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CONSAGRACIÓN DE LA IGLESIA DE LA ABADÍA DE MONTECASINO

HOMILÍA DE SU SANTIDAD PABLO VI

Festividad del Arcángel San Rafael
Sábado 24 de octubre de 1964

 

Señores cardenales, venerados hermanos arzobispos y obispos, reverendo abad de este celebérrimo monasterio, ilustres señores investidos de autoridad civil o militar, y vosotros, sacerdotes, monjes y religiosos aquí presentes, estudiantes, huéspedes de esta casa, fieles peregrinos, todos llegados para este acto: ¡Qué saludo dirigiros sino el acostumbrado en la piedad cristiana, el que aquí parece tener su expresión más verdadera y familiar: «Paz a esta casa y a todos los que en ella habitan»!

Aquí encontramos la paz, deseado tesoro, en su más segura custodia; aquí traemos la paz, como el mejor regalo de nuestro ministerio apostólico, que, dispensador de los misterios divinos, ofrece con amorosa prodigalidad, efusión de Vida, la gracia, fuente principal de paz y alegría. Aquí celebramos la paz, como luz que ha resucitado, tras el torbellino de la guerra, que había extinguido su llama piadosa y benéfica.

Paz a vosotros, hijos de San Benito, que hacéis de esa palabra tan elevada y delicada el emblema de vuestros monasterios, la escribís sobre las paredes de vuestras celdas y a lo largo de los muros de vuestros claustros, y, sobre todo, la imprimís como ley suave y recia en vuestro espíritu y la dejáis transpirar como sublime estilo espiritual en la elegante gravedad de vuestros gestos y de vuestras personas.

Paz a vosotros, alumnos de esta escuela del servicio divino y de sincera sabiduría, que aquí respiráis la paz como atmósfera propicia a todos los buenos pensamientos y deseos, y experimentáis algo que resume todas las pedagogías, que la paz de Cristo es principio y fin de toda plenitud humana, reflejo del pensamiento de Dios sobre nuestras cosas.

Paz a vosotros, señores de la ciudad terrena, que tenéis la intuición y el coraje —virtudes necesarias para subir hasta aquí arriba— de buscar en esta casa, como en una secreta y refrescante fuente, esa fuerza espiritual que cuanto más ajena a vuestros quehaceres temporales tanto más necesaria para ellos se demuestra, la virtud moral, la esperanza que los trasciende y los libera de su trágica vanidad, la bondad, en la que quisieran desenvolverse todos los esfuerzos humanos y cuya síntesis mejor se encuentra en el salmodiado diálogo con Dios.

Y paz a vosotros, hermanos de la Santa Iglesia, que al venir hoy con Nos a esta sagrada montaña, sentís el alma penetrada por un cortejo de recuerdos antiguos, por tradiciones seculares, testimonios de la cultura y del arte, figuras de pastores, de abades, de reyes y de santos; escucháis, como torrente aplacado, en río majestuoso por una voz encantadora y misteriosa, la historia que pasa, la civilización que se engendra y se desarrolla, la cristiandad que trabaja y se afianza; aquí escucháis el vivo latido de la Iglesia católica. Tal vez la memoria haga pronunciar a vuestras mentes las palabras que Bossuet dirigía a un gran benedictino, Mabillon: «Encuentro en la historia de vuestra santa Orden lo más hermoso que hay en la de la Iglesia» (Obras XI 107).

Pero entre las muchas impresiones que esta casa de paz despierta ahora en nuestras almas, una parece dominar a las demás, es que la virtud engendra la paz. Sucede con frecuencia que, asociando a la idea de paz, la de tranquilidad, la de cesación de hostilidades y su resolución en el orden y armonía, estamos fácilmente inclinados a pensar en la paz como inercia, descanso, sueño, muerte. Y hay toda una psicología, con su respectiva documentación literaria, que acusa a la vida pacífica de inmovilidad y de pereza, de ineptitud y egoísmo, y que enarbola la lucha, la agitación, el desorden y hasta el pecado como fuentes de actividad, de energía y de progreso.

Pero aquí encontramos una paz viva y verdadera; la contemplamos activa y fecunda. Aquí se nos manifiesta en su capacidad, interesante en extremo, de reconstrucción, de renacimiento y regeneración.

Hablan estos muros. La paz los ha hecho resurgir. De la misma forma que ahora nos parece increíble que la guerra haya tenido contra esta abadía, incomparable monumento de religión, cultura, arte y civilización, uno de los gestos más fieros y ciegos de su furor, tampoco nos parece verdad ver hoy resurgido el majestuoso edificio, como si quisiera hacernos creer que nada ha sucedido, que su destrucción fue un sueño y que podemos olvidar la tragedia que la había convertido en un montón de ruinas. Permitidnos, hermanos, llorar de emoción y de gratitud. Por obligaciones de nuestro cargo junto al Papa Pío XII, de venerada memoria, somos testigos documentados de cuanto la Sede Apostólica hizo para ahorrar a esta fortaleza no de las armas, sino del espíritu, el grave ultraje de su destrucción. Aquella voz, suplicante y soberana, inerme defensora de la fe y de la civilización, no fue escuchada. Montecasino fue bombardeado y demolido. De esta forma se consumó uno de los episodios más tristes de la guerra. No queremos ahora constituirnos en jueces de quienes fueron responsables. Pero no podemos dejar de deplorar que hombres civilizados se atrevieran a hacer de la tumba de San Benito escenario de despiadada violencia. Y no podemos hoy contener nuestra alegría al ver que las ruinas han desaparecido, que los sagrados muros de esta basílica han resurgido, que la mole austera del antiguo monasterio ha recuperado su figura en el nuevo. ¡Bendigamos al Señor!

La paz ha realizado el prodigio. Los hombres de la paz han sido sus magníficos y solícitos trabajadores. Hemos de aplicarles, en premio a su trabajo, la bienaventuranza que los acredita hijos de Dios: «Bienaventurados los pacíficos, dice Cristo, pues serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

Bienaventurados los artífices de la paz. Queremos expresar nuestro elogio a cuantos han participado en esta gigantesca obra de reconstrucción. Pensamos en el abad de este monasterio, en sus colaboradores, en sus bienhechores; en los técnicos, en los capataces y en los obreros. Es obligado un reconocimiento especial a las autoridades italianas, que han prodigado solicitud y los medios precisos para que la obra de la paz triunfase aquí sobre la obra de la guerra. De esta forma Montecasino se ha convertido en el trofeo de todo el ingente esfuerzo realizado por el pueblo italiano para la reconstrucción de este querido país, terriblemente despedazado de un extremo al otro de su territorio, y rápidamente, por la divina asistencia y en virtud de sus hijos, resucitado, más hermoso y más joven.

De esta forma celebramos la paz. Queremos aquí, simbólicamente, firmar el epílogo de la guerra; Dios quiera de todas las guerras. Queremos aquí convertir las «espadas en picos y las lanzas en hoces» (Is 2,4); es decir, las inmensas energías empleadas por las armas en matar y destruir, en volver a vivificar y a construir; y para llegar a tanto, queremos aquí regenerar en el perdón la hermandad de todos los hombres, abdicar aquí de la mentalidad que con el odio, el orgullo y la envidia prepara la guerra, y sustituirla por el propósito y la esperanza de la concordia y de la colaboración; desposar aquí a la paz cristiana con la libertad y el amor. La antorcha de la fraternidad tenga siempre en Montecasino su luz más piadosa y ardiente...

¿Es que solamente en virtud de su reconstrucción material polariza Montecasino estos votos, en los que parece encerrado el sentido de nuestra historia contemporánea y futura? Ciertamente que no. Es su misión espiritual; que encuentra en el edificio material la sede y el símbolo que para esto lo cualifica, Es su capacidad de atracción e irradiación espiritual, que puebla su soledad de las energías que necesita la paz del mundo.

Y ahora, hermanos e hijos, nuestro discurso quisiera ser una apología del ideal benedictino. Pero suponemos que cuantos nos rodean ya están informados de la sabiduría que anima a la vida benedictina, y que aquellos que la profesan conocen a fondo sus íntimas riquezas, y con ellas nutren sus gentiles y recias virtudes. Nos mismo las hemos hecho objeto de largas reflexiones; pero nos parecería superfluo y casi presuntuoso traducirlas ahora en palabras. Descubran otros el encantador secreto de este género de vida, que todavía vive y florece aquí.

Nos ahora somos portadores de otro testimonio, y no del testimonio sobre la índole de la vida monástica; lo expresamos con un sencillo enunciado: la Iglesia tiene necesidad hoy también de esta forma de vida religiosa; el mundo de hoy también tiene necesidad de ella. Nos abstenemos de aportar las pruebas, que, por lo demás, todos las ven surgir de la sola afirmación nuestra; si la Iglesia y el mundo, por diferentes, pero convergentes, razones necesitan que San Benito viva en la comunidad eclesial y social, y se circunde de su recinto de soledad y silencio y desde allí nos haga escuchar el acento encantador de su pacífica y absorta oración, desde allí nos atraiga y nos llame a sus claustros, para ofrecernos el cuadro de un taller del «servicio divino», de una pequeña sociedad ideal, donde reina como fin el amor, la obediencia, la inocencia, la libertad de las cosas y el arte de su buen empleo, la prevalencia del espíritu, la paz, en una palabra, el Evangelio. Que San Benito vuelva para ayudarnos a recuperar la vida personal; esa vida personal por la que hoy sentimos codicia y afán, y que el desarrollo de la vida moderna, que despierta en nosotros el deseo exasperado de ser nosotros mismos, sofoca mientras lo despierta, lo desilusiona mientras lo hace consciente.

Esta sed de verdadera vida personal presta actualidad al ideal monástico. Así lo comprendió nuestra sociedad, nuestro país, en otros tiempos muy propicio a la fórmula benedictina de la perfección humana y religiosa y ahora quizá menos fecundo que otros en vocaciones monásticas.

Corría el hombre en los siglos pasados al silencio del claustro, como corrió Benito de Nursia, para encontrarse a sí mismo («in oculis superni Spectatoris habitavit secum», nos recuerda San Gregorio Magno, biógrafo de San Benito), pero entonces esta fuga estaba motivada por la decadencia de la sociedad, por la depresión moral y cultural de un mundo que no ofrecía al espíritu posibilidades de conciencia, de desarrollo, de diálogo; se necesitaba un refugio para reencontrar seguridad, calma, estudio, oración, trabajo, amistad y confianza.

Hoy no es la carencia, sino la exuberancia de la vida social, lo que incita a este mismo refugio. La excitación, el alboroto, la febrilidad, la exterioridad, la multitud amenazan la interioridad del hombre; le falta el silencio con su genuina palabra interior, le falta el orden, la oración, la paz, le falta su propio yo. Para reconquistar el dominio y el gozo espiritual interior necesita restaurarse en el claustro benedictino.

Si el hombre se recupera a sí mismo en la vida monástica se recupera para la Iglesia. El monje tiene un puesto de elección en el Cuerpo místico de Cristo, una función providencial y urgente como nunca. Os lo decimos, pues sabemos y deseamos tener siempre en la noble y santa familia benedictina la custodia fiel y celosa de los tesoros de la tradición católica, la oficina de los estudios eclesiásticos más pacientes y serios, la palestra de las virtudes religiosas, y de una manera especial la escuela y el ejemplo de la oración litúrgica, que nos gusta saber que vosotros, benedictinos de todo el mundo, la tenéis siempre en alto honor, y esperamos que así será siempre, como es propio de vosotros, en sus formas más puras, en su canto sagrado y genuino, y para vuestro oficio divino en su lengua tradicional, el noble latín, y especialmente en su espíritu lírico y místico. La reciente Constitución Conciliar «de sacra Liturgia» espera de vosotros una adhesión perfecta y una apología apostólica. Os aguarda una tarea enorme y magnífica; de nuevo la Iglesia os pone sobre el candelabro, para que podáis iluminar a toda la casa de Dios con la luz de la nueva pedagogía religiosa que esta Constitución pretende instaurar en el pueblo cristiano; fieles a las veneradas y auténticas tradiciones, y sensibles a las necesidades religiosas de nuestro tiempo, seréis una vez más beneméritos, por haber introducido en la espiritualidad de la Iglesia la vivificante corriente de vuestro gran maestro.

No diremos nada ahora de la función que el monje, el hombre que se ha reencontrado a sí mismo, puede tener no sólo con relación a la Iglesia —como decíamos—, sino también con respecto al mundo; al mismo mundo que él ha dejado, y al que permanece vinculado en virtud de nuevas relaciones, que su misma lejanía viene a crear en él: oposición, estupor, ejemplo, posible confidencia y diálogo secreto, fraternal complementariedad. Digamos solamente que esta complementariedad existe, y asume una importancia mucho mayor cuanto más grande es la necesidad que el mundo tiene de los valores conservados en el monasterio, y más los tiene no como si se los hubieran arrebatado, sino como si se los conservaran para él, a él se le presentaran y se le ofrecieran.

Vosotros, los benedictinos, lo sabéis por vuestra propia historia especialmente, y el mundo lo sabrá cuando recuerde lo que os debe y lo que todavía puede conseguir de vosotros. El hecho, es tan grande e importante que toca la existencia y consistencia de nuestra antigua y siempre viva sociedad, aunque hoy tan necesitada de extraer linfa nueva de las raíces, donde encontró su vigor y esplendor, las raíces cristianas, que San Benito en tan gran parte le proporcionó y alimentó con su espíritu. Es un hecho tan hermoso; que merece recuerdo, culto y confianza. No porque haya que pensar en un Medievo caracterizado por la actividad dominante de la abadía benedictina; hoy a nuestra sociedad le dan un rostro distinto sus centros culturales, industriales, sociales y deportivos, sino por dos capítulos que todavía hacen desear la austera y delicada presencia de San Benito entre nosotros: por la fe que él y su Orden predicaron en la familia de los pueblos, especialmente en la llamada Europa; la fe cristiana, la religión de nuestra civilización, la de la unidad, en la que el gran monje solitario y social nos educó hermanos, y por la que Europa fue la cristiandad. Fe y unidad, ¿qué cosa mejor podemos desear y pedir para todo el mundo, y de manera especial para la selecta y conspicua porción, que, repetimos, se llama Europa? ¿Qué cosa más moderna y más urgente? ¿Y qué cosa más difícil y contrapuesta? ¿Qué cosa más necesaria y más útil para la paz?

Y, precisamente, para que a los hombres de hoy, para los que pueden trabajar y para los que sólo pueden aspirar, les sea intangible y sagrado el ideal de la unidad espiritual de Europa, y no les falte la ayuda de lo alto para realizarlo con prácticas y providenciales ordenanzas, hemos querido proclamar a San Benito, Patrono y protector de Europa.



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