CARTA ENCÍCLICA
MENSE MAIO
DE SU SANTIDAD
PABLO VI
POR LA QUE SE INVITA A REZAR A LA VIRGEN MARÍA
EN EL PRÓXIMO MES DE MAYO
A los Venerables Hermanos, Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos,
y demás Ordinarios de lugar en paz y comunión con la Sede Apostólica.
Venerables Hermanos:
Al acercarse el mes de mayo, consagrado por la piedad de los fieles a María Santísima, se llena de gozo Nuestro ánimo con el pensamiento del conmovedor espectáculo de fe y de amor que dentro de poco se ofrecerá en todas partes de la tierra en honor de la Reina del Cielo. En efecto, el mes de mayo es el mes en el que los templos y en las casas particulares sube a María desde el corazón de los cristianos el más ferviente y afectuoso homenaje de su oración y de su veneración. Y es también el mes en el que desde su trono descienden hasta nosotros los dones más generosos y abundantes de la divina misericordia.
Nos es por tanto muy grata y consoladora esta práctica tan honrosa para la Virgen y tan rica de frutos espirituales para el pueblo cristiano. Porque María es siempre camino que conduce a Cristo. Todo encuentro con Ella no puede menos de terminar en un encuentro con Cristo mismo. ¿Y qué otra cosa significa el continuo recurso a María sino un buscar entre sus brazos, en Ella, por Ella y con Ella, a Cristo nuestro Salvador, a quien los hombres en los desalientos y peligros de aquí abajo tienen el deber y experimentan sin cesar la necesidad de dirigirse como a puerto de salvación y fuente trascendente de vida?
Precisamente porque el mes de mayo nos trae esta poderosa llamada a una oración más intensa y confiada, y porque en él nuestras súplicas encuentran más fácil acceso al corazón misericordioso de la Virgen, fue tan querida a Nuestros Predecesores la costumbre de escoger este mes consagrado a María para invitar al pueblo cristiano a oraciones públicas siempre que lo requiriesen las necesidades de la Iglesia o que algún peligro inminente amenazase al mundo. Y Nos también, Venerables Hermanos, sentimos este año la necesidad de dirigir una invitación semejante al mundo católico. Si consideramos, en efecto, las necesidades presentes de la Iglesia y las condiciones en las que se encuentra la paz del mundo, tenemos serios motivos para creer que esta hora es particularmente grave y que urge más que nunca hacer una llamada a un coro de oraciones de todo el pueblo cristiano.
El primer motivo de este llamada Nos lo sugiere el momento histórico que atraviesa la Iglesia en este período del Concilio Ecuménico. Acontecimiento grande éste, que plantea a la Iglesia el enorme problema de su conveniente "aggiornamento" y de cuyo feliz resultado dependerá durante largo tiempo el porvenir de la Esposa de Cristo y la suerte de tantas almas. Aunque es verdad que gran parte del trabajo se ha realizado ya felizmente, os aguardan todavía en la próxima Sesión, que será la última, graves tareas. Seguirá después la fase no menos importante de la actuación práctica de las decisiones conciliares que requerirá además el esfuerzo conjunto del Clero y de los fieles para que las semillas sembradas durante el Concilio pueden alcanzar su efectivo y benéfico desarrollo. Para obtener las luces y las bendiciones divinas sobre este cúmulo de trabajo que nos aguarda, Nos colocamos nuestra esperanza en Aquella a quien hemos tenido la alegría de proclamar en la pasada Sesión Madre de la Iglesia. Ella. que nos ha prodigado su amorosa asistencia desde el principio del Concilio, no dejará ciertamente de continuarla hasta la fase final de los trabajos.
El otro motivo de nuestra llamada lo constituye la situación internacional, la cual, como bien sabéis, Venerables Hermanos, es más oscura e incierta que nunca, ya que nuevas y graves amenazas ponen en peligro el supremo bien de la paz del mundo. Como si nos hubiesen enseñado nada las trágicas experiencias de los dos conflictos que han ensangrentado la primera mitad de nuestro siglo, asistimos hoy al temible agudizarse de los antagonismos entre pueblos de algunas partes del globo y vemos repetirse el peligroso fenómeno del recurso a la fuerza de las armas y no a las negociaciones, para resolver las cuestiones que enfrentan las partes contendientes. Esto trae como consecuencia que pueblos de Naciones enteras estés sometidos a sufrimientos indecibles causados por las agitaciones, las guerrillas, las acciones bélicas que se van extendiendo e intensificando cada vez más y que podrían constituir de un momento a otro la chispa de un nuevo y horroroso conflicto.
Frente a estos graves peligros de la vida internacional, Nos, conscientes de Nuestros deberes de Pastor supremo, creemos necesario dar a conocer nuestras preocupaciones y el temor de que estas discordias se exacerben hasta el punto de degenerar en un conflicto sangriento. Suplicamos por tanto a los responsables de la vida pública que no permanezcan sordos a la inspiración unánime de la humanidad que quiere la paz. Que hagan cuanto está en su poder para salvar la paz amenazada. Que sigan promoviendo y favoreciendo los coloquios y negociaciones en todos los niveles y en todas las ocasiones para detener el peligroso recurso a la fuerza con todas sus tristísimas consecuencias materiales, espirituales y morales. Que se trate de determinar según las normas trazadas por el derecho, de verdadero anhelo de justicia y de paz para estimularlo y llevarlo a la práctica y que se confíe todo acto leal de buena voluntad, de modo que la causa positiva del orden prevalezca sobre el desorden y la ruina.
Desgraciadamente, en esta dolorosa situación debeos constatar con grande amargura que con mucha frecuencia se olvida el respeto debido al carácter sagrado e inviolable de la vida humana y se recurre a sistemas y actitudes que están en abierta oposición con el sentido moral y con las costumbres de un pueblo civilizado. A este respecto, no podemos menos de elevar nuestra voz en defensa de la dignidad humana y la civilización cristiana, para deplorar los actos de guerrilla, de terrorismo, la captura de rehenes, las represalias contra las poblaciones inermes. Delitos estos que, mientras hacen retroceder el progreso del sentido de lo justo y de lo humano, irritan cada vez más los ánimos de los contendientes y pueden obstruir los caminos todavía accesibles a la buena voluntad, o hacer al menos cada vez más difíciles las negociaciones que, si son francas y leales, deberían conducir a un razonable acuerdo.
Esta nuestra preocupación, como vosotros bien sabéis, Venerables Hermanos, está dictada no por intereses particulares, sino únicamente por el deseo de la defensa de cuantos sufren y del verdadero bien de todos los pueblos. Y nos abrigamos la esperanza de que la conciencia de la propia responsabilidad delante de Dios y delante de la historia, tenga fuerza suficiente para inducir a los Gobiernos a proseguir en su generoso esfuerzo para salvaguardar la paz y remover cuanto es posible los obstáculos reales y psicológicos que se interponen a un seguro y sincero entendimiento.
Pero la paz, Venerables Hermanos, no es solamente un producto nuestro humano, sino que es también, y sobre todo, un don de Dios. La paz desciende del Cielo; y reinará realmente entre los hombres, cuando finalmente hayamos merecido que nos la conceda el Señor Omnipotente, el cual, juntamente con la felicidad y la suerte de los pueblos, tiene también en sus manos los corazones de los hombres. Por esta razón, Nos procuraremos alcanzar este insuperable bien orando; orando con constancia y diligencia, como ha hecho siempre la Iglesia desde los primeros tiempos; orando de modo particular con el recurso a la intercesión y a la protección de la Virgen María que es la Reina de la paz.
A María, pues, Venerables Hermanos, se eleven en este mes mariano nuestras súplicas para implorar con crecido fervor y confianza sus gracias y favores. Y si las grandes culpas de los hombres pesan sobre la balanza de la justicia de Dios, y provocan su justo castigo, sabemos también que el Señor es el «Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación» (2 Cor1,3) y que María Santísima ha sido constituida por El administradora y dispensadora generosa de los tesoros de su misericordia. Que Ella, que ha conocido las penas y las tribulaciones de aquí abajo, la fatiga del trabajo cotidiano, las incomodidades y las estrecheces de la pobreza, los dolores del calvario, socorra, pues, las necesidades de la Iglesia y del mundo, escuche benignamente las invocaciones de paz que a Ella se elevan desde todas partes de la tierra, ilumine a los que rigen los destinos de los pueblos y obtenga de Dios, que domina los vientos y las tempestades, la calma también en las tormentas de los corazones que luchan entre sí, y «det nobis pacem in diebus nostris», la paz verdadera, la que se funda sobre las bases sólidas y duraderas de la justicia y del amor; justicia al más débil no menos que al más fuerte, amor que mantenga lejos los extravíos del egoísmo, de modo que la salvaguardia de los derechos de cada uno no degenere en olvido o negación del derecho de los otros.
Vosotros, pues, Venerables Hermanos, de la manera que creáis más conveniente, dad a conocer a vuestros fieles estos Nuestros deseos y exhortaciones y procurad que durante el próximo mes de mayo se promuevan en cada una de las Diócesis y cada una de las parroquias especiales oraciones y que particularmente se dedique la fiesta consagrada a María Reina, el 31 de mayo, a una solemne y pública súplica por los fines indicados. Sabed que Nos contamos de un modo especial con las oraciones de los inocentes y de los que sufren, puesto que son estas voces las que más que otras cualesquiera, penetran los cielos y desarman la justicia divina. Y ya que se ofrece esta oportuna ocasión no dejéis de inculcar con todo cuidado la práctica del Rosario, la oración tan querida a la Virgen y tan recomendada por los Sumos Pontífices, por medio de la cual los fieles pueden cumplir de la manera más suave y eficaz el mandato del Divino Maestro: «Petite et dabitur vobis, quaerite et invenietis, pulsate et aperietur vobis» (Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y os abrirán) (Mt.7,7).
Con estos sentimientos y con la esperanza de que nuestra exhortación encuentre prontos y dóciles los ánimos de todos, a vosotros, Venerables Hermanos, y a todos vuestros fieles, impartimos de corazón la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de abril de 1965, segundo año de Nuestro Pontificado.
PABLO VI
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