RADIOMENSAJE DEL SANTO PADRE PABLO VI
EN LA CLAUSURA DEL VII CONGRESO EUCARÍSTICO
NACIONAL DE PERÚ
Lunes 30 de agosto de 1965
Amadísimos Hijos del Perú:
Con la vibrante manifestación de este día clausuráis el VII Congreso Eucarístico Nacional que ha tenido corno sede la histórica y gloriosa Ciudad de Huancayo. Nos llegamos a vosotros por medio de la Radio, con el corazón transido de gozo, en íntima comunión con vuestros espíritus que se han dado cita ante el Altar.
Nuestro mensaje va a vuestras almas -queremos que así sea- para conmoverlas, para invitarlas a una respuesta, en la intención de obligar a los ojos interiores del pensamiento y al sentimiento a abrirse a la gracia de estos días, y así inundar en cada uno de vigor nuevo y de visión fascinadora el sentido de la propia vida.
Vamos a resumir en tres ideas los múltiples temas que porfían por participar en este primer coloquio personal con vosotros.
Y así os diremos enseguida que vemos en las solemnidades que estáis celebrando un homenaje público, social, solemne, de fidelidad de todo el Perú a Cristo en la Eucaristía.
Las muchedumbres que se apiñan en torno a la Custodia, las filas de comuniones en las Iglesias de la Ciudad y aun del territorio nacional, los actos de culto eucarístico en calles y plazas, ¿no son signo evidente de la hondura con que la fe cristiana ha prendido en el alma peruana? Perú sigue siendo católico, y esto es un gran consuelo para el Vicario de Cristo.
Hijos amadísimos: la fe es un don del Cielo que ha tenido su expresión más brillante en la santidad que en vuestro suelo ha florecido: lo dicen Rosa de Lima, Toribio de Mogrovejo, el Hermano Martín de Porres y tantos otros. Mas para conservar y trasmitir este patrimonio a la posteridad es necesaria la propia cooperación. En la meditación de esta tarde cada uno ha de pensar cómo convertir en vivencia propia el mensaje cristiano, cómo darle trasparencia ante el mundo adverso a la interioridad, cómo descomponer la luz de su prisma maravilloso en las refracciones varias de opción personal. No será sin una aplicación seria al conocimiento de la verdad religiosa por medio de la instrucción; este es el primero y fundamental paso para salir de un catolicismo rutinario a una existencia integralmente cristiana: con sabor de sal para la sociedad y la civilización nuestra, amable y atractiva frente a la invasión hedonista del vivir actual, capaz de captar la simpatía del joven y del anciano, del sabio y del inculto, del hombre de negocios y del trabajador común, dotada de una virtud formidable para someter esquemas mentales y modos de obrar alejados, al suave yugo de la ley de Cristo. La profesión cristiana exige, entre otras cosas conocer al Señor, amoldar las costumbres a los preceptos del Decálogo y del Evangelio, contribuir a edificar una sociedad mejor, más justa, más atenta a las necesidades humanas. Parte ella de un compromiso fundamental y decisivo, nos introduce en un estilo nuevo y peculiar, nos regenera, nos hace penetrar en Dios, en su misma vida. ¡Qué horizonte luminoso para contemplar, qué camino seguro para seguir!
Una segunda reflexión nos la sugiere el Altar en que Cristo se hace presente como Víctima del Sacrificio incruento de la Misa y alimento espiritual en el banquete eucarístico. La Fracción del Pan hermana a cuantos de ella participan, actúa de poderoso aglutinante que a todos los creyentes une en el mismo amor de Cristo que se inmola, como cabeza de un mismo cuerpo. El hecho de tomar parte en la misma Mesa debe tener una aplicación práctica en la observancia de la caridad y de la justicia en las relaciones sociales. «Nosotros, por tanto, -decía San Justino- después de esto (una vez recibidos el bautismo y la comunión) recordamos siempre ya para adelante estas cosas entre nosotros; y los que tenemos bienes socorremos a todos los abandonados, y siempre estamos unidos los unos con los otros» (S. Justino, cfr. Apología 1ª, 67 y 94; P.G. 6, 431). La participación en el banquete eucarístico, en una palabra, es una invitación a corregir las injustas desigualdades sociales entre personas, sectores o pueblos. Acompañe por lo tanto a la comunicación de la riqueza sobrenatural por parte de Cristo, Nuestro Salvador y hermano, la solidaridad, la distribución más justa de los bienes de la tierra entre los miembros de las comunidades humanas.
Finalmente queremos recoger otra lección de vuestro magnífico Congreso Eucarístico: el culto al Santísimo Sacramento en torno a la Presencia Real, es un tesoro que no podemos dejar pasar como flor que hubiera llegado ya a su otoño. La sensibilidad del pueblo cristiano que gusta la grandiosidad de los Congresos Eucarísticos Internacionales y se recrea con el humilde saludo popular de «Alabado sea el Santísimo Sacramento»; esas velas de Adoradores Nocturnos ante la Custodia, tantas Capillas o Iglesias que, teniendo al Señor de manifiesto, invitan al coloquio personal; las visitas al Santísimo que dan calor espiritual a la jornada; la belleza de las procesiones del Corpus; todas estas son cosas de tanta tradición en la Iglesia, de tanta eficacia santificadora que, aunque susceptibles de adaptación, nunca se habrá de renunciar a ellas. Su misma belleza exige por nuestra parte una actitud de atención. ¿No son la cosas más hermosas las que con más mimo se tratan?
Si en el espíritu del Concilio está el atraer de nuevo más y más al pueblo a un culto eucarístico mayormente centrado en la misa, más penetrado de profundo sentido pascual, más orientado hacia la plenitud de su significación misteriosa de prolongación del sacrificio de la cruz, no por eso el culto de adoración ha de dejar de ser tan vivo, tan operante como antes. La Palabra, el Verbo mismo hecho carne, que reside en el tabernáculo, merece un culto que es cumbre, completándolo, de aquél con que se venera y se acoge la palabra contenida en los Libros Sagrados. Cristo personalmente presente junto a la luz vacilante de la lámpara solitaria sigue exigiendo una respuesta personal, invitando al diálogo a los que le adoran con fe (cfr. Io. 4, 23). Toda la Comunidad eclesial recibe su vida y su amor de este centro permanente que es la persona misma de Cristo: la adhesión a esta presencia asegura la conservación y el desarrollo de la vida comunitaria de la Iglesia, de su unidad con El.
¡Oh Sacerdotes carísimos que, administrando el sacramento, tocáis el cuerpo virginal de Cristo! Alimentad vuestra fe con este misterio inefable. Ante Jesús gustaréis la experiencia de los discípulos de Emaús cuyo corazón ardía con la compañía inadvertida del Maestro (cfr. Luc. 24, 13 ss). ¡Oh padres de familia! Pensad en el pan del Cielo cuando a vuestros hijos procuráis el sustento cotidiano.¡Oh Vírgenes a Dios consagradas! Si le amáis, seréis castas; si le tocáis, seréis puras; si le recibís, seréis vírgenes (cfr. Brev. Rom. 21 jan. resp. lect. 2: in festo S. Agnetis). ¡Oh hijos amadísimos del mundo del trabajo! Si a Cristo acudís, la carga no se os hará pesada (cfr. Matth. 11, 30) y vuestro espíritu se verá ennoblecido con la dignificación que el humilde Trabajador de Nazaret confirió a la fatiga humana. ¡Oh Perú, cuna gloriosa de Santos y de Héroes! Si sigues a Cristo, Maestro y Rey de amor, como en este solemne día le prometes, en El encontrarás para tu salvación las palabras de vida eterna (cfr. Io. 6, 69).
En nombre de Cristo descienda sobre el dignísimo Cardenal Legado Nuestro, sobre nuestro venerado Hermano el celoso Pastor de Huancayo, sobre el Episcopado, Autoridades civiles, militares, académicas, sobre los Sacerdotes, Familias Religiosas y Seglares, sobre todo el amadísimo Pueblo Peruano, nuestra cordial Bendición Apostólica.
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