SANTA MISA DE CLAUSURA DE LAS CELEBRACIONES POR EL XI CENTENARIO
DE LA LLEGADA A LA GRAN MORAVIA DE LOS SANTOS CIRILO Y METODIO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE PABLO VI
Basílica de San Clemente
Domingo 17 de noviembre de 1963
Venerables hermanos y queridos hijos:
Muchas han sido las festividades sagradas que en Roma y en otros muchos puntos se han celebrado para festejar el undécimo centenario de la llegada a la Gran Moravia de la doble embajada a los eslavos de los santos Cirilo y Metodio, a todas las cuales se suma felizmente el sagrado rito que hoy realizarnos en la iglesia de San Clemente.
En el cual no sólo hemos querido estar presentes, sino que sumamos a nuestra presencia algo que prorrogará el recuerdo de este día feliz hasta la posteridad y perpetuará esta festividad.
Cuando Cirilo, juntamente con su hermano Metodio se dirigió a Roma, una vez comenzado con fruto el apostolado en la Gran Moravia, fue recibido con grandes honores por Adriano II; y cuando poco después, más maduro en virtudes que en años, pasó a la patria celestial, aquel mismo Sumo Pontífice mandó depositar, con solemne pompa, su cuerpo en este antiguo e insigne templo.
En cierto modo repetimos hoy el obsequio de Adriano II para con un santo celestial, ínclito en gloria y méritos, y nos regocijamos en repetirlo, concediendo a este templo sus sagradas reliquias, reducidas a una pequeña muestra, no dudando que serán diligentemente custodiadas y religiosamente veneradas.
Este acto que realizamos en medio de tanta concurrencia tiene para vosotros mismos una gran significación: expresa faustos augurios que permiten mirar con esperanza al futuro.
Dios, glorificado en la Iglesia y en Cristo Jesús (cfr. Ef 3, 21), fomentó con un singular y maravilloso progreso la obra evangélica que entre vuestros antepasados realizaron los Santos Cirilo y Metodio
Vosotros mismos, aquí reunidos, magnífica corona de purpurados y obispos, a los que se suma una gran multitud de sacerdotes y fieles, ¿no sois la mies, nacida de los sudores y trabajos de otras mieses, a lo largo del transcurso de los siglos, que sembraron ambos predicadores de la verdad evangélica por la gloria de Cristo?
Nuestro predecesor Juan XXIII, de venerada memoria, en su carta apostólica Magnifici eventus, lleno de saludables intenciones, anheló que el centenario de la llegada de los Santos Cirilo y Metodio a la Gran Moravia trajera tiempos mejores y alcanzara frutos ubérrimos de gracia celestial. Hacemos nuestros los votos de nuestro predecesor y deseamos, fundados en una segura esperanza, que las sagradas reliquias de San Cirilo que enriquecerán este templo, al ser honradas con el culto debido, alienten la piedad, religión y el decoro religioso de vuestros pueblos, la concordia y la unión con la Sede de Pedro, de lo cual él dio un magnífico ejemplo.
(En italiano)
Venerables hermanos y queridos hijos: Traemos hoy a esta antigua basílica de San Clemente, llena de arte y de historia, las reliquias de San Cirilo, apóstol de los eslavos, para unirlas a las de su santo hermano Metodio. De igual forma que en otro tiempo los dos ardientes misioneros vinieron a Roma, para traer al Vicario de Cristo el don precioso de los restos mortales de San Clemente Romano, papa y mártir, hoy es el mismo sucesor de Pedro el que, con un acto de misteriosa continuidad, respondiendo a aquel gesto piadoso, devuelve a su iglesia predilecta un insigne fragmento de los restos de San Cirilo.
La Historia teje sus hilos con una coincidencia que sorprende y llena de gozo, llamando poderosamente nuestra atención al recordar acontecimientos antiguos, pero no muertos, de figuras gigantescas que todavía irradian su encanto de santidad y de gracia sobre nuestras almas llenas de estupor y admiración. Nos gozamos íntimamente, conscientes de lo exiguo de nuestros méritos, de ser el instrumento útil y emocionado de este significativo retorno.
Advirtiendo la arcana presencia de aquellos grandes pontífices y pastores en medio de nosotros, este rito piadoso y solemne imprime en nuestro espíritu “el sentido de la comunión de los santos”. Es un vínculo sutil que a todos nos estrecha en Cristo, uniendo con real y viva intimidad de oraciones, de afinidades, de sentimientos a los hijos de la Iglesia, que goza, alaba y repara con una única identidad de destinos eternos.
Estaremos, dentro de unos instantes, en presencia de Cristo en la celebración del misterio Eucarístico. En él, que renueva al Padre el ofrecimiento de su muerte redentora, “para juntar en uno sólo a los dispersos hijos de Dios” (Jn 11, 52), está basada y se alimenta nuestra unión fraterna, de la cual es el símbolo más emotivo la asamblea reunida en torno al altar. A El dirigimos la adhesión de nuestra fe y de nuestro amor; que en El aumente firmemente nuestra caridad, pues, según las palabras de San Juan Crisóstomo: “Nosotros somos su mismo cuerpo. ¿Pues que es, en suma, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿Y en qué se convierten los que comulgan? En el cuerpo de Cristo; no en distintos cuerpos, sino en un solo cuerpo. Porque de igual modo que el pan, hecho de muchos granos, está de tal forma unido que los granos no se ven..., así nosotros estamos estrechamente unidos entre nosotros y con Cristo” (In 1 Cor. hom. XXIV: P. G. 61, 200).
En esta mística, pero real unión, se rompen los límites que el tiempo y el espacio imponen a la debilidad humana; están presentes a nuestro espíritu los santos del cielo, vecinos y hermanos, solícitos por nuestra salvación y dispuestos a interceder y ayudarnos, con una corona orante que nos rodea en cada instante de nuestra vida.
La augusta plegaria del canon nos lo recuerda: “Communicantes et memoriam venerantes”. Estamos unidos en comunión de amor y veneración, unidos ante todo con la Bienaventurada Virgen, Reina de todos los santos y Madre tierna de los hijos todavía peregrinos sobre la tierra; con San Juan Bautista y con San José; con los Santos Pedro y Pablo, columnas luminosas de la Iglesia universal, y con los que, en esta antiquísima basílica, unidos con San Clemente Romano, con San Cirilo y San Metodio, con San Patricio y Santo Domingo, son aquí venerados.
Esta fraternidad que sentimos, y que nos hace penetrar en el cielo para sentirnos “conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Ef 19), llena de un gozo verdadero nuestro corazón y es un estímulo constante a una santa emulación, a la imitación generosa llena de santos propósitos, y nos incita a dar así el justo honor a los santos, pidiendo su protección para nuestro trabajo y tratando de reproducir fielmente sus ejemplos.
La intensidad de este vínculo celestial nos hace, finalmente, sentir estrechamente unidos a nosotros, y extender nuestra solicitud de caridad fraterna a todas las necesidades de la Iglesia, pues el amor al prójimo es el patrón para medir el amor a Dios: “Extiende tu caridad a todo el mundo —dice San Agustín— si quieres amar a Cristo, porque los miembros de Cristo están en el mundo” (In Ep. Io. ad parthos, 10, 78).
De la Iglesia de Roma, centro de comunión para todos los creyentes. y establecida para el ministerio de una caridad universal (cfr. San Ignacio Mártir), parta, pues, el ejemplo y la invitación a una unión cada vez más sincera y concorde, hecha de abnegación y sacrificio.
Unión entre sus hijos esparcidos por el mundo, en la obra de la edificación en la caridad, porque el testimonio que esperan hoy los alejados, los extraviados, los hostiles, es un amor mutuo, una entrega ardiente y decidida a los sufrimientos y miserias de los hermanos.
Y puesto que la celebración de hoy, en honor de Cirilo y Metodio, nos recuerda el pensamiento de las regiones orientales, a las cuales ellos abrieron los tesoros del Evangelio, y con ellos el conspicuo honor de las letras y las artes, nuestro pensamiento se dirige a nuestros hermanos de Oriente, de diversos ritos maravillosos y de gloriosa civilización, unidos a la Sede de Pedro por vínculo de secular fidelidad. Pero nuestro pensamiento se dirige también con afecto reverente a los hermanos separados, pertenecientes también a antiquísimas y pujantes comunidades cristianas, a los que una vez más manifestamos nuestro respeto y esperanza. También dirigimos un pensamiento afectuoso a las regiones donde la Iglesia en silencio y en medio de lágrimas aguarda el alborear de días mejores, dedicándoles a la jerarquía, a los sacerdotes y a los fieles palabras de esperanza, de aliento, de consuelo. Despierte presto el día en que, en un solo rebaño y un solo pastor, se restaure plenamente la unidad y la Iglesia muestre en todas partes su inmaculado esplendor.
Divino Redentor, que has amado a la Iglesia y que por ella Tú mismo te entregaste, para santificarla… y para que apareciera ante Ti llena de gloria (cfr. Ef 5, 26-27), haz brillar sobre ella tu santo rostro. Que tu Iglesia, una en tu caridad, santa con la participación de tu misma caridad, sea también hoy en el mundo estandarte de salvación para los hombres, centro de unidad para todos los corazones, inspiradora de santos propósitos para una renovación general y transformadora; que sus hijos, removida toda división e indignidad, le hagan honor, siempre y en todas partes, para que todos los hombres que aún no le pertenecen al mirarla te encuentren a Ti, camino de verdad y vida, y por Ti sean conducidos hasta el Padre en la unidad del Espíritu Santo. Amén, amén.
Confiando a María Santísima, a los Santos Pedro y Pablo, Clemente, Cirilo y Metodio la buena acogida de esta invocación, concedemos a cada uno de vosotros, y a vuestros seres queridos lejanos, una consoladora bendición apostólica.
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