ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS PÁRROCOS Y CUARESMEROS DE LA URBE
Miércoles de Ceniza, 12 de febrero de 1964
Venerados Hermanos:
Saludamos en el Señor, en este primer día de la santa Cuaresma, a los queridos párrocos de Roma y a los predicadores que dispensarán la palabra de Dios durante este período al pueblo romano.
¡Qué grande es vuestra misión!
Creemos que este sentimiento de grandeza inundará vuestro espíritu en este lugar, en este momento en que la reunión que nos congrega para orar y reflexionar quiere poner en evidencia, solemnizar y bendecir el origen de vuestro ministerio de la palabra, es decir, el mandato que os lo confiare, la inyección que infunde en vuestras almas la disciplina de la Palabra de Dios y que introduce en el círculo de vuestros pensamientos el Pensamiento de Dios hasta llenarlo de estupor y de energía, de incontenible y a la vez inefable sabiduría y de un sencillo pero formidable deber, el de transfundir y anunciar a los demás, al pueblo fiel y al mundo profano la voz de la salvación.
Sí, queridos hermanos. es preciso ser conscientes del origen del ministerio de la palabra para jamás olvidar su dignidad, su autoridad, su libertad, su fuerza, para que, en este mismo acto en que contemplamos el aspecto tremendo y profético del oficio encomendado con la predicación no estemos privados de la gracia que lo acompaña y que lo hace no sólo posible, sino casi sencillo y feliz.
Que cada uno piense que su palabra procede de la Palabra de Dios para anteponer al ejercicio externo de la predicación el ejercicio interno del estudio, de la meditación, de la apropiación de la verdad divina. Que el humilde y tranquilo silencio de la conciencia de quien sabe ser discípulo y no maestro, ser canal y no fuente, ser pasivo en la contemplación de la divina revelación antes que ser activo en el anuncio de sus misterios, preceda a la fatiga apostólica de la predicación. Cuanto más conciencia tengamos, podríamos decir experiencia interior, de ser completamente tributarios de una doctrina que no nace de nuestra autoridad, sino de la de un magisterio superior, tanto más autorizada, sagrada y poderosa será nuestra enseñanza; cada uno de nosotros ha de poder decir con Cristo: “Mi doctrina no es mía, es de Aquel que me ha enviado” (Jn 7, 16).
Que cada uno piense, pues, que la gracia de una efusión de íntima sabiduría no se concede ordinariamente con abundancia ni sería saludable en provecho de los demás, especialmente en el ámbito de la comunidad eclesial, sin que otra procedencia la conforte y la haga útil prácticamente, la del mandato, de la investidura canónica, que dispone del ejercicio de los carismas individuales. La predicación eclesiástica, lo sabemos, supone y exige un mandato. En la Iglesia de Dios nadie puede constituirse en maestro por sí solo. Y esta segunda dependencia, esta fidelidad al magisterio de la Iglesia que convalida la fidelidad al magisterio de Cristo y de Dios al paso que también exige la humildad de alumno y la obediencia de hijo, a su vez confiere autoridad y prestigio al heraldo del Evangelio, que no se propone predicar y gastar simplemente su voz en el desierto, sino que pretende, pues para ello tiene mandato y autoridad, invitar a que acepten el mensaje divino las almas de sus oyentes, como San Pablo nos recuerda: “Las armas de nuestra milicia no son conforme a los criterios terrenos, sino poderosas en Dios y capaces de abatir fortalezas, destruyendo los falsos sofismas y todas las rocas lanzadas contra el conocimiento de Dios, haciendo toda inteligencia esclava de la obediencia de Cristo” (2 Cor 10, 4-5). Nadie se atreverá a atribuirse a sí mismo tanta autoridad, especialmente en un mundo en que la confianza en la validez de las ideas y la reverencia a la verdad religiosa están tan comprometidas, si precisamente un magisterio autorizado como el de la Iglesia no corroborase al pastor de almas y al predicador de la palabra de Dios con un atestado de autenticidad y un título de seguridad.
De esta forma vuestra misión, grande por su origen, es providencial por su fin. Es fuente de salvación porque es fuente de fe: “fides ex auditu”, como todos sabemos.
La Iglesia —como es sabido— está rehabilitando la función de la palabra viva en la economía de su oficio pastoral, rescatándola de las formas caducas, en las cuales, aunque un día fue grande, ha quedado muy baja para llevarla a las expresiones del lenguaje normal y corriente, a la sencillez, a la exactitud, a la energía propia de la escuela cristiana y a la sencillez y profundidad propias de la homilía litúrgica. Es preciso que pongamos toda nuestra atención, toda nuestra adhesión, a este retorno al genuino ministerio de la palabra en el campo de la vida eclesiástica.
Os hablamos a vosotros, especialistas, entrenados en tan fatigoso y meritorio ejercicio, para ensalzaros para alentaros; y si os tenemos que hacer alguna recomendación es exhortaros a que deis también a vuestra palabra un doble timbre, en primer lugar, de gran seguridad; es verdad que nuestro mundo no gusta de actitudes autoritarias y dogmáticas y no aprecia en el maestro de religión el tono de seguridad verbal que parece olvidar la trascendencia y el misterio de las verdades religiosas; pero también es verdad que la autoridad del Evangelio, presentada con luz genuina, encuentra a los hombres de hoy a unos pensativos de forma particular, a otros sufriendo, a otros escépticos y desilusionados, extrañamente predispuestos a escuchar, a asentir. Es también verdad que la hora presente se caracteriza por la gran incertidumbre de ideales, por un gran cansancio moral, los ideales están en crisis, las ideas-fuerza están siendo sustituidas por cálculos utilitarios; el miedo a lo peor, como si fuera algo inevitable, gana los ánimos y el esfuerzo moral no está de moda; la espada del espíritu parece descansar en la vaina de la duda y del irenismo; pero precisamente por esto el mensaje de la verdad religiosa debe resonar con mayor vigor. Los hombres tienen necesidad de creer a quien se muestra seguro de lo que enseña. Nuestro deber de estimular los ánimos a mejores pensamientos, a propósitos más eficaces es en este momento grave y urgente. No debemos permitir que nuestro pueblo, todavía tan rico en bondad y religiosidad, y todavía tan atemorizado por las tremendas y trágicas experiencias de las guerras pasadas, ceda por debilidad de espíritu y por falso cálculo utilitario a ideologías antirreligiosas que, si llegaran a prevalecer, serían ciertamente la ruina de la libertad y quizá también de la prosperidad y lanzaría a la apostasía a muchas almas que Cristo ha llamado a su Redención, a su dignidad, a su felicidad.
De esta forma debemos tonificar las conciencias de las personas rectas, de los responsables del bien público, de los maestros y de los padres, de la juventud misma, que es al mismo tiempo la más susceptible a las tentaciones y la más generosa en las afirmaciones de los ideales, en relación a la concepción hedonista de la vida y de la moralidad pública, cada día doblemente ofendida. Por miserables escándalos de las malas costumbres y por la complaciente publicidad que las publica y las hace pasto de aguzada curiosidad; también se nos advierte con frecuencia sobre la existencia de ciertos espectáculos notoriamente inmorales que deshonran el arte, corrompen al pueblo, desconocen el carácter sagrado de la vida y además ofenden la ley de Dios. No se pueden callar unas breves pero francas y profundas palabras sobre este tema, aunque se prevea que no han de tener gran eficacia, por desgracia, para que no recaiga sobre el silencio del mundo católico la responsabilidad de tan deletérea y creciente licencia y no quede vigorizado el buen sentido humano y cristiano todavía extendido en nuestra sociedad.
Esta ansia de inmunizar a nuestro pueblo de experiencias ideológicas y morales sumamente graves y dañosas debe, pues, imprimir a la voz del ministro de la palabra del Señor otro timbre, el de la bondad, el del afecto nuevo, avasallador, el de la caridad que todo lo comprende, todo lo sufre, que a todo se atreve, que en todo espera para llegar al diálogo y a la confianza de las almas. Para conquistar este timbre nuestra predicación habrá de estudiar nuevas formas, multiplicarse y especializarse en charlas particulares, tener mayor contacto con el público, bajar de las cátedras demasiado altas, salir de la iglesia si fuera necesario, presentarse con respeto y estima ante cualquier auditorio, documentarse con la abnegación, con el ejemplo, la familiaridad, la indulgencia; en una palabra, con el amor. El predicador debe ser pastor y el pastor predicador.
Ciertamente vuestro oficio de párrocos y el vuestro de predicadores, como el de los sacerdotes en general, es en este tiempo mucho más arduo y difícil; quizá en otros tiempos fuera menos fatigoso y aleatorio, más regular y más alabado. Pero no nos lamentemos de la Providencia porque nos haya llamado a vivir en tiempos en que nuestra profesión de eclesiásticos es extremadamente viva, inmersa completamente en el misterio de la fe y de la gracia y dedicada a las experiencias humanas más sinceras y más dramáticas. El Evangelio vuelve a comenzar. El Señor ha aceptado nuestra oblación y la compromete intensamente. La fecundidad del ministerio, una vez más, nace del espíritu de sacrificio de quien lo ejerce. Su grandeza se mide no por los aplausos de los hombres o por sus inmediatos resultados, sino por la misión que realiza, por las palabras que anuncia, por la fe que lo anima, por el mérito que consigue.
Inaugurad, queridos hermanos, con la cabeza cubierta de ceniza y con estos pensamientos sacerdotales, la sagrada Cuaresma. Compartimos vuestras fatigas y estaremos cerca de vosotros con nuestra bendición.
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