridad, con la misma validez que para los individuos. Efectivamente, como hemos recordado en Nuestra Encíclica Populorum progressio, "los bienes superfluos de los países ricos, deben servir a los países pobres" (49, cfr. 48-49). Esto le exige, en realidad, no sólo la justicia social y la obligación de la recíproca solidaridad entre los pueblos, sino sobre todo el deber de la caridad universal "que tiende a promover un mundo más humano para todos, un mundo en el cual todos tengan algo que dar y algo que recibir" (ibíd., 44).
Habida cuenta, pues, de todos estos elementos, Nos fundamos e instituimos en Roma el Consejo Pontificio "COR UNUM" para la promoción humana y cristiana, del cual hacemos y nombramos Presidente a Vuestra Eminencia. El cometido propio de este Consejo será perseguir los objetivos, anteriormente ilustrados, es decir: buscar el modo de coordinar las energías y las iniciativas de todas las instituciones católicas, más aún, de todo el Pueblo de Dios, mediante un oportuno intercambio de informaciones y un creciente espíritu de cooperación, de manera que se favorezca ininterrumpida y orgánicamente el desarrollo integral humano utilizando para ello los medios aptos y de modo ordenado; ponerse a disposición de los Obispos y de todos los que ejercen funciones públicas para servir de oportuno lazo de unión con las instituciones católicas de asistencia y, en cuanto sea posible, fomentar incluso una distribución más equitativa de los fondos y de las fuerzas; juntamente con los hermanos separados, tratar de que, donde sea posible, los pueblos puedan beneficiarse de las mutuas iniciativas de caridad; facilitar el entendimiento de las instituciones católicas con las instituciones públicas e internacionales que trabajan en el mismo campo de la asistencia y el desarrollo; procurar que, en caso de desgracias imprevistas, los miembros del Consejo aporten una ayuda concorde, eficaz y puntual, respetando los propios derechos y el modo de actuar de cada uno, de manera que la Iglesia, a la que se vuelven los ojos de todos, pueda llevar a los damnificados por la adversidad la ayuda que de ella esperan, por más que, dolorosamente, sea desproporcionada a las reales necesidades. Será también incumbencia del Consejo ayudar diligentemente, y en cierto modo hacerse instrumento del Romano Pontífice, cuando crea oportuno emprender obras especiales o iniciativas en el campo caritativo para que sean prontamente ejecutadas.
Le confiamos pues, Venerable Hermano Nuestro, el encargo de organizar lo antes posible este nuevo Consejo, en la forma que crea más conveniente. Queda a cargo de Vuestra Eminencia el seleccionar, de todo el mundo, en nombre Nuestro, el conveniente número de organismos católicos e inserirlos en el Consejo, regular con su concurso el funcionamiento y el método del Consejo mismo y, después de haber convocado a tal fin los Representantes oficiales de tales Organismos, transcurrido un conveniente período de prueba, redactar y establecer las normas que la experiencia haya confirmado válidas.
Como es claro, Nos tenemos puesta una gran esperanza y confianza en el naciente Consejo y deseamos vivamente que pueda ofrecer en medio de la comunidad cristiana un servicio válido, aunque módico, mediante el cual se promueva más y más un desarrollo orgánico de la actividad de la Iglesia en beneficio de todos aquellos que en el mundo se ven afectados por la necesidad y tienen derecho a condiciones de vida más humanas.
Elevamos al cielo Nuestras plegarias para que la gracia divina os inspire, a Ti y a tus colaboradores, y con Nuestra particular benevolencia otorgamos a todos la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junta a San Pedro, el día 15 de julio del año 1971, noveno de Nuestro Pontificado.
PAULUS PP. VI
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