MENSAJE DEL PAPA PABLO VI
AL PUEBLO FRANCÉS
TRANSMITIDO POR LA RADIOTELEVISIÓN FRANCESA
Viernes 6 de diciembre de 1963
Queridos hijos de Francia:
Nos sentimos felices al poder, gracias a la Radiotelevisión francesa, dirigirnos directamente a vosotros y mostrar a todos los sentimientos que nos animan al pensar en vuestro país.
¡Francia! ¿Cómo expresar en palabras todo lo que esta sola palabra evoca en nuestro espíritu? ¡Riqueza de tradiciones en los campos más variados del pensamiento, del arte, de la ciencia, de la técnica! Inmenso patrimonio religioso especialmente enriquecido continuamente con nuevas aportaciones en el curso de los siglos.
Desde nuestros años más jóvenes venimos admirando el puesto que ocupan en el mundo de la cultura vuestros pensadores, vuestros escritores, vuestros oradores sagrados. Hemos leído y meditado vuestros autores espirituales que tan bien saben unir a la profundidad del pensamiento la precisión y la belleza de la expresión literaria.
Con cuánta alegría descubrimos —durante viajes por desgracia demasiado rápidos— la armonía de vuestros paisajes, el atractivo de vuestras provincias, los tesoros de vuestros museos, el esplendor de vuestras catedrales y el fervor de vuestros santuarios, en particular el de Nuestra Señora de Lourdes, adonde tuvimos la fortuna de peregrinar.
A lo largo de los años de nuestro servicio al Vaticano, durante el pontificado de dos grandes Papas amigos de Francia, Pío XI y Pío XII, tuvimos múltiples ocasiones de tomar contacto con personalidades representativas de las grandes corrientes del pensamiento y de la acción, tan abundantes y destacadas en vuestra patria. Por estos contactos pudimos apreciar mejor el papel de vuestro país en la historia y actividad religiosa del mundo, la originalidad, la fecundidad de sus iniciativas, su proyección más allá de vuestras fronteras.
Sobre lodo nos ha llamado la atención el espíritu misionero de Francia, su generosidad, su empeño en beneficiar a los demás pueblos con sus propias riquezas, espirituales y materiales. Pensamos en particular en esas naciones, hoy independientes, de Asia y de África, que en tan gran parte —gustosos ellos mismos lo reconocen— son deudoras de vuestros misioneros y de vuestros administradores en lo que respecta a su actual nivel de civilización.
En el mundo de transformaciones profundas en que vivimos deseamos que Francia, fiel a su vocación secular, continúe realizando el papel que la Providencia le ha asignado en el concierto de las naciones, y que lo realice con una conciencia cada vez más aguda de su responsabilidad con relación a los pueblos que en ella tienen puesta su mirada.
A nuestros hijos los sacerdotes y católicos de Francia les decimos, llenos de confianza: Continuad siendo, en los caminos del apostolado moderno, los esforzados pioneros que la Iglesia necesita. Continuad vuestro magnífico movimiento de investigación religiosa y teológica, de vuestra Acción Católica, de vuestras iniciativas litúrgicas y pastorales. Continuad aportando vuestra múltiple contribución al pensamiento y a la vida de la Iglesia, y poned generosamente al servicio de los demás vuestros propios descubrimientos y experiencias. Pero que el pensamiento de las posibles repercusiones de vuestras iniciativas os incite constantemente a unir al celo la prudencia, al espíritu emprendedor una razonable fidelidad a las tradiciones del pasado, a la valentía de vuestras concepciones la preocupación de una amorosa sumisión a los que tienen la principal responsabilidad del apostolado. Pues solamente así podréis responder plenamente y con fruto a las esperanzas de la Iglesia y trabajar con eficacia en bien de vuestra patria.
Mientras ante los ojos de la cristiandad se desarrollan las etapas de un Concilio Ecuménico en el que está siendo preciosa la contribución de los padres y teólogos franceses, permitidnos, finalmente, que os invitemos a todos a redoblar con intensidad la oración, la docilidad humilde, la práctica generosa de las obras de piedad, de penitencia y de misericordia, con las cuales os pedimos, como nuestro inolvidable predecesor Juan XXIII, sostengáis los trabajos de las asambleas y comisiones conciliares.
A vosotros, hijos queridos de Francia, a vuestras familias —en especial a las que han sido maltratadas por los acontecimientos o por los hombres—, a vuestros jefes espirituales y temporales y, finalmente, a vuestros compatriotas que no comparten vuestras creencias, pero que mantienen, lo sabemos, una actitud de respeto y deferencia para con la Iglesia católica, concedemos de todo corazón, como testimonio de nuestra benevolencia, y prenda de las gracias que pedimos para vuestro querido y gran país, una afectuosa bendición apostólica.
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