PABLO VI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 9 de octubre de 1963
Queridos hijos e hijas:
El pensamiento que domina a todos los que participáis en una audiencia como ésta es concebido, de ordinario, en estos términos: “¡He ahí a la Iglesia! ¡Por fin logramos ver el rostro de la Iglesia!” ¿No es éste acaso vuestro pensamiento? Los sentimientos que brotan ante estas solemnes manifestaciones de culto, recordando su origen, su historia, su función, especialmente al encontrarse con el Papa, con el sucesor de San Pedro, con el Vicario de Cristo, al pensar que se va a recibir su bendición, estos sentimientos, decimos, proporcionan la experiencia, casi sensible, la alegría, la admiración de poder contemplar a la Iglesia en su más plena, más auténtica y edificante expresión.
Así debe ser, hijos queridísimos, pues aquí los signos visibles de la Iglesia son más manifiestos, las huellas de su historia son más evidentes y más gloriosas, las fuentes de su suprema autoridad y de sus dones divinos más cercana y más viva.
Pero prestemos atención. La Iglesia tiene aquí su centro; pero no está únicamente aquí. Se encuentra en todas partes donde hay cristianos bautizados y creyentes, guiados por sus legítimos pastores. La Iglesia se encuentra también en vuestra tierra de origen, en vuestra casa. Aquí se celebra de un modo más evidente la unidad de la Iglesia; pero en vuestras sedes lejanas, en vuestras casas, quizá sea más clara otra nota de la Iglesia, su catolicidad, su universalidad.
Lo que ciertamente conmueve vuestro espíritu, en este momento, es advertir que estas dos notas de la Iglesia, la unidad y la catolicidad, se corresponden, se integran mutuamente. ¿No es verdad que todos vosotros, al invocar aquí la bendición del Papa, pensáis aplicarla a vuestras almas y luego hacerla llegar a vuestras familias, a vuestras actividades, a vuestras parroquias, a vuestras diócesis, a vuestras respectivas naciones?
Sí, hay que pensarlo ahora: la Iglesia está en toda partes donde hay católicos fieles.
Y Nos gustosos, juntamente con vosotros, corremos con el pensamiento a vuestras tierras de origen, a vuestras comunidades. Pensamos en vuestros hogares domésticos, en vuestros niños y en vuestros hijos, en vuestros seres queridos, en vuestros ancianos, en vuestros enfermos. Pensamos en vuestras casas, en vuestras escuelas, en vuestras instituciones, en vuestros puestos de trabajo; pensamos en vuestras iglesias, donde habéis sido bautizados, donde vais a misa; pensamos en vuestros cementerios, donde reposan vuestros difuntos. Doquiera haya fe, allí se encuentra la Iglesia, y donde está la Iglesia, allí está Cristo.
Por ello, Nos mismo unimos nuestras oraciones a las vuestras y pedimos al Señor que os conserve a todos buenos y fieles a la Santa Iglesia, en cualquier parte donde os encontréis. Le pedimos que osco suele, que os proteja, que guíe vuestra vida y la de vuestros seres queridos por los caminos de la paz; de la salvación. Y a tal fin, os daremos nuestra bendición apostólica.
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