DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*
Sábado 25 de enero de 1964
Excelentísimos y queridos señores:
Nos han conmovido profundamente las hermosas palabras que Nos acabamos de escuchar y os damos las gracias por los sentimientos que vuestro Decano ha manifestado con su habitual delicadeza y con palabras muy felices, por las que Nos deseamos felicitarle.
Este encuentro con Nos, al regreso de Nuestra peregrinación a Tierra Santa, lo habéis deseado y pedido: vuestro deseo, queridos Señores, se anticipó al Nuestro. Porque aún cuando no han faltado ocasiones, a Nuestra vuelta, de confiar Nuestras impresiones de este inolvidable viaje, Nos ha parecido, sin embargo, sumamente conveniente que una comunicación de carácter más oficial fuera por Nos hecha a los Representantes de las Naciones acreditadas ante la Santa Sede.
Este Viaje, religioso ante todo, ha tenido eco inesperado en las autoridades civiles y en la opinión pública; ha alcanzado por lo tanto dimensiones mundiales acerca de las cuales Nos es muy grato interrogarnos por unos instantes ante un auditorio tan calificado como el vuestro.
¿Por qué un interés tan general –y, para muchos, una emoción tan sincera e intensa– a propósito de una peregrinación del Papa a los Santos Lugares? ¿Por qué tan múltiples manifestaciones de deferencia y de entusiasmo por parte de autoridades y de poblaciones extranjeras, por otra parte, a la fe cristiana? ¿No hay acaso en este homenaje espontáneo, tributado al jefe de la Iglesia católica, el índice alentador de un deseo, de una esperanza, de una aspiración de los hombres de nuestro tiempo hacia los valores espirituales y morales que ven representados en la persona del Papa? Todo el ideal de dignidad, de paz, de fraternidad, hacia el cual el mundo moderno es tan sensible, «toda esta gran corriente encarnada por la Santa Sede» –para usar la expresión de vuestro Decano– fue reconocido y aclamado en Nuestra humilde persona.
En cuanto a Nos –lo decimos con la sencillez de Nuestro corazón– Nos parecía que Nuestra paternidad alcanzaba las dimensiones de este mundo en espera. Y del mismo modo que la acogida de Roma, a Nuestro retorno, Nos ha revelado, con nueva intensidad, la medida del misterioso lazo que une al Papa con su diócesis, así como las ovaciones de las multitudes encontradas durante Nuestra peregrinación Nos hacían experimentar con emoción indecible otra dimensión de la misión de que Nos encontramos investidos, esta paternidad universal que la liturgia de la Coronación quiere expresar en su lenguaje hierático cuando proclama al nuevo Papa «guía del mundo» – rectorem mundi.
Y no es que debe entenderse esta fórmula –es natural– en el sentido que le atribuía la época ya remota en la que fue concebida y en parte aplicada. Pero indica muy bien, a través de los cambios históricos y psicológicos, el carácter permanente de una misión que trasciende todas las fronteras para abrazar a la humanidad, y hacia la que esta humanidad, en algunos momentos privilegiados, se orienta instintivamente como hacia el polo de la unidad de la verdad, de la paz a la que aspira.
Hemos vivido juntos, queridos Señores, bajo el pontificado de Nuestro gran predecesor Juan XXIII, uno de esos instantes privilegiados. Y he aquí que, sin haberlo buscado, en el surco trazado por este inolvidable Pontífice, Nos somos testigo, a Nuestra vez, de una de esas vastas manifestaciones de asentimiento popular, que ha hecho vibrar Nuestra alma en sus fibras más íntimas. En contacto con aquellas poblaciones que comparten con nosotros la fe en un Dios único y todopoderoso, Nos hemos sentido esta atracción ejercida sobre las almas por el ideal que representa la Iglesia Católica. Y desde el fondo del corazón Nos hemos dado gracias a Dios que de tal manera acerca a Nos a los hombres nuestros hermanos, haciéndonos experimentar tan intensamente el sentimiento de Nuestra paternidad universal. Que el impulso dado de ese modo a tantos hombres de buena voluntad con la feliz realización de esta peregrinación, pueda contribuir a ese gran movimiento de unificación del género humano, del cual vuestro digno intérprete tan bien acaba de hablar.
Sobre otro terreno además –próximo al otro– ha representado este viaje una etapa notable y ha despertado gran esperanza. Nos queremos terminar sin haber hecho del mismo una breve mención.
Si la unidad del género humano se presenta a menudo, por desgracia, como una meta tan remota como incierta y difícil de realizar, más próxima, en cambio, y más fácil debería ser la realización de la unión entre todos los que profesan la fe en Cristo. Nos no hemos querido descuidar nada para que Nuestro viaje aportara a esta gran causa un elemento eficaz; y con inmensa alegría Nos hemos visto que han venido a Nuestro encuentro los mismos hacia los cuales Nos íbamos, con el corazón lleno de confianza y de esperanza.
Como ya Nos hemos dicho –y Nos es grato repetirlo ante vosotros– uno de los momentos de más intensa emoción de este viaje fue para Nos el encuentro con el Patriarca de Constantinopla. Cuando Nos hemos rezado junto a él, cuando Nos cruzamos con él el beso de la paz en los mismos lugares en donde Cristo llevó a cabo la redención del mundo, Nos teníamos conciencia de reanudar, por encima de los siglos, las anillas de una cadena que jamás habría debido romperse, la conciencia de dar el primer paso por el camino de una reconciliación a la que ardientemente aspiran todos los cristianos dignos de este nombre,
Camino todavía largo éste también, y sembrado de obstáculos: no pueden borrar en unas horas prejuicios y malentendidos acumulados a lo largo de los siglos. Pero el ponerse en camino, el haber reanudado un contacto personal, tras siglos de separación, ¿no es ya acaso el anuncio y el presagio de desarrollos que, con la ayuda de Dios, podrían llevar un día hasta la unión tan deseada?
De este modo, así Nos lo esperamos, Nuestro viaje no habrá dejado de ser fructuoso en este sentido. Y Nos complace, queridos Señores, que Nuestro encuentro con vosotros sea este día en el que, en todo el mundo cristiano, termina el gran ciclo de oraciones justamente llamado la «Semana de la Unidad”. Nos parece ver en espíritu a todos los cristianos que viven en vuestros Países unidos en un único coro para elevar al Cielo sus súplicas con el fin de obtener la gracia y el beneficio de la unidad. Y no Nos disgustará, Nos estamos seguros de ello, el veros, gracias a esta feliz coincidencia, asociados en cierto modo al impulso de esta oración universal y al espectáculo de esta gran visión de la unidad en marcha.
Unidad de los cristianos y unidad del mundo: hacia esas dos direcciones, Nos queremos esperarlo, un nuevo paso ha sido dado, una nueva piedra miliar ha sido puesta. Habéis sido, Señores, unos de los primeros en tomar nota y en alegraros de ello. Dejad que Nos os digamos que vuestra adhesión es para Nos un precioso aliento para continuar Nuestro camino. Solícitos como sois por todo cuanto puede consolidar la paz en el mundo ¿no sois vosotros, acaso, por ello mismo, siempre y en todas partes resueltos partidarios de todo lo que acomuna, de todo lo que une?
Nos damos gracias a vuestro Decano por haber hablado tan bien de esta gran causa de la paz y de la unión. Nos le agradecemos asimismo el haber evocado, al terminar, a la figura del gran Apóstol cuyo nombre hemos querido Nos tomar. Un valioso recuerdo va ligado a esta fiesta de la Conversión de San Pablo: es la que, como recordáis, eligió el Papa Juan XXIII, hace exactamente cinco años, para lanzar el primer anuncio del Concilio Ecuménico, está obra de paz y de unión por excelencia.
Que los esfuerzos de la Santa Iglesia, los vuestros, Excelentísimos y queridos Señores, los de todos los hombres de buena voluntad, puedan ser bendecidos por Dios y coronados por el éxito. Este es Nuestro deseo más grato y el objeto de Nuestras oraciones en este momento en el que, al tener el placer de veros reunidos junto a Nos, invocamos sobre todas y cada una de vuestras personas, sobre vuestras familias y sobre vuestros Países, la más abundante efusión de los favores divinos.
*ORe (Buenos Aires), año XIV, n°598, p.3.
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