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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PABLO VI
CON MOTIVO DEL DOMUND

Sábado 19 de octubre de 1963

 

¡Venerables hermanos y amados hijos!

Desde las primeras horas en que, con humilde y confiada obediencia a los adorables designios de Dios, asumimos el honor y el peso del supremo ministerio apostólico fue impulso espontáneo del espíritu declarar en presencia de todo el mundo nuestro esencial y más urgente deber, que es el de promover con toda solicitud y cuidado la dilatación del reino de Dios. Y en nuestro primer mensaje nos complacimos en saludar como “la niña de nuestro ojos” a los misioneros, los cuales representan el testimonio constante, elocuente y seguro de que la voluntad del Divino Fundador de difundir la luz y los beneficios del Evangelio a todos los hombres es siempre actual y eficiente en su Iglesia.

Henchir lo antes posible la tierra del nombre y de las gracias de Cristo, a fin de que toda lengua confiese que El es el único Señor y Salvador de todos, para gloria del Padre; conducir a la paz y a la salvación todo el género humano, al que Dios hizo descender de uno solo para que poblase toda la tierra. ¿No es acaso ésta la misión propia y la acción constante de la Iglesia? Tal “misión”, que define y limita el inmenso campo en el que se extiende la doctrina y se realiza la actividad de la Iglesia, es la continuación de la obra redentora de Cristo entre los hombres.

El Señor reserva a unos predilectos la gracia de una vocación particular para enviarlos por los caminos más difíciles e impracticables del mundo y con su auxiliadora asistencia les hace capaces de afrontar las empresas más arduas. Pero detrás de estos escuadrones desplazados en la vanguardia de la Iglesia deben estrecharse en compacta milicia todos aquellos que han recibido de Dios el don privilegiado de la fe. La tarea de esta ordenada milicia consiste, ante todo, en suplicar al Dueño de la mies que se digne enviar cada vez más numerosos y fervientes operarios a trabajar en su campo. Y también en ofrecer a los escogidos operarios evangélicos la ayuda necesaria, que les consienta entregarse con tranquilidad y presteza a su difícil labor. Nos mismo hemos tenido la suerte de observar personalmente cuántas son sus necesidades, con qué gratitud acogen ellos y cómo hacen fructificar las ayudas que reciben. Queremos referirnos con vivo recuerdo al viaje que Nos realizamos el año pasado, durante el cual visitamos muchas estaciones misioneras del África meridional y muchas también del África centro-occidental, constatando sus inmensas necesidades y recogiendo al mismo tiempo una excelente impresión de su floreciente vitalidad.

Todo el mundo católico conoce y ama las Obras misionales Pontificias, que se proponen organizar y avalorar la generosidad de los fieles en favor de los heraldos del Evangelio; la primera y principal de todas, la Obra de la Propagación de la Fe, a la que se asocian: como preciosas auxiliares de la Obra de la Santa Infancia y la Obra de San Pedro Apóstol para el clero nativo de los países que se abren al Evangelio. Es alma de ellas la Pontificia Unión Misional del Clero, que, por medio de los sacerdotes, nutre el espíritu misionero en todos los fieles.

Son llamadas Obras Pontificias, porque son propias de la Sede Apostólica, las cuales, aunque no excluyen, otras iniciativas de ayuda a las misiones y para fines particulares, superan evidentemente a todas en cuanto expresión directa y más completa de la solicitud del Supremo Pastor de la grey de Dios por todas las iglesias. En efecto, ellas, en nuestro nombre, proveen según un plan universal y con una visión total de las más variadas necesidades a la ayuda espiritual y material que ha de ser destinada a todas las misiones.

Se dice justamente que en nuestro tiempo se hacen cada vez más frágiles los confines que circunscriben uno u otro pueblo, porque todo problema importante adquiere casi naturalmente las dimensiones del mundo. Y el cristiano había ya aprendido de su Divino Maestro el precepto de la caridad, que tiene alcance universal y hermana íntimamente a todos los hombres que viven bajo el cielo. Educados en el ansia y el fervor de una caridad misionera y universal, que se extiende a todos y a todos abraza, los fieles se revelarán también más dispuestos e idóneos para responder a las llamadas más particulares y para contribuir a iniciativas más circunscritas.

Deseamos por esto, siguiendo el ejemplo de nuestros predecesores, recomendar con paternal solicitud y afectuosa insistencia nuestras obras misioneras a nuestros venerables hermanos del episcopado, al amadísimo clero diocesano y regular, a cuantos de diversos modos se consagran a los altísimos intereses del reino de Dios, a todos los fieles que el Señor ha querido confiar a nuestros cuidados. Cada uno, según la propia responsabilidad y el propio cometido, con espíritu de fe y de luminosa caridad, contribuya en la mayor medida que le sea consentido al incremento de las obras misionales pontificias que, por voluntad de la Sede Apostólica, deben ser instituidas en todos las diócesis de cada nación en donde los beneméritos directores nacionales y diocesanos de estas obras —en colaboración con la sagrada jerarquía— prodigan sus energías y su entusiasmo. Nos es, por tanto, grato aprovechar la ocasión para dirigir a ellos, de modo particular, una palabra de viva complacencia y de paternal aliento.

Elévese de todos los rincones de la Tierra, en consonancia con nuestra voz, un coro de constantes súplicas para que se realice visiblemente el misterio de la voluntad de Dios, el cual quiere conducir nuevamente los hombres a su único Jefe, Cristo, y cuantos se encuentran todavía lejos de El sean atraídos en virtud de la sangre de Cristo y florezca por doquier en expresiones concretas aquella caridad ardiente y activa que capacita a todos los fieles para comprender las dimensiones del amor de Cristo, “ut impleamini in omnem plenitudinem Dei”.

Las ángeles del cielo acojan el coro universal de súplicas, los meditados propósitos, los diligentes esfuerzos por la dilatación del reino de Cristo, a los que es renovada invitación la celebración del Domund (jornada misionera mundial) y los presenten a Dios. De allí descenderán copiosos los dones de las recompensas y consuelos celestiales, de los que quiere ser prenda y reflejo nuestra bendición apostólica.

 


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