DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PRIMERA SESIÓN PLENARIA
DE LA COMISIÓN PONTIFICIA PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES
Lunes 28 de septiembre de 1964
Agradecemos la invitación para participar en esta primera sesión plenaria de la Comisión pontificia para las comunicaciones sociales; agradecemos las corteses palabras que se nos han dirigido; damos las gracias a su eminencia monseñor Martín O’Connor, presidente de la Comisión, que a sus grandes méritos suma ahora el de aceptar la dirección y promoción de esta nueva actividad, que se presenta plena de interés y méritos, como también de dificultades y trabajos. Os damos las gracias a todos vosotros aquí presentes, y a todos vuestros ayudantes y colaboradores, por la adhesión y actividad que han decidido prestar a los trabajos de esta Comisión. No queremos entrar ahora en lo vivo de vuestros temas. Baste unas sencillas palabras espirituales.
Estamos muy contentos con este comienzo, que sigue inmediatamente a las deliberaciones conciliares y a nuestras instrucciones a este respecto, y que pretende de esta forma documentar el propósito de traducir a una acción pronta y positiva cuanto el Concilio Ecuménico ha establecido en un sector eminentemente práctico y moderno, como es el de las comunicaciones sociales, estrictamente ligado con el ministerio pastoral de la Iglesia.
Es, por tanto, un comienzo muy significativo que podríamos comparar con un retoño de primavera, que brota y florece en el venerando y añoso tronco de la Curia romana, mediante la linfa renovadora, que el Concilio Ecuménico quiere infundirle como testimonio de su indispensable y perenne función, y de su capacidad de nuevas y frescas ramificaciones, como nuestro tiempo, o mejor dicho, el servicio a la Santa Iglesia lo requiere.
Pensamos y nos llenamos de estupefacción ante el trabajo que espera a esta Comisión. Es inmenso el campo en que este trabajo habrá de desarrollarse. Es enorme la suma de problemas que presenta, Son incalculables las dificultades que aparecerán. Son terriblemente desproporcionados los medios de que se dispone con relación a los gigantescos que el mundo pone a disposición de las comunidades sociales. La mole ingente de problemas y trabajos que esperan a esta Comisión desanimaría a cualquiera que pretendiese atacarla con la visión exigua de nuestras fuerzas en el plano humano y económico. Precisamente esta visión que acusa de loco, ridículo e inútil nuestro propósito de emprender esta actividad nos hace pensar en otro orden de fuerzas, en otro modo de juzgar las cosas; orden y modo que queremos estudiar en la escuela del Señor, y que debemos recordar desde el primer momento de las actividades de esta Comisión, inaugurando con espíritu religioso el trabajo emprendido y penetrar en esa experiencia misteriosa y venturosa de las obras realizadas en colaboración con Dios, que deseamos sea sostén y consuelo de vuestra tarea ímproba, pero serena. No es inútil recordar las palabras de Cristo: “No temáis, pequeña grey, pues el Padre celestial se ha complacido en daros el reino” (Luc., 12, 22). Sí, el reino, es decir, el plan de Dios en el mundo se realiza con una manifiesta inferioridad de fuerzas que exigiría la prudencia humana; nace de forma minúscula, más bien mínima, como la semilla que produce la planta, como el puñado de fermento que hace alzar a toda la masa, como la brizna de sal que da sabor a toda la comida y preserva a la tierra de la corrupción. Es decir, un pensamiento de fe debe sostener la nimiedad de nuestros humildes esfuerzos y hacer posible que la acción divina, que puede alcanzar también el sumo grado de la omnipotencia, se introduzca en el círculo miserable de nuestra acción humana. No estará de más, por tanto, que pongamos la oración al comienzo de todas nuestras actividades; y con la oración, la humildad, la confianza, la perseverancia en el bien obrar. De esta forma seremos mejores instrumentos en las manos de Dios, es decir, pequeños y generosos, y más crecerá la probabilidad de nuestra eficacia. Este principio que se deduce de nuestra teología de la gracia encuentra también en este campo su aplicación, a la que deseamos maravillosos resultados.
Esta valoración de las fuerzas en juego en la obra apostólica de la Iglesia, no reducibles a cifras puramente cuantitativas, se acredita también por el modo que debe ser considerado el trabajo a que esta Comisión se va a dedicar, Este trabajo se refiere a los instrumentos de comunicación social; es decir, a los instrumentos al servicio de las expresiones del espíritu humano, maravillosos y poderosos, pero siempre instrumentos. Lo que más vale es el espíritu, el pensamiento, la cultura, la palabra que ellos expresan. Y sobre este aspecto vuestra actividad puede y debe reivindicar una superioridad propia que procede precisamente de la Sabiduría, de la que aquí, cerca de la cátedra de San Pedro, es alumna, y de la que quiere ser voz viva, fiel y moderna. Vuestra acción, al paso que renuncia a competir en el plano instrumental de las comunicaciones sociales, se afirma en una posición de ventaja en el plano de las ideas y del espíritu, sea porque poseéis un tesoro de verdad divina y humana, con el que nadie puede competir y al que todos deben al menos considerar como extremadamente importante, o sea porque os serviréis de este tesoro para servir; es decir, para infundir en la red de las comunicaciones sociales esa “palabra”, que no sólo no las mortifica, sino que las exalta y ennoblece, y las hace elevarse a la dignidad de hechos verdaderamente humanos, esto es, morales y espirituales.
Os decimos esto con el fin de que vuestro trabajo tienda, más que a resultados rápidos y espectaculares, a ser con vigorosa fidelidad auténticamente católico; es decir, verdadero, benéfico, digno de que la Iglesia lo tenga por suyo y de que Dios lo bendiga. Y también os lo decimos para que comencéis con gran coraje, aunque ahora sólo podáis hacer cosas modestas a pesar de los enormes problemas que hay que afrontar y de las grandes cosas que hay que realizar. Comenzad bien, con humildad, con agudeza de ingenio, con confianza; poned espíritu de amor y abnegación en vuestra actividad, y alimentad siempre vuestro espíritu, aunque realicéis pequeños servicios, con grandes ideales, con grandes esperanzas. Ciertamente haréis grandes cosas por la gloria de Dios, por el honor del nombre católico, por el bien de nuestro mundo contemporáneo.
Os estamos desde este momento agradecidos y acompañamos vuestros trabajos con nuestra bendición apostólica.
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