MISA DE CANONIZACIÓN DE SANTA TERESA DE JESÚS JORNET E IBARS
HOMILÍA DE PABLO VI
Domingo 27 de enero de 1974
Venerables Hermanos y amados Hijos:
Hace unos momentos, con emoción contenida y en virtud de nuestra autoridad apostólica, hemos pronunciado una sentencia solemne, agregando al catálogo de los Santos a Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars, fundadora de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. La hemos declarado Santa, es decir, digna de recibir el culto universal en la Iglesia; nos encomendaremos a su intercesión y la podremos tomar como orientación para nuestra vida espiritual.
Con mirada atónita contemplamos el milagro de arcana predilección divina que supone la santificación de un alma, cuyo sorprendente camino por la vida terrena, imitando a Cristo, pasa de los sufrimientos a la cumbre de la gloria.
Nos encontramos ante una de esas figuras que dejan una impronta propia y profunda de su paso por el mundo, legando a la Iglesia y a la sociedad el sello de su personalidad siempre lozana e inmarcesible: servir, inmolarse por los demás, será la faceta distintiva de la espiritualidad de Santa Teresa Jornet quien, obedeciendo a un mismo impulso de amor al necesitado, eligió un modelo de vida similar al que sirvió también a la Sierva de Dios, Juana Jugan, fundadora del Instituto de las «Petites Soeurs des Pauvres», cuya causa de beatificación esperamos pueda ser reanudada próximamente.
Es consolador contemplar con cuánta profusión de formas y de colorido espirituales se van perfilando -prodigios de la gracia- nuevos cuadros de la santidad de la Iglesia. En la obra límpida y transparente de un alma consagrada, como Santa Teresa Jornet, se trasluce la misma ansia que animara a su homónima abulense para desplegar, en formas diversas, la hermosura y la riqueza inagotables del designio de salvación.¡Cuántas páginas de historia eclesial, bellísimas, llevan impresos esos lances del amor divino que brotan del corazón de Cristo, como manantial perenne de luz y de verdad!
Difícil seguir en detalle la vida y la actividad de la Madre Teresa. La niña de Aytona y Lérida, la estudiante y maestra de Fraga y Argensola, a la búsqueda de su vocación entre las Terciarias Carmelitas y las Clarisas de Briviesca, deja el paso a la religiosa gallarda y sencilla que, mientras cubre distancias y recorre las ciudades más diversas, sabe conservar el secreto de su dinamismo: la unión con Dios. Alma que amaba pasar desapercibida, pero que no por ello dejaba de marcar con su huella personal, recia y dulce al mismo tiempo, las bases mismas de su incipiente obra. Ella supo guiar, desde sus primeros pasos, el nuevo Instituto, desde Barbastro a Valencia y Zaragoza, extendiéndolo después -en un incansable afán caritativo- por buena parte de la geografía española y que más tarde se trasplantaría a América.
Teresa Jornet tuvo algo, misterioso si se quiere, que nos atrae. A su lado se siente esa presencia inefable de la Vida que la sostuvo y la alentó en sus afanes de consagración a Dios y al prójimo, orientándola hacia la senda concreta de la caridad asistencial.
El fruto de la ingente labor desplegada por tan humilde religiosa cuajó de manera admirable, pero sin clamor externo. El quehacer de la gracia será siempre algo misterioso. La opción hecha en la intimidad del alma sabe de la predilección divina, de la acción fecundadora del Espíritu.¡Quién podría describir por qué rutas y celadas Santa Teresa ha ido descubriendo a su Esposo! Al abrazar un género de vida abnegada, ella ha querido realizar el programa de santidad trazado por el Divino Maestro: descubrir la verdadera felicidad, la Bienaventuranza que esta escondida, como un precioso tesoro oculto, en el amor y servicio a los pobres y necesitados.
Al contemplar la figura de la nueva Santa y de la multitud de vírgenes que en el Instituto por ella fundado inmolan su vida por los ancianos desamparados, sentimos que el ánimo se nos inunda de afecto indecible. ¡Servir a los Ancianos Desamparados! Sabemos bien que son miles y miles las personas que han podido beneficiarse de tan espléndida corriente de gracia y caridad. Esta da un matiz peculiar al carisma confiado a Santa Teresa, que se insiere con fuerza lógica en la misión misma de Cristo y de todo apóstol: «para evangelizar a los pobres me ha enviado» (Luc. 4, 18).
Hoy más que nunca, en esta época de gigantescos progresos, estamos asistiendo al drama humano, a veces desolador, de tantas personas llegadas al umbral de la tercera edad y que ven aparecer a su alrededor las densas nieblas de la pobreza material o de la indiferencia, del abandono, de la soledad. Nadie mejor que vosotras, amadísimas hijas, Hermanitas de los Ancianos Desamparados, conoce lo que ocultan los pliegues recónditos de tan triste realidad. Vosotras habéis sido y sois las confidentes de esa especie de vacío interior que no pueden llenar, ni siquiera con la abundancia de recursos materiales, quienes están desprovistos y necesitados de afecto humano, de calor familiar. Vosotras habéis devuelto al rostro angustiado de personas venerables por su ancianidad, la serenidad y la alegría de experimentar de nuevo los beneficios de un hogar. Vosotras habéis sido elegidas por Dios para reiterar ante el mundo la dimensión sagrada de la vida, para repetir a la sociedad con vuestro trabajo, inspirado en el espíritu del evangelio y no en meros cálculos de eficiencia o comodidad humanas, que el hombre nunca puede considerarse bajo el prisma exclusivo de un instrumento rentable o de un árido utilitarismo, sino que es entitativamente sagrado por ser Hijo de Dios y merece siempre todos los desvelos por estar predestinado a un destino eterno.
¡Oh! Si pudiéramos penetrar en vuestras comunidades y residencias, allí sorprenderíamos a tantas hijas de la nueva Santa que, como ella, están difundiendo caridad: caridad encerrada en un gesto de bondad, en una palabra de consuelo, en la compañía comprensiva, en el servicio incondicional, en la solidaridad que solicita de otros una ayuda para el más necesitado. Bien sabemos que vuestra entrega a los ancianos, cuyos achaques requieren de vosotras atenciones delicadas y humanamente no gratas, tienen un ideal, una pauta, un sostén: el amor a Cristo que todo lo soporta, todo lo supera, todo lo vence, hasta lo que para tantas mentalidades de hoy, empapadas de egoísmo o prisioneras del placer, es considerado una locura. Ese amor que se alimenta en la oración y que adquiere un ulterior dinamismo en la Eucaristía llevó a vuestra Santa Fundadora y os impulsa a vosotras a ver en los ancianos una mística prolongación de Cristo, a atenuar en ellos sus fatigas, sus enfermedades, sus sufrimientos, cuyo alivio repercute con cadencias de evangelio en el mismo Cristo: «a Mí me lo hicisteis». ¡Esta es la respuesta de la caridad! ¡Ese es el sentido de lo que humanamente sería inexplicable ! ¡Esa es la respuesta a quienes verían mejor empleada, en otros campos eclesiales, la vitalidad de vuestras llamas vocacionales que mantienen la tenue y casi apagada existencia de los ancianos! Y ello es una constante interpelación a la conciencia del hombre de hoy, insensible con frecuencia ante la realidad de los beneficios, aun sociales, que aporta la caridad hecha en nombre de Cristo, ¡caridad operativa que Santa Teresa, con fina percepción, intuyó tan necesaria en un problema de su tiempo! Caridad que encuentra hoy la misma necesidad y la misma urgencia.
Nuestras palabras se concentran ahora para rendir homenaje de devoción a Santa Teresa Jornet Ibars. Su vida queda en nuestra memoria como ejemplo de virtud; y su obra, fielmente continuada por las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, es una invitación apremiante a la acción caritativa y social. Mientras la invocamos como Santa, demos gracias a Dios que nos ha permitido ser testigos de las maravillas de su gracia en una hermana nuestra, en quien se cumplen admirablemente las palabras proféticas: «enalteció a los humildes» (Luc. 1, 52). Tal exaltación redunda en honor de todo el Pueblo de Dios, pero especialmente de España, tierra de Santos, que en todo tiempo ha sabido dar ejemplos de piedad, de generosidad, de heroísmo, de santidad. Justo honor el que hoy rendimos a un pueblo tan querido que, entregándose generosamente a las tareas del espíritu, ofrece siempre la reserva de lo esencial y definitivo: su fe cristiana, arraigada y vital. Honor pues a España, con el reconocimiento de la Iglesia entera.
Y, superada toda frontera, ¡honor a la misma Iglesia! que invoca entre sus Santos a esta española, universal por el espíritu y el alcance de su obra. Gloria a la Iglesia, que ve correr por sus miembros la savia siempre nueva de la caridad que su Divino Fundador le infundió como esencia de la tarea salvadora. Hoy resplandece más, de hermosura y de gozo, al proclamar la santidad de una de sus hijas, proponer su nombre e invocar su intercesión para ejemplo y ayuda de todos los bautizados.
No queremos concluir sin dedicar unas palabras a la nutrida representación española que, con sus celosos Pastores -cuya presencia nos complace de modo particular-, nos trae el dulce y compacto testimonio del catolicismo de España, tan vinculada a esta Cátedra de San Pedro. Nuestro deferente y especial saludo a la Misión Extraordinaria enviada por el Gobierno español, a los Señores Cardenales y Hermanos todos en el Episcopado; nuestra afectuosa bienvenida a los sacerdotes, religiosos y peregrinos españoles, y sobre todo a vosotras, Hijas de Santa Teresa Jornet, y a vuestros ancianos que, en prueba de agradecimiento, han querido asistir a esta memorable ceremonia.
Ante el ejemplo de Santa Teresa, repetimos a todos los presentes y a cuantos en la distancia se encuentran espiritualmente unidos, la exhortación de San Pablo: «haced demostración de vuestra caridad y acreditad los encomios que de vosotros hicimos a la faz de las Iglesias» (2 Cor. 8, 24). Así sea. Con nuestra Bendición Apostólica.
* * * * * * * *
Pare a noi doveroso aggiungere una parola in lingua italiana per estendere ai fedeli presenti che hanno propria questa lingua la riflessione che non può mancare sopra l’avvenimento che noi abbiamo ora compiuto, e che per sempre, da oggi in poi, la Chiesa cattolica non cesserà di ricordare e di magnificare come avvenimento gioioso. Noi ci limitiamo ora a indicare semplicemente i motivi principali di gaudio, che sono salienti di questo rito singolare e solenne: esso deve appunto riempire i nostri animi di santa letizia.
E il primo motivo è la natura stessa d’una canonizzazione. Che cosa è una canonizzazione? È una sentenza, che impegna il magistero della Chiesa, circa la santità d’una persona, che è dichiarata appartenere in gloriosa pienezza al Corpo mistico di Cristo, nella sua finale e perfetta condizione di Chiesa celeste. Essa è pertanto, e innanzi tutto, una glorificazione, quale a noi membra della Chiesa terrestre è possibile, della santità di Dio, fonte d’ogni nostro bene, e di Cristo, causa meritoria della nostra salvezza, nell’effusione animatrice dello Spirito Santo. È il riconoscimento della divina perfezione, cioè della santità di Dio, riverberata in un’anima eletta, come la luce del sole si riflette nelle cose che esso illumina col suo splendore e conferisce alle cose l’irradiazione della bellezza. E questa divina derivazione della santità, e perciò del culto che alla santità d’una creatura noi tributiamo, è da tenere sempre presente a tutela della nostra dottrina cattolica, che mentre esalta la santità dei Santi, la riconosce e la celebra relativa e tributaria di quella unica e somma di Cristo e di Dio, e infonde in noi, ancora pellegrini verso la patria celeste, una grande gioia, tutta esultante di ammirazione e di speranza, facendoci sempre esclamare: mirabilis Deus in Sanctis suis (Ps. 67, 36).
Perché questo è il significato del culto dei Santi, il riconoscimento dei doni di Dio in anime fortunate e felici, che tali doni (come i talenti della parabola evangelica) non solo hanno ricevuto, ma hanno in sé e fuori di sé coltivati e moltiplicati.
Ed ecco allora il secondo motivo della nostra gioia: ammirare nella nuova Santa l’epifania, cioè la manifestazione dei doni divini, sia al loro grado iniziale, di doti naturali o di carismi soprannaturali, e sia al loro grado di espansione, di professione, di sviluppo, che caratterizza la particolare e sempre originale fisionomia della Santa che celebriamo. E qui non possiamo tacere l’elogio dello studio dei Santi, cioè della agiografia. Se ogni studio della vita umana, considerata nella sua esistenziale fenomenologia, è sempre interessantissimo (quanta scienza, quante arti vi trovano il loro inesauribile nutrimento! ), quale interesse, quale passione dovrebbe avere per noi lo studio dell’agiografia, cioè delle vite dei Santi, nei quali questo soggetto di studio, ch’è il volto umano, svela segreti di ricchezza, di avventura, di sofferenze, di sapienza, di drammaticità, in una parola, di virtù, che non possiamo riscontrare in pari vigore di esperienza e di espressione, e finalmente di ottimista affermazione, in altri viventi, siano pur essi dotati di straordinarie qualità.
La parola « edificazione » è qui appropriata; la conoscenza della vita dei Santi è per eccellenza una edificazione. Così ricordassero i nostri maestri di spirito e di umanesimo e i nostri educatori del popolo la prodigiosa, staremmo per dire la misteriosa efficacia pedagogica e formativa d’attingere alla scuola dei Santi la vocazione e l’arte di vivere bene, da veri uomini e da veri cristiani! Eccoci dunque oggi, convocati da questa Chiesa nostra, Madre e Maestra, alla scuola della nuova Santa Teresa di Gesù Jornet e Ibars!
Che cosa diremo? noi ci risparmiamo ora l’apologia, che sarebbe di regola, della vita mirabile di questa cittadina della terra dichiarata cittadina del paradiso, e perciò esemplare in molti e meravigliosi suoi aspetti. La brevità stessa di questo discorso sarebbe insidiosa alla sua fedeltà: del resto voi tutti conoscete l’itinerario biografico della Santa; il quale, per nostra fortuna scolastica, si presta alla sintesi più densa e più breve, se osserviamo ch’esso ebbe una sola traccia, altrettanto aspra che rettilinea, quella della carità verso il prossimo; e quale carità ! Dovremo avere tutti la saggezza di descrivere alla nostra meditazione questa polivalente lezione di carità, e senza volerci difendere dalla sorprendente sua somiglianza con altri e non pochi nel nostro tempo profili agiografici, che ci sembrano quasi coincidere in un medesimo, o analogo disegno di vita dedicata alla regina delle virtù, la carità, troveremo fonti di meraviglia e modelli di imitazione nella figura serena, dolce e forte, di questa Santa, specialmente in due aspetti caratteristici, quello della carità rivolta alla vecchiaia abbandonata, carità che (senza far torto a qualsiasi altra sua espressione) ci sembra eroica e originale, e quello dell’avere suscitato nella Chiesa di Dio una nuova Famiglia religiosa, che vediamo qui splendidamente rappresentata, e che tutta si consacra con incomparabile dedizione, al medesimo esercizio di carità cristiana e sociale. Aprire gli occhi, dobbiamo, fratelli e figli, appunto affinché le nostre anime possano godere di così mirabili irradiazioni del Vangelo immortale, del servizio, del silenzio, del sacrificio, dell’amore evangelico, quale Cristo insegna e suscita tutt’oggi nella sua Chiesa.
E alla fine non vogliamo tacere un terzo motivo del nostro gaudio odierno, e lo enunciamo appena, sebbene anch’esso si presterebbe a lunghe dissertazioni. Noi godiamo che Santa Teresa di Gesù Jornet e Ibars sia un nuovo regalo che la Spagna cattolica fa alla Chiesa di Dio e all’umanità del nostro tempo. Sì, ella era spagnola; e noi godiamo che quella terra fiera e generosa sappia ancora germinare fiori di tanta bellezza spirituale e frutti di tanta fecondità umana e sociale.
Noi non vogliamo tacere l’augurio - un vaticinio? - che la Spagna possa sempre trovare nella fedeltà alle sue tradizioni religiose e storiche la fonte della sua piena, originale e magnifica espressione, per la sua libera, organica e compatta interiore unità e per il suo rinnovato impulso al compimento dei gravi e grandi doveri che oggi la storia propone ad ogni civile e progredente società.
L’umile e grande Figlia della Spagna, che noi oggi eleviamo all’onore degli altari, possa essere ispiratrice di pace e di prosperità interiore ed esteriore al suo nobile e piissimo Popolo, e lo conforti ad attingere dalle sue straordinarie energie etniche e morali quel rinnovamento generale e spirituale, individuale e sociale che l’indizione dell’Anno Santo propone ad ogni Nazione, alla nostra santa Chiesa cattolica principalmente.
Così sia, con la nostra Apostolica Benedizione.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana