DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS PEREGRINOS QUE PARTICIPARON EN LA BEATIFICACIÓN
DE DOMINGO DE LA MADRE DE DIOS
Domingo 17 de octubre de 1963
La Iglesia militante, tras larga espera y prolongada reflexión, ha inscrito hoy entre los elegidos de la Iglesia triunfante a este nuevo beato, el padre Domingo de la Madre de Dios, religioso pasionista, que vivió en la primera mitad del siglo pasado.
Deslumbrante luz del nuevo campeón de santidad
Bendigamos a Dios y démosle gracias, ante todo, por la gloria que por ello le corresponde: “soli Deo honor et gloria” (1Tm 1, 17) (sólo a Dios el honor y la gloria), repitiendo incesantemente: “Te damos gracias por tu inmensa gloria”. Alegrémonos luego con la familia religiosa de los clérigos descalzos de la Santísima Cruz y Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, congregación religiosa fundada en el siglo XVIII por San Pablo de la Cruz, madre ya fecunda en santos y ahora enriquecida con la elevación de otro hijo al honor de los altares; gocémonos finalmente nosotros mismos con toda la Iglesia, que saca a la luz a un nuevo campeón de la santidad y admira en él tales signos del espíritu santificador que le hace concluir que su alma bendita debe estar ya gozando de la visión beatífica, y que su historia y sus obras son dignas de ser recordadas siempre, conocidas y estudiadas para enseñanza, edificación e imitación nuestra, que somos peregrinos sobre la tierra hoy, como él lo fue ayer, por las sendas de la vida temporal, dirigiéndonos con la ayuda de Dios, a la misma meta, la vida eterna.
Una de las intenciones que mueven a la Iglesia a tributar a uno de sus miembros esta solemne exaltación, que llamamos beatificación, es precisamente dar a conocer a un hijo suyo singular y victorioso, y proponerlo al culto de los fieles, como alma privilegiada en la que la acción de la gracia ha sido más profunda y más manifiesta, y como ejemplar en el que el esfuerzo por la virtud ha sido más vigoroso e instructivo.
Es decir, la Iglesia tributa a uno de sus hijos el honor público y oficial, que por un lado es para gloria de Dios y por otro se refleja sobre sí misma, para nuestra común edificación, como antorcha encendida, en obsequio a Dios, que ilumina a la asamblea de los fieles reunidos en oración. Ese luminoso reflejo, esta vez, nos alumbra casi de improviso, porque, fuera de los hermanos del nuevo beato y de una pequeña serie de devotos y estudiosos, el padre Domingo, no era, entre nosotros, conocido en demasía. La cultura común que con frecuencia tiene, con respecto a los héroes de la santidad, una erudita información, casi lo ignoraba; y tampoco su figura de maestro y de asceta era muy familiar en los ambientes de la moderna hagiografía, ni en los jardines floridos del fervor religioso. No era una figura popular. En estos últimos años ha comenzado a hablar de él su hermano en religión, el padre Federico Menegazzo de la Dolorosa, que hoy nos brinda para leer una amplia vida del beato, y también algunos beneméritos estudiosos, entre ellos el llorado José de Luca, pero como iniciados investigadores y especialistas descubridores de documentos ocultos y aspectos históricos inadvertidos por los manuales corrientes. Y he aquí que esta beatificación viene a sacar a la luz a un personaje de gran mérito, y no en virtud de un solo título.
Apóstol ferviente y abanderado de la verdad.
De esta forma conocemos que el padre Domingo es digno de mención como autor escolástico de buenos trabajos de teología y filosofía, por ejemplo, sobre la infalibilidad pontificia, se anticipa con segura visión de la doctrina a la definición que algunos años después haría el Concilio Vaticano I. Y sabemos que el padre Domingo fue fecundo escritor de libros de ascética y mística, de los cuales nos ha quedado su autobiografía, la mayor parte en manuscrito; documentos, no siempre de acuerdo con nuestras exigencias literarias, pero notables por ilustrar dignamente la vida religiosa de nuestro ochocientos, y útiles por enriquecer el pensamiento y la experiencia con la historia de la espiritualidad, fruto de largos y profundos estudios, de prolongadas reflexiones y elaboraciones interiores, si hemos de creer dictadas por él, aunque sin tomarlo a la letra, las normas que proponía a los escritores de libros doctrinales: “No escribáis jamás sobre el papel la primera línea de una obra, sin antes haber escrito la última en el cerebro. Diez años de lectura. Veinte de meditación, y una hora de composición, si queréis hacer una obra digna de admiración” (Ms., VII, 1, c. 222).
Este perfil de hombre de las letras sagradas nos hará ciertamente más interesante el del hombre de acción y oración: sabemos que el padre Domingo fue un gran maestro de ascética, predicador infatigable, apóstol y apologeta experto en las corrientes del pensamiento de su tiempo, cargadas entonces también de ideas antiguas y nuevas y de peligrosos errores; se dedicó a la correspondencia con hombres de ideas y de acción en un radio mucho más vasto que el claustral y local. Y la acción entró en su vida: gobierno de su familia religiosa, viajes, fundaciones.
Predicar a Jesús Crucificado
La historia del padre Domingo, que no sobrepasó los cincuenta y siete años (fecha que parece ser meta de muchas grandes vidas) fue tan intensa y llena de acontecimientos, desde los más interiores, que se pueden contar entre los fenómenos místicos, a los más externos de extenuantes fatigas apostólicas. No es éste el momento de narrar su historia.
Bástenos recordar un hecho y destacar un aspecto, que pueden caracterizar sumaria, pero fielmente al nuevo beato.
El aspecto, digno de consideración, es el de su entrega a la pasión de Cristo y la devoción a la Virgen Dolorosa. Este piadoso hermano nuestro celestial parece repetirnos las palabras de San Pablo, como síntesis y definición de su vida: “Pues resolví no saber nada entre vosotros, a no ser Cristo, y éste crucificado” 1Cor 2, 2). El padre Domingo, no solamente predicó el culto a la Cruz del Señor, sino que él mismo la llevó. Fue paciente, mortificado. Esta nota dolorosa se acentúa al paso que su peregrinación toca a su fin, nos deja entrever el lado dramático de su espiritualidad, que habría de ser, en los diversos designios de la divina voluntad, la de todo cristiano: “El que quiera venir en pos de mí, dice el Señor, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24). El padre Domingo hizo resonar el eco de esta voz divina, y ahora a nosotros, si es que no somos falsos devotos, nos la repite de nuevo; y el que le recuerde, la tendrá perenne y siempre la repetirá.
Y el hecho que hace recordar al padre Domingo, es bien conocido, y ha sido hasta hoy el principal título de su notoriedad. El hecho de la conversión de Newman; fue el padre Domingo el que la tarde del 8 de octubre de 1845, en Littlemore, recogió la profesión decidida de fe católica de aquel alma singular. La extraordinaria importancia de aquel sencillo acontecimiento y la creciente grandeza del célebre inglés hacen brillar sobre el humilde religioso una luz deslumbradora. Súbita surge a nuestros labios la pregunta: ¿Fue él quien convirtió a Newman? ¿Cuál fue el influjo del padre Domingo sobre él?
El P. Domingo y el gran Newman.
Estas preguntas son hoy todavía de vivísimo interés y si la respuesta no puede atribuir a nuestro beato el mérito directo de aquella formidable conversión, madurada, como se sabe, tras laboriosas y dramáticas meditaciones, han de reconocerle, sin embargo, otros dos méritos notables: el de haber escuchado una arcana e inexplicable vocación, claramente enunciada en su alma, desde los primeros años de su vida religiosa: consagrar su ministerio apostólico a Inglaterra, donde los pasionistas aún no habían llegado; lo cuenta él mismo, todavía novicio en 1814: “Al final de septiembre o a primeros de octubre, sobre el mediodía, mientras oraba ante el altar de la Virgen, le fue revelada la fecha en que sacerdote profeso, iniciaría el ministerio y el campo de apostolado entre los disidentes: el noroeste de Europa, especialmente Inglaterra”
(cfr. padre Federico, págs. 48 y 474). Y en uno de sus trabajos ascéticos, ahora publicados, pondrá en los labios de Cristo su singular vocación, cuando todavía no se había realizado: “Inglaterra, la querida Inglaterra, sobre la que tú (alma devota) tantas lágrimas has derramado, se dispone ahora a volver a entrar de nuevo en mi redil; y dentro de poco florecerá allá el fervor de la fe, de los primeros fieles” (Archivo it. Per la Storia della pietà, II, pág. 142). El padre Domingo será el primer pasionista que entre en Inglaterra, y, viviendo él todavía, se fundarán allá cuatro casas de su Congregación, que, según los criterios humanos, no parece responder a la mentalidad inglesa.
Enseñanza de viva esperanza
Pero los caminos del Señor son distintos. Pues podemos contar como otro mérito del nuevo beato el haber sido la imagen más apropiada para ganarse la estima y la admiración de Newman, que hará de la figura de aquel humilde religioso un personaje impresionante de uno de sus libros (Loss and Gain), y que lo recordará en la famosa “apología” con sencillas, pero elocuentes palabras: “Es un hombre sencillo y santo, y al mismo tiempo dotado de notable talento. No conoce mis intenciones, mas yo pretendo pedirle la admisión en el Único Redil de Cristo...” (cap. VI, hacia el final).
Y escribirá después: “El padre Domingo fue un admirable misionero. Un predicador lleno de celo. Tuvo una gran parte en mi conversión y en la los demás. Su mirada tenía ya algo de santo. Cuando recordaba su figura me conmovía profundamente de la forma más extraña. La gallardía y afabilidad de su trato, unida a su santidad era para mí ya un santo discurso. No es de extrañar que fuera su convertido y su penitente. Tenía un gran amor a Inglaterra...” (Deposición al cardenal Parrochi, cfr. padre Federico, pág. 474).
Y ya nos basta. Pero es de creer y de augurar que el acercamiento de estas dos santas figuras, el beato padre Domingo y el cardenal John Henry Newman, no abandonará ya nuestro espíritu, que continuará pensando en el sentido misterioso de su encuentro con gran esperanza y oración duradera.
Tuvo un gran amor a Inglaterra.
(En inglés)
“Tuvo un gran amor a Inglaterra”. Así escribía Newman del nuevo beato, padre Domingo de la Madre de Dios. Esta frase puede definir la figura de este humilde, pero fiel seguidor del Evangelio de Cristo; puede sintetizar el curso histórico de los sentimientos de la Iglesia de Cristo hacia esa isla de preclaros destinos; puede ser la expresión del actual momento espiritual de la sede apostólica, que ahora eleva a la gloria de los bienaventurados a este generoso misionero, cuyos brazos se abrieron generosamente a lo más venerable y significativo de esa parcela del campo de la heredad cristiana; puede parecer como el suspiro que se elevara del corazón del Concilio Ecuménico, que se está celebrando en esta basílica, por el sufrir sereno y siempre confiado de la hermandad católica.
“Tuvo un gran cariño a Inglaterra”. Frase de Newman, que ya hemos mencionado y que parece indicar que el amor del ferviente religioso, misionero de Roma, tenía por principal objeto a Newman, promotor y representante del movimiento de Oxford, que despertó gran inquietud religiosa, y suscitó grandes energías espirituales; hacia aquel que, en las abundantes tareas de su misión —“tengo que realizar una misión”— guiado únicamente por el amor a la verdad y la fidelidad a Cristo, se trazó el camino, más penoso, pero más grande, significativo y determinado, que el pensamiento humano haya recorrido a lo largo de la última centuria, llegando a la plenitud de la verdad y de la paz.
Y si esta frase es atribuible a un representante tan distinguido de tan gran pueblo, en un tiempo como el nuestro, ¿no será también realidad hoy en el cielo, en el corazón de este amado beato, y aquí, en el corazón de todos los fieles que hoy celebran su gloria, y desean imitar su ejemplo?
Al considerar estas cosas, alimentamos una gran esperanza, y elevamos una gran súplica en nuestra oración.
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