ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD PABLO VI
A REPRESENTANTE DE DIVERSAS FAMILIAS RELIGIOSAS
Sábado 22 de agosto de 1964
Queridos hijos de la Orden de Recoletos de San Agustín,
de la Congregación de Clérigos Regulares de San Pablo,
de la Congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y María
y de los Misioneros del Sagrado Corazón de Jesús:
Celebrando en estos días vuestros capítulos en Roma, movidos por una acendrada fe y caridad, habéis querido venir a ver a Pedro. Por ello os recibimos con emoción sabiendo que lo “veis en la persona de nuestra humildad, y honráis, al que tiene sobre sus espaldas la solicitud de todos los pastores y la custodia de todas las ovejas a él encomendadas y cuya dignidad no falta a su indigno sucesor” (cfr. San León M. Serm. III, P.L. 54, 147).
En primer lugar, hemos de alabaros y congratularnos con vosotros por haberos reunido, con un mismo afán de trabajo, para tratar de dirigir a vuestras familias religiosas cada vez más adecuadamente, ilustrando el camino espiritual por el que —respondiendo a sus normas y propósitos— conviene que avancen, teniendo también en cuenta las nuevas y difíciles condiciones que sufre el apostolado, planteadas a muchas de vuestras obras por nuestro tiempo.
Asimismo nos llenamos de alegría al considerar que sois los primeros en responder de una manera efectiva a la invitación que formulamos en la carta encíclica Ecclesiam Suam, hace poco publicada, a toda la familia católica, y entregaros a esa renovación, de la que hablamos, “para conservar el rostro y los detalles que Cristo dio a su Iglesia, o mejor para restituir a la Iglesia su forma y perfecto semblante, que responda a su imagen primera, y esté de acuerdo con el progreso necesario, al que justa y legítimamente es conducida, como el árbol por la semilla, por sus instituciones originarias al estado actual”.
También os animamos a que los temas que habéis comenzado a tratar en vuestras reuniones —especialmente lo que se refiere a la disciplina de los jóvenes llamados por el Señor, al ejercicio del trabajo misionero y a la dirección espiritual— los estudiéis con claridad y los llevéis a la práctica, para que vuestras familias religiosas, que tanto destacan por el número y la actividad de vuestros hermanos, experimenten un nuevo incremento y encuentren nuevo fervor para su entrega al Reino de Cristo.
Y confiamos que atendáis con prontitud y fidelidad cuanto hemos dicho, en la mencionada carta encíclica, sobre el espíritu y el afán por la pobreza y el ejercicio de la caridad, puesto que ya estáis entregados al ejercicio y profesión de estas virtudes, por haber trazado vuestro plan de vida de acuerdo con los preceptos del Evangelio. Como los hombres son arrastrados más por los ejemplos que por las palabras es muy conveniente que los hijos de la Iglesia —y de una manera especial quienes pretenden seguir más de cerca a Cristo viviendo el sacerdocio y la profesión religiosa— destaquen por su ambición por lo celestial, menosprecien las falaces delicias del mundo, miren por las necesidades de sus hermanos, y se olviden de sí mismo, de acuerdo con las exhortaciones de Pedro Príncipe de los Apóstoles: “Puesto que Cristo padeció en la carne, armaos también vosotros del mismo pensamiento... Habéis de poner todo empeño por mostrar en vuestra fe virtud, en la virtud ciencia, en la ciencia templanza..., en la piedad fraternidad y en la fraternidad caridad. Si estas tenéis y en ellas abundáis, no os dejarán ellas ociosos y estériles en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo” (1 P 4, 1; 2 P 1, 5-8).
Que nuestra bendición apostólica confirme con paternal benevolencia nuestros deseos. Os la impartimos a vosotros, y a vuestros hermanos que esparcidos por la tierra trabajan por el amor a Cristo.
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