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PEREGRINACIÓN DEL PAPA PABLO VI A TIERRA SANTA

MENSAJE DEL SANTO PADRE AL MUNDO DESDE BELÉN

Festividad de la Epifanía
Lunes 6 de enero de 1964

 

En Belén, Nos tenemos que dirigir tres palabras sencillas: la primera, a Cristo; la segunda, a la Iglesia, y la tercera, al mundo.

1. A Cristo, en esta festividad de la Epifanía —que reviste el doble aspecto de la manifestación de Dios y del llamamiento de los pueblos a la fe—, Nos ofrecemos de todo corazón, con humildad y modestia, pero con sincera alegría, nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.

Solemnemente, Nos le dirigimos, haciéndola nuestra, la profesión de fe de Pedro: “Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Nos le decimos además, como Pedro: “Señor, ¿a quién seguiremos nosotros? Sólo Tú posees las palabras de la vida eterna”. E incluso Nos hacemos nuestro el arrepentimiento y la confesión sincera de Pedro: “¡Señor!, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amamos”.

A sus pies, como antaño lo hicieron los Magos, Nos depositamos aquí los presentes simbólicos, reconociéndole como el Verbo de Dios hecho carne y el Hombre, hijo de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, el más excelso nacido entre toda la Humanidad. Nos le saludamos como el Mesías, el Cristo, el mediador, intercesor único, insustituible entre Dios y los hombres. El es el Pastor, el Señor, el Rey, el que fue, el que es y el que será.

Esta es la misma confesión que proclama hoy la Iglesia de Roma. Esta Iglesia que fue la de Pedro y fundasteis vos mismo, Señor, sobre esa misma piedra, y que, por consiguiente, es realmente vuestra Iglesia. Y he aquí la razón por la que se sigue conservando, prolongando vuestra Iglesia a través de la sucesión apostólica, ininterrumpida desde sus comienzos; salvad, Señor, esta Iglesia, defendedla, purificadla y fortificadla. Tú eres su vida, el Cristo de la Iglesia de Roma.

Esta confesión, esta profesión de fe, Señor, es la de toda vuestra Iglesia, a la que vos habéis querido y mantenido, una, santa, católica y apostólica. Todos los pastores y presbíteros, todos los religiosos y fieles, todos los catecúmenos de vuestra Iglesia universal os ofrecen, al mismo tiempo que Nos, esta misma profesión de fe, de esperanza y de caridad. Todos nos acogemos a vuestra magnanimidad y confesamos vuestra grandeza. Todos nosotros escuchamos vuestra palabra y esperamos vuestra vuelta en el fin de los siglos. Todos nosotros os agradecemos, Señor, el habernos salvado, elevado a la dignidad de hijos de Dios, de haber hecho de nosotros vuestros hermanos y de habernos infundido con los dones del Espíritu Santo. Todos nosotros os prometemos vivir cristianamente, dentro de un esfuerzo de permanente obediencia a vuestra gracia, de renovación en nuestras costumbres. Todos nosotros os prometemos extender por el mundo vuestro mensaje de salvación y de amor.

2. Delante de este pesebre, Señor, Nos queremos ahora dirigir nuestra palabra a la Iglesia, a la cabeza de la cual vos habéis querido poner esta humilde persona para que sea pastor universal.

He aquí cuál es esta palabra: simplemente que la Iglesia de Cristo quiera hoy estar de todo corazón con Nos y quiera asociarse profundamente a la ofrenda que en su nombre también Nos ofrendamos al Señor. En esta comunión reside su eficiencia, su dignidad y su armonía, juntamente con esas características que dan autenticidad a la verdadera Iglesia. Nosotros vivimos la hora histórica en la que la Iglesia de Cristo debe vivir su unidad profunda y visible. Esta es la hora para nosotros de responder al deseo de Jesucristo: “Que ellos se unan completamente y que el mundo conozca que Tú, Padre mío, Tú me has enviado”. A la unidad interna de la Iglesia se corresponde en el exterior su fuerza apologética y misional.

Debemos concluir nuestro Concilio Ecuménico, debemos asegurar para la vida de la Iglesia una nueva forma de sentir, de querer, de comportarse; hacerle recobrar una belleza espiritual bajo todos los aspectos: en el terreno del pensamiento y de la palabra, en el de la oración y de la enseñanza, en el arte sacro y en la legislación canónica: Hará falta un esfuerzo unánime, al que todos los diferentes grupos deberán aportar su colaboración. Que cada uno comprenda esta llamada que le dirige Cristo por medio de nuestra voz.

Esto Nos lo decimos a los católicos, que pertenecen ya a la barca de Cristo. Pero Nos no podemos forzar la misma invitación a los hermanos cristianos que no están en comunión completa con nosotros. Sin embargo, está claro a todos que no se puede eludir el problema de la unidad; hoy esta voluntad de Cristo se impone en nuestras mentes y nos inclina a emprender con sabiduría y amor todo aquello que sea factible de permitir a todos los cristianos de gozar de la gran bienaventuranza y del supremo honor de la unidad de la Iglesia.

Aun en las circunstancias tan particulares en que nos encontramos hoy, Nos debemos decir que tal resultado no puede ser nunca obtenido a costa de un detrimento de la fe y de sus dogmas. Nos no podemos ser infieles al patrimonio de Cristo, pues no es nuestro, sino suyo; nosotros no somos más que los depositarios y los intérpretes. Pero lo repetimos una vez más: Nos estamos dispuestos a tomar en consideración todo medio razonable susceptible de facilitar las vías del diálogo, de alcanzar el mutuo respeto y la caridad absoluta con nuestros hermanos cristianos todavía separados de nosotros. La puerta del redil está abierta. La espera de todos es leal y cordial. El deseo es firme y permanente. El sitio disponible es amplio y cómodo. El paso a dar es esperado con todo nuestro afecto y puede ser dado con honor y en medio de un gozo mutuo. Nos no queremos exigir unas etapas que entonces no serían libres ni plenamente espontáneas. Habrá de ser fruto del aliento divino, donde y cuando Este quiera. Nos esperaremos ese feliz momento, que ha de llegar. Mientras tanto, Nos pedimos a nuestros queridísimos hermanos separados solamente lo que deseamos para nosotros mismos: que el amor de Cristo y de la Iglesia inspire todo posible movimiento hacia el acercamiento y el encuentro. Nos procuraremos que el deseo de entendimiento y unión permanezca vivo e inalterable; Nos pondremos nuestra confianza en la oración. Aun cuando ella no sea todavía común, puede ser al menos simultánea y ascender paralelamente desde nuestros corazones, como desde los de los cristianos separados, para unirse a los pies del Altísimo, del Dios de la unidad.

Esperando, Nos saludamos con mucho respeto y afecto a los ilustres y venerados jefes de Iglesias distinta de la nuestra, reunidos aquí, a los que agradecemos cordialmente su participación en nuestra peregrinación, rendimos homenaje a la parte que ellos poseen del auténtico tesoro de la tradición cristiana y les expresamos nuestro deseo de un entendimiento dentro de la fe, la caridad y la disciplina de la única Iglesia de Cristo, Nos enviamos nuestros votos de paz y de prosperidad a todos los pastores, religiosos y fieles de estas mismas Iglesias, sobre todos los cuales Nos invocamos la luz y la gracia del Espíritu Santo.

3. Nos queremos, por fin, en este bendito lugar y en esta hora especialísima, dirigir algunas palabras al “mundo”. Por “mundo” Nos entendemos todos aquellos que observan al cristianismo como desde fuera, es decir, todos aquellos que están o que se sienten como extraños con respecto a la cristiandad.

Nos querríamos, ante todo, presentarnos una vez más a este mundo en medio del cual nos encontramos. Nosotros somos los representantes y los promotores de la religión cristiana. Nosotros tenemos la certeza de predicar una causa que viene de Dios. Nosotros somos los discípulos, los apóstoles, los misioneros de Jesús, Hijo de Dios y de María, el Mesías, el Cristo. Nosotros somos los continuadores de su misión, los herederos de su mensaje, los ministros de su religión, que nosotros sabemos guardar con todas las garantías divinas de la Verdad. Nosotros no tenemos otro interés que el de anunciar nuestra fe. Nosotros no pedimos nada, sino la libertad de profesar nuestras creencias y de predicarlas a quien, con plena libertad, las acepte, acepte esta religión, este lazo nuevo establecido entre los hombres y Dios por Jesucristo, Nuestro Señor.

Nos queremos añadir inmediatamente otro punto que rogamos al mundo que considere con lealtad. Se trata del objetivo inmediato de nuestra misión. Este objetivo es el siguiente: Nos deseamos trabajar por el bien del mundo, por su interés, por su bienestar, e incluso creemos que el bienestar que nosotros le ofrecemos le es necesario.

Esta afirmación implica otras varias. Así: Nos miramos al mundo con inmensa simpatía, y si este mundo se considera a sí mismo extraño, ajeno a la cristiandad, ésta no se siente extraña al mandó. Cualquiera que sea el aspecto bajo el que se presente o la actitud que este mundo adopte con respecto a la cristiandad. Que lo sepa, pues, bien este mundo: los representantes y los predicadores de la religión cristiana aman al mundo con un amor supremo e insuperable: el amor que la fe cristiana infunde en el corazón de la Iglesia. Esta no hace nada más que servir de intermediaria al amor inmenso, maravilloso, de Dios hacia los hombres.

Esto quiere decir que la misión del cristianismo es una misión de amistad entre los pueblos de la tierra, una misión de comprensión, de ánimo, de predicación, de elevación y —digámoslo una vez más— una misión de bienaventuranza. Nos sabemos que el hombre moderno encuentra su mejor orgullo en hacer las cosas por sí mismo. Inventa, descubre y realiza cosas sorprendentes. Pero todas estas consecuciones no le hacen ni mejor ni más feliz. No aportan a los verdaderos problemas del hombre la solución única, radical, universal. El hombre, Nos lo sabemos también, lucha contra sí mismo, conoce dudas atroces. Nos sabemos que su alma se encuentra envuelta en las tinieblas y presa de sufrimientos. Nos vamos a decir a los hombres, al mundo, un mensaje que Nos creemos liberador, y lo creemos así y nos sentimos autorizados a transmitirlo porque este mensaje es plenamente humano. Es el mensaje del Hombre al hombre. El Cristo que nosotros traemos a la humanidad es el “Hijo del hombre”, como se halla El a sí mismo. El es el más sublime nacido en el mundo, el prototipo de la nueva humanidad; es el hermano, el compañero, el amiga por excelencia. Solamente de El puede decirse con toda verdad que “El sabía lo que pasaba en el hombre”. El es el enviado de Dios, pero no para condenar al mundo, sino para salvarlo.

El es el Buen Pastor de la humanidad. No hay cualidad humana que no haya respetado, realzado, redimido. No existe sufrimiento humano que no haya comprendido, compartido y valorado. No hay necesidad humana —excepción hecha de toda imperfección moral— que no haya asumido y experimentado en sí mismo y propuesto a la ingeniosidad y al corazón de otros hombres como objeto de los deseos y del amor de ellos, y por así decirlo, como condición de la propia salud y bienestar de ellos. Incluso para el mal, que en calidad de medicina de la humanidad El ha conocido y denunciado con el vigor más enérgico, ha tenido una infinita misericordia hasta el punto de hacer surgir, por medio de la gracia, en el corazón del hombre, las fuentes supremamente maravillosas de la redención y de la vida,

Pues bien, de la misma forma que por el mundo se sabe cómo el Cristo, que vive y reina en nuestra Iglesia, se manifiesta a las gentes, partiendo de este lugar, de este pesebre sobre el que se señala su aparición en la tierra, Nos querríamos que el mundo que nos rodea tenga a bien recibir hoy, en nombre de Jesucristo, nuestro saludo pleno de respeto y de afecto.

Este saludo amoroso lo dirigimos especialmente a quienes profesan la creencia en un solo Dios —el monoteísmo— y que con nosotros rinden culto religioso al único y verdadero Hacedor, el Dios vivo y supremo, el Dios de Abraham, el Altísimo, Aquel que precisamente sobre esta tierra —un día lejano que nos recuerdan la Biblia y el misal— fue celebrado por Melquisedech como “el Dios Altísimo, Supremo Hacedor del cielo y de la tierra”. Nosotros, cristianos, instruidos por la revelación, sabemos que Dios existe en tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero consideramos siempre la naturaleza divina como única, proclamamos único al Dios vivo y verdadero. Por ello, que lleguen a esos pueblos adoradores de un Dios único nuestros mejores deseos de paz en la justicia.

Nuestro saludo se dirige también a todos los pueblos a los que nuestros misioneros católicos aportan, al mismo tiempo que la verdad evangélica, una invitación a participar del universalismo y un fermento capaz de hacer progresar la civilización.

Pero nuestro saludo hoy no puede conocer limitaciones: salta por encima de todas las barreras y quiere llegar a todos los hombres de buena voluntad e incluso a aquellos que, por el momento, no manifiestan amor alguno hacia la religión de Cristo, aquellos que se esfuerzan en impedir su predicación o en combatir a los fieles. Incluso a los perseguidores del catolicismo y a los que niegan a Dios y a Cristo, Nos enviámosles nuestro recuerdo paternal y doloroso, y serenamente Nos les preguntamos: ¿Por qué, por qué?

Con el corazón invadido por estos pensamientos estas oraciones, y desde Belén, patria terrestre de Cristo, Nos invocamos para la humanidad entera abundancia de favores divinos.

 


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