SANTA MISA "IN CENA DOMINI"
HOMILÍA DE SU SANTIDAD PABLO VI
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves Santo 26 de marzo de 1964
Nos mismo hemos querido celebrar este rito “in coena Domini” porque hemos sido solicitados por la invitación, por el impulso de la reciente Constitución del Concilio Ecuménico sobre la Sagrada Liturgia, decididamente dirigida a aproximar las estructuras jerárquicas y comunitarias de la Iglesia lo más posible al ejercicio del culto, a la celebración, a la comprensión, al gozo de los sagrados misterios, contenidos en la oración sacramental y oficial de la Iglesia misma. Si todo sacerdote, como cabeza de una comunidad de fieles, si todo obispo, consciente de ser el centro operante y santificador de una Iglesia, desea, pudiéndolo, celebrar personalmente la santa misa del Jueves Santo, día memorable en que la santa misa fue celebrada por primera vez e instituida por el mismo Cristo para que lo fuese luego por los elegidos para ejercer su sacerdocio, ¿no debería el Papa, dichoso de tener esta oportunidad, realizar él mismo el rito en la conmemoración anual, que evoca su origen, medita su típica institución, exalta con sencillez pero con toda la posible e inefable interioridad su santísimo significado, y adora la oculta pero cierta presencia de Cristo santificador mismo para nuestra salvación?
Si quisiéramos justificar con otros motivos este propósito nuestro no tendríamos dificultades en encontrar muchos y excelentes; dos, por ejemplo, que pueden contribuir a hacer más piadosa y gozosa nuestra presente celebración; Nos sugiere el primero el múltiple movimiento, que fermenta en tantas formas diversas en el seno de nuestra sociedad contemporánea, y la estimula, aún a su pesar, a expresiones uniformes primero y unitarias después; el pensamiento humano, la cultura, la acción, la política, la vida social, la económica también —de por sí particular y que tiende al interés que distingue y opone a cada uno de los interesados—, están encaminados a una convergencia unificadora; el progreso lo exige y la paz se encuentra allí y de todo aquello tiene necesidad.
Pero el misterio que nosotros celebramos esta tarde es un misterio de unificación, de unidad mística y humana; bien lo sabemos; y aunque se realiza en una esfera distinta de la temporal, no prescinde, no ignora, no descuida la socialidad humana en el acto mismo que la supone, la cultiva, la conforta, la sublima, cuando este misterio, que justamente llamamos comunión, nos pone en inefable sociedad con Cristo, y mediante El en sociedad con Dios y en sociedad con los hermanos con relación diversas, según sean o no partícipes con nosotros de la mesa que juntamente nos une, de la fe que unifica nuestros espíritus, de la caridad que nos compagina en un solo cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo.
El segundo motivo, que si hace referencia, como decíamos, a todo sacerdote, a todo obispo, respecta principalmente a Nos, a nuestra persona y a nuestra misión que Cristo quiere poner en el corazón de la unidad de toda la Iglesia católica, y ennoblecerla con un título, impuesto por un Padre, desde los albores de la historia eclesiástica, de “presidente de la caridad”. Creemos nos incumbe el grande y grave oficio de recapitular aquí la historia humana anudada como a su luz y salvación, al sacrificio de Cristo, sacrificio que aquí se refleja y de modo incruento se renueva; nos toca atender una mesa a la que están invitados místicamente todos los obispos, todos los sacerdotes, todos los fieles de la tierra; aquí se celebra la hermandad de todos los hijos de la Iglesia católica; aquí está la fuente de la socialidad cristiana, convocada a sus principios constitutivos trascendentes y socorridas por energías alimentadas, no por intereses terrenos, que son siempre de funcionamiento ambiguo, ni por cálculos políticos, siempre de efímera consistencia, no por ambiciones imperialistas o dictámenes coercitivos, ni siquiera por el sueño noble e ideal de la concordia universal, que puede, a lo más, intentar el hombre, pero que no sabe realizar ni conservar; por energías, decimos, potenciadas por una corriente superior, divina, por la corriente, por la urgencia de la caridad, que Cristo nos ha conseguido de Dios y hace circular en nosotros, para ayudarnos a “ser una sola cosa” como lo es El con el Padre.
Hermanos e hijos míos; ni las palabras ni el tiempo son suficientes para decirnos a nosotros mismos la plenitud de este momento; esta es la celebración de uno y de muchos, la escuela del amor superior de los unos para con los otros, la profesión de la estima mutua, la alianza de la colaboración recíproca, el empeño del servicio gratuito, la razón de la sabia tolerancia, el precepto del perdón mutuo, la fuente del gozo por la fortuna de los demás, y del dolor por la desventura ajena, el estímulo para preferir el dar dones a recibirlos, la fuente de la verdadera amistad, el arte de gobernar sirviendo y de obedecer queriendo, la formación en las relaciones corteses y sinceras con los hombres, la defensa del respeto y veneración a la personalidad, la armonía de los espíritus libres y dóciles, la comunión de las almas, la caridad.
Leíamos, estos días, unas tristes palabras de un escrito contemporáneo, profeta del mundo sin amor y del egoísmo proclamado libertador: “Yo no quiero comunión de almas...”. El cristianismo no es así, está en los antípodas. Nos quisiéramos construir, bajo los auspicios de Cristo, una comunión de almas, la comunión más grande posible.
Digamos, por tanto a nuestros sacerdotes, ante todo, las palabras sacrosantas del Jueves Santo: “"Amémonos los unos a los otros como Cristo nos ha amado”. ¿Puede haber un programa más grande, más sencillo, más innovador de nuestra vida eclesiástica?
Digamos a vosotros, fieles, que formáis un coro en torno a este altar, y a todos vosotros distribuidos en el inmenso círculo de la santa Iglesia de Dios, otras palabras igualmente pronunciadas por Cristo el Jueves Santo; recordad que éste ha de ser el signo distintivo a los ojos del mundo de vuestra cualidad de discípulos de Cristo, el amor mutuo. “En esto todos conocerán...”.
Diremos a cuantos pueda llegar el eco de nuestra celebración de la cena pascual, en la fe de Cristo y en su caridad, las palabras del Apóstol Pedro: “Complaceos en ser hermanos” (1 P 2, 17). Por este motivo confirmamos aquí también nuestro propósito al Señor, de conducir a buen término el Concilio Ecuménico, como un gran acontecimiento de caridad en la Iglesia, dando a la colegialidad episcopal el significado y el valor que Cristo pretendió conferir a sus apóstoles en la comunión y en el obsequio al primero de ellos, Pedro, promoviendo todos los propósitos encaminados a aumentar en la Iglesia de Dios la caridad, la colaboración, la confianza.
También con este sentimiento de caridad en el corazón saludamos desde esta Basílica, cabeza y madre de todas las Iglesias, a todos los hermanos cristianos, por desgracia aún separados de nosotros, pero pretendiendo buscar la unidad querida por Cristo para su única Iglesia. Enviamos nuestro saludo pascual, el primero quizás en ocasión tan sagrada como ésta, a las Iglesias orientales ahora separadas de Nos, pero a Nos muy ligadas en la fe; salud y paz pascual para el patriarca ecuménico Atenágoras, por Nos abrazado en Jerusalén en la fiesta latina de la Epifanía; paz y salud a los demás patriarcas saludados por Nos, en la misma ocasión; paz y salud a los demás jerarcas de aquellas antiguas y venerables Iglesias, que han mandado sus representantes al Concilio Ecuménico Vaticano; paz y salud también a todos cuantos esperamos encontrar confiados un día en el abrazo de Cristo.
Salud y paz a toda la Iglesia anglicana, mientras que con sincera caridad y con la misma esperanza deseamos poder un día verla unida honrosamente en el único y universal redil de Cristo.
Salud y paz a todas las demás comunidades cristianas procedentes de la reforma del siglo XVI, que las separó de nosotros. Que la virtud de la Pascua de Cristo indique el justo y quizás largo camino para renovarnos en la perfecta comunión, mientras que ya buscamos con mutua estima y respeto cómo abreviar las distancias y cómo practicar la caridad, que esperamos un día verdaderamente victoriosa.
Mandamos también un saludo cordial, de reconocimiento, a los creyentes en Dios de una y otra confesión religiosa no cristiana, que acogieron con festiva reverencia nuestra peregrinación a los Santos Lugares.
También pensamos en estos momentos en toda la humanidad, estimulados por la caridad de Aquél que amó de tal forma al mundo que por él dio su vida. Nuestro corazón adquiere las dimensiones del mundo; ojalá adquiriera las infinitas del corazón de Cristo. Y vosotros, hermanos e hijos y fieles, estáis aquí presentes, ciertamente para celebrar con Nos el Jueves Santo, el día de la caridad consumada y perpetuada de Cristo por nuestra salvación.
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