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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL SACRO COLEGIO CON OCASIÓN DE LA NAVIDAD


Martes 24 de diciembre de 1963

 

Señor cardenal:

A usted, al Sacro Colegio, a los miembros de la Prelatura y de la Curia Romana, nuestro sentido agradecimiento por el devoto homenaje que se manifiesta en esta numerosa y dignísima presencia, y por los gentiles augurios de que la autorizada voz, por Nos tan querida y conocida, del decano del Sacro Colegio ha sido noble intérprete.

Apreciamos profundamente el significado eclesiástico de adhesión, de fidelidad, de colaboración que este acto representa para Nos, todavía sorprendidos por nuestra elevación al Oficio Apostólico, y hoy, por primera vez, ocupados en acoger la profesión de estos profundos sentimientos, percatándonos cuánto superan estas obligaciones a nuestras humildes fuerzas, buscamos y encontramos en esta profesión un sólido consuelo, en la soledad, en el temor, en la responsabilidad a que el cargo de las llaves nos expone, y la seguridad y la experiencia de un diálogo, de una comunidad de afecto no menos cortés que solidaria.

Valor espiritual de las felicitaciones navideñas

Más aún apreciamos el valor espiritual de las felicitaciones que nos habéis presentado, llenas de inspiración y virtud por la siempre brillante y conmovedora celebración de los santos misterios navideños, y que nos desean de la Divina Bondad, que apareció con la venida de Nuestro Señor sobre esta tierra pródiga de misericordia, lo que más vale, la ayuda de la gracia de Dios.

Usted, señor cardenal, ha querido sumar a sus felicitaciones el recuerdo sucinto, pero concreto y persuasivo, de los acontecimientos más importantes que han interesado y conmovido, en el año que va a terminar, a la Iglesia romana, protagonista de algunos, espectadora de otros y siempre, como es su costumbre y su deber, atenta y sensible. Compartimos los motivos de interés y de piedad que le han sugerido esta sucinta reseña. Y compartimos igualmente los profundos y religiosos sentimientos que ha querido hacer deducir de ellos. De los acontecimientos mencionados hay uno que no puede quedar sin nuestra conforme y para Nos grave y obligada mención, la piadosa muerte de nuestro venerado y llorado predecesor Juan XXIII, cuya herencia espiritual quiso la Divina Providencia que recogiéramos, continuando su magna y difícil tarea. Una vez más, pues, rendimos reverente obsequio y tributamos un piadoso sufragio a su querida memoria; pero no para detenernos en este momento en la visión de su breve pero ilustre pontificado, sino para encontrar en su recuerdo la invitación, el consejo, el empeño de proseguir el sendero que él trazó, mirando hacia delante, al menos en el futuro inmediato, dejando al piloto divino de la barca de Pedro, que a todos nos conduce, orientarla hacia riberas lejanas que nuestra mirada no puede descubrir si no es con el presagio y la esperanza.

La nave, segura por el mar del mundo

De igual forma que usted, señor cardenal, mirando hacia atrás, Nos mirando hacia adelante, queremos también formular nuestros augurios para cuantos componen esta magnífica concurrencia, y podríamos decir también que para toda la Iglesia romana. Nuestra navegación, para atenernos una vez más a esa bella y conocida imagen de la nave apostólica, está empeñada en ese doble y continuo problema: conservar el precioso e intangible tesoro de su patrimonio religioso y surcar el proceloso mar de este mundo; mantenerse a flote y navegar, tarea simultánea de la Iglesia romana, que en su doble símbolo de la piedra y la nave expresa maravillosamente la dialéctica de sus deberes y de sus destinos. ¿Y quién desconoce que el mar de nuestra historia actual está preñado de vientos y tempestades? ¿Que nuestro siglo está en plena y peligrosa transformación? Supliquemos al Maestro divino, que con nosotros navega y parece dormir misteriosamente, cuando crece en nosotros el desasosiego por la incertidumbre práctica y por el peligro amenazador, para que no nos deje perecer, y no nos dejará perecer. Pero para no recibir la reprobación que hizo a los discípulos en el episodio evangélico en que calmó la tempestad, de ser hombres de poca fe, ¿no tendremos que pedirle que nos dé una fe mayor, y con ella una mayor capacidad, tanto para defender el sagrado “depositum” que con nosotros llevamos como para atrevernos con el mar que nos rodea, queremos decir para conocer el momento histórico por el que atravesamos, para llegar al mundo sin fe, pero noble, en el que vivimos? Queremos hoy, pues, augurarnos a nosotros mismos y a nuestros colaboradores —muchos, humanamente hablando, más expertos y más virtuosos que Nos— el conocimiento más atento, más sagaz y más amante posible de nuestro tiempo, para superar sus insidias, para aprovechar sus oportunidades, para descubrir sus sufrimientos, para dar con sus virtudes escondidas. Es arte difícil establecer esta relación entre el elemento inmutable de nuestra fe y el ambiente cambiante de nuestro tiempo, es una ciencia que requiere la luz divina, es caridad que supone abandono de todo lo que no es real interés del reino de Dios. Este es el objeto de los augurios en las fiestas inminentes y para el año que viene, que especialmente os dirigimos a vosotros que no sólo estáis junto a Nos en el difícil gobierno de la Iglesia, sino que también sois nuestros generosos y leales colaboradores. Porque precisamente el momento actual requiere esta virtud.

La conclusión del Concilio

Es preciso, venerables hermanos y queridos hijos, que llevemos a feliz término el gran Concilio Ecuménico que hace poco ha concluido su segunda sesión. Esta última fase del sínodo universal nos parece la más laboriosa y la más importante. Y al paso que os debemos a todos un sincero agradecimiento por el esfuerzo laborioso realizado en las dos sesiones ya celebradas, os tenemos que invitar a un nuevo esfuerzo para su tercera fase, en muchos aspectos grave y decisiva. Todavía queda mucho por hacer. Pues si el Concilio se ha proporcionado una estructura propia, de considerables dimensiones y complejidad, no está por ello dispensada la Curia Romana de llevar el peso de su provechoso funcionamiento, tanto porque la actividad de las Comisiones conciliares se desarrolla en el ámbito de los problemas religiosos de que sustancialmente se ocupan los dicasterios romanos, como porque no pocos de vosotros tenéis funciones personales de responsabilidad y de trabajo en el seno de estas mismas Comisiones. De vuestra colaboración depende en gran parte el éxito práctico del próximo período conciliar. Es necesario que vuestra diligente actividad ayude al Concilio a conseguir, fácilmente, conclusiones que gozan del sufragio supremo del Papa juntamente con el de la Asamblea de los padres conciliares. La celebración del Concilio no es (como cierto ignorante e incauto publicista ha insinuado) una prueba de fuerza entre poderes opuestos, sino que es la expresión de un mismo y supremo poder, que se pronuncia con una sola voz, que resulta de la voz de los miembros conciliares unida a la voz soberana del Papa, es decir, es un momento de comunión suma de espíritus y de juicios que la Iglesia romana ha de preparar ante todo, esforzándose para que el momento de la máxima manifestación de autoridad coincida en aspecto y espíritu con el de la máxima caridad.

Especial encuentro con el Divino Maestro

Y para que así suceda, como usted, señor cardenal hace unos instantes ha indicado, y para que se consigan las grandes metas que el Concilio Ecuménico se propone, partiremos dentro de pocos días, en humilde y rápida peregrinación, a la tierra de Jesús, a Palestina, país que fue teatro de la historia bíblica, de los patriarcas, de los profetas, de los Apóstoles y de Cristo Nuestro Señor, como para extraer de la misma raíz la certeza y la fuerza que la Iglesia hoy necesita vivamente en tan gran epifanía de su perenne vitalidad, y por los obstáculos y necesidades que encuentra en el mundo. Seremos el primero, con gozo y temeroso estupor, en recorrer hacia atrás un camino que primero el Apóstol Pedro recorrió, conduciéndolo hasta aquí para instalarse en Roma y sellar con su sangre su firme e inamovible testimonio.

¿Qué es este viaje? ¿Una excursión de turismo? ¿Una conveniencia política? ¿Una evasión de los deberes que nos retienen y nos ligan aquí? No. Si así fuera temeríamos que, desde los primeros pasos, nos sucediera lo que un día —acaso histórico, pero ciertamente simbólico— sucedió a Pedro. Cuenta San Ambrosio en su famoso discurso contra Ausencio, que el Apóstol Pedro se encontraba en Roma en peligro al comienzo de la primera persecución. Nos dice:

«Almas buenas cristianas le suplicaron que se alejase un poco. Y aunque él estaba dispuesto a afrontar la muerte, sin embargo, en consideración al pueblo que se lo pedía, condescendió; pues le pedían que se reservase, con el fin de instruir y confirmar a la comunidad. Pero ¿qué sucedió? Una noche se puso en camino fuera de las murallas, pero viendo cerca de la puerta a Cristo, que salía a su encuentro, le dijo: “Domine quo vadis?” (¿Adónde vas, Señor?). Cristo le respondió: “Venio iterum crucifigi” (Vengo para ser de nuevo crucificado). Y comprendió Pedro que Cristo se refería a su propia cruz. Y espontáneamente volvió sus pasos.» (Serm. cont. Auxentium, 13).

Paz y unidad para todo el pueblo cristiano

Nosotros también esperamos encontrar al Señor en nuestro viaje, que nos parece, por su novedad, por su significado, por su resonancia, tiene una gran importancia, cuyas dimensiones no podemos calcular ahora; pero intuimos serán inmensas, por lo menos. como símbolo, como presagio y en sus intenciones; es, pues, un viaje histórico, quizá fecundo en gracia y paz para la Iglesia y para el mundo. Pues bien: al encontrar a Cristo esperamos que no frene, sino que guíe nuestros pasos, y no le preguntaremos dónde va, sino le diremos que vamos hacia El, y con humilde y supremo coraje, como Pedro en el lago cuando la tempestad, le pediremos: “Domine si Tu es, jube me ad te venire super aguas” (Señor si eres Tú, mándame caminando a Ti sobre las aguas). Y esperamos escuchar en el espacio inmenso, en la profunda noche de nuestra misteriosa historia actual, el sonido de la voz divina que dice: “Veni, ven” (Mt 14, 28-29).

E iremos hacia El, y le pediremos perdón de todos nuestros fallos; le testimoniaremos nuestra fe, que el Padre inspira y hace invencible, nuestro humilde y total amor: “Tu scis quia amo te” (Tú sabes que yo te amo), le ofreceremos “su Iglesia”, edificada sobre la piedra que El mismo escogió, afianzada y convertida en cimiento de su misterioso edificio. Le pediremos que nos conceda la suma fortuna de acoger a todos los hermanos en Cristo, también a aquellos que están aún en los umbrales, y a todas las gentes, también a las altivas y alejadas, por la perfecta unidad de su Iglesia y por nuestra paz,

Luego volveremos, venerables hermanos, si a El le place, para reanudar con vosotros, con la Iglesia de la urbe y del orbe, el trabajo de hoy, el Concilio, y el trabajo de los siglos, la redención del mundo.

Y confiando en vuestras oraciones, en vuestra colaboración, en vuestra obediencia, intercambiamos y revalidamos con nuestra bendición apostólica, cordialmente y dentro del espíritu de la santa Navidad, los mejores votos para vuestras personas y para vuestros generosos esfuerzos.

 


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