CARTA ENCÍCLICA
CHRISTI MATRI
DEL SUMO PONTÍFICE
PABLO VI
SE ORDENAN SÚPLICAS
A LA SANTÍSIMA VIRGEN
PARA EL MES DE OCTUBRE
A los venerables hermanos Patriarcas,
Primados, Arzobispos, Obispos
y demás ordinarios de lugar
en paz y comunión con la Sede Apostólica
Venerables hermanos: salud y bendición apostólica.
Motivos de grave preocupación
1. A la Madre de Cristo suelen los fieles entretejer con las oraciones del rosario místicas guirnaldas durante el mes de octubre. Aprobándolo en gran manera, a ejemplo de nuestros predecesores, invitamos este año a todos los hijos de la Iglesia a ofrecer a la misma Beatísima Virgen peculiares homenajes de piedad. Pues está próximo el peligro de una más extensa y más grave calamidad, que amenaza a la familia humana, ya que sobre todo en la región del Asia Oriental se lucha todavía cruentamente y se enardece una laboriosa guerra; somos impulsados para que, en cuanto de Nos depende, de nuevo y más vigorosamente tratemos de salvaguardar la paz. Perturban también el ánimo los acontecimientos que se sabe han sucedido en otras regiones, como la creciente competencia de las armas nucleares, el insensato deseo de dilatar la propia nación, la inmoderada estima de la raza, el ansia de derribar las cosas, la desunión impuesta a los ciudadanos, las malvadas asechanzas, las muertes de inocentes; todo lo cual puede ser origen de un sumo mal.
Continua actividad por la paz
2. Como a nuestros últimos predecesores, Dios providentísimo también parece habernos confiado la tarea peculiar de que nos consagremos a conservar y consolidar la paz, tomando el trabajo con paciencia y constancia. Este deber, como es claro, nace de que se Nos ha confiado toda la Iglesia para regirla, la cual, «como estandarte alzado en las naciones» (cf. Is 11, 12), no sirve a los intereses de la política, sino que debe llevar la verdad y la gracia de Jesucristo, su divino Autor, al género humano.
3. En verdad que desde el comienzo del ministerio apostólico nada hemos omitido en el empeño de trabajar por la causa de la paz en el mundo, rezando, rogando, exhortando. Más aún, como bien recordáis, el pasado año fuimos en avión a Norte América, para hablar del muy deseado bien de la paz en la Sede de las Naciones Unidas ante la selectísima Asamblea de los representantes de todas las naciones, aconsejando que no se permitiese que nadie sea inferior a los demás, ni que unos ataquen a otros, sino que todos se dediquen al estudio y al trabajo para establecer la paz. Y también después, movidos por apostólica solicitud, no hemos cesado de exhortar a aquellos en quienes recaiga un asunto tan grave, para que alejen de los hombres la enorme calamidad que quizás habría de seguirse.
Reunirse y preparar solícitas y leales negociaciones
4. Ahora pues, de nuevo elevamos nuestra voz «con gran clamor y lágrimas» (Heb 5, 7) a los jefes de las naciones, rogándoles encarecidamente que procuren con todo empeño no sólo que no se extienda más el incendio, sino que aun se extinga por completo. No tenemos la menor duda de que todos los hombres de cualquier raza, color, religión o clase social que anhelan lo recto y honesto sienten lo mismo que Nos. Por consiguiente, todos aquellos a quienes incumbe, creen las necesarias condiciones con las cuales se llegue a dejar las armas antes de que el peso mismo de los acontecimientos quite la posibilidad de abandonarlas. Sepan quienes tienen en sus manos la salvaguardia de la familia humana, que en este momento los liga una gravísima obligación de conciencia. Pregunten, pues, e interroguen su conciencia, con la vista puesta cada uno en su pueblo, mundo, Dios e historia. Reflexionen y piensen que sus nombres en el futuro serán bendecidos si hubieren seguido con cordura esta imploración. En nombre del Señor gritamos: ¡alto! Tenemos que aunarnos para llegar con sinceridad a planes y convenios. Es éste el momento de arreglar la situación, aun con cierto detrimento y perjuicio, ya que habría que rehacerla luego, quizás con gran daño y después de una acerbísima carnicería, que al presente no podemos ni soñar. Pero hay que llegar a una paz basada en la justicia y libertad de los hombres, y de tal manera que se tengan en cuenta los derechos de los hombres y de las comunidades; de otra forma será incierta e inestable.
La paz, don del cielo inestimable
5. Es necesario que mientras decimos estas cosas con ánimo conmovido y lleno de ansiedad, como nos aconseja el supremo cuidado pastoral, pidamos los auxilios celestiales, ya que la paz, cuyo «bien es tan grande, que aun en las cosas terrenas y mortales, nada más grato se suele escuchar, nada con más anhelo se desea, nada mejor finalmente se puede encontrar» (S. Agustín, De Civ. Dei 19, 11; PL 41, 637), debe ser pedida a aquel que es «Príncipe de la Paz» (Is 9, 6).
La intercesión de María, Madre de la Iglesia, Reina de la Paz
Estando acostumbrada la Iglesia a acudir a su Madre María, eficacísima intercesora, hacia ella dirigimos con razón nuestra mente y la vuestra, venerables hermanos, y la de todos los fieles; pues ella, como dice San Ireneo, «ha sido constituida causa de la salvación para todo el género humano» (Adv. Haer. 3, 22; PG 7, 959). Nada Nos parece más oportuno y excelente que el que se eleven las voces suplicantes de toda la familia cristiana a la Madre de Dios, que es invocada como «Reina de la paz», a fin de que en tantas y tan grandes adversidades y angustias nos comunique con abundancia los dones de su maternal bondad. Hemos de dirigirle instantes y asiduas preces a la que, confirmando un punto principal de la doctrina legada por nuestros mayores, hemos proclamado, con aplauso de los Padres y del orbe católico, durante el Concilio Ecuménico Vaticano Segundo, Madre de la Iglesia, esto es madre espiritual de ella. La Madre del Salvador, como enseña San Agustín es «claramente madre de sus miembros» (De sanct. virg. 6; PL 40, 399); con el que coincide San Anselmo, el cual entre otras cosas escribe estas palabras: «Puede considerarse algo más digno, que el que seas tú madre de los que Cristo se ha dignado ser padre y hermano?» (Or. 47; PL 158, 945); más aún, a ella la llama nuestro predecesor León XIII, «verdaderamente madre de la Iglesia» (Epist. Enc. Adiutricem populi christiani, 5 sept. 1895; Acta Leon. 15, 1896, p. 302). No ponemos en vano, pues, en ella la esperanza, conmovidos por esta temible perturbación.
6. Al crecer los males es conveniente que crezca la piedad del pueblo de Dios; por eso ardientemente deseamos, venerables hermanos, que yendo delante vosotros, exhortando e impulsando, se ruegue con más instancia durante el mes de octubre, como ya hemos dicho, con el rezo piadoso del rosario a María, clementísima Madre. Es muy acomodada esta forma de oración al sentido del pueblo de Dios, muy agradable a la Madre de Dios y muy eficaz para impetrar los dones celestiales. El Concilio Ecuménico Vaticano Segundo, aun cuando no con expresas palabras, pero sí con suficiente claridad, inculcó esta oración del rosario en los ánimos de todos los hijos de la Iglesia en estos términos: «Estimen en mucho las prácticas y ejercicios piadosos dirigidos a Ella (María), recomendados en el curso de los siglos por el Magisterio» (Const.dogm. De Ecclesia, 67).
7. No sólo sirve en gran manera este deber fructuoso de orar para repeler los males y apartar las calamidades, como se prueba abiertamente por la historia de la Iglesia, sino que fomenta abundantemente la vida de la Iglesia, «en primer lugar alimenta la fe católica que se aviva fácilmente por el recuerdo oportuno de los sacrosantos misterios y eleva las mentes a las verdades divinamente reveladas» (Pío XII, Enc. Ingravescentibus malis, 29 sept. 1937; AAS 29 [1937], 378).
En el aniversario de un histórico encuentro
8. Redóblense por tanto durante el mes de octubre, dedicado a Nuestra Señora del Rosario, las preces; auméntense las súplicas, a fin de que por su intercesión brille para los hombres la aurora de la verdadera paz, aun en lo que se refiere a la religión, que, oh dolor, no pueden profesar hoy libremente todos. Deseamos de modo especial, que se celebre este año en todo el orbe católico, el día cuatro del mismo mes, aniversario, como hemos recordado, de nuestro viaje a la Sede de las Naciones Unidas por razón de la paz, como «día señalado para pedir por la paz». A vosotros toca, venerables hermanos, dada vuestra reconocida piedad y la importancia del asunto, que veis claramente, el prescribir los ritos sagrados, para que la Madre de Dios y de la Iglesia sea invocada ese día con unánime fervor por sacerdotes, religiosos, pueblo fiel y de modo especial por los niños y niñas que se distinguen por la flor de la inocencia, por enfermos y oprimidos de algún dolor. También nosotros haremos en el mismo día, en la basílica de San Pedro, ante el sepulcro del Príncipe de los Apóstoles, súplicas especiales a la Virgen Madre de Dios. De esta manera en todos los continentes de la tierra golpeará el cielo la voz unánime de la Iglesia; pues, como dice San Agustín, «en la diversidad de lenguas de la carne, una es la lengua de la fe del corazón» (Enarr. in Ps. 54, 11; PL 36, 636).
9. Mira con maternal clemencia, Beatísima Virgen, a todos tus hijos. Atiende a la ansiedad de los sagrados pastores que temen que la grey a ellos confiada se vea lanzada en la horrible tempestad de los males; atiende a las angustias de tantos hombres, padres y madres de familia que se ven atormentados por acerbos cuidados, solícitos por su suerte y la de los suyos. Mitiga las mentes de los que luchan y dales «pensamientos de paz»; haz que Dios, vengador de las injurias, movido a misericordia, restituya las gentes a la tranquilidad deseada y los conduzca a una verdadera y perdurable prosperidad.
10. Llevados por tan buena esperanza de que la Madre de Dios ha de admitir benignamente esta nuestra humilde plegaria, os damos con todo afecto la bendición apostólica, a vosotros, venerables hermanos, al clero y al pueblo confiado a vuestro cuidado.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de septiembre, año 1966, cuarto de nuestro pontificado.
PABLO PP. VI
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