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CLAUSURA DEL CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II

PABLO VI

MENSAJE A LOS PADRES CONCILIARES

 

Venerables hermanos:

La hora de la partida y de la dispersión ha sonado. Dentro de unos instantes vais a abandonar la asamblea conciliar para ir al encuentro de la humanidad y llevarle la buena nueva del Evangelio de Cristo y de la renovación de su Iglesia, en la que hemos trabajado juntos desde hace cuatro años.

Momento único éste, de una significación y de una riqueza incomparables. En esta asamblea universal, en este punto privilegiado del tiempo y del espacio, convergen a la vez el pasado, el presente y el porvenir. El pasado, porque está aquí reunida la Iglesia de Cristo, con su tradición, su historia, sus concilios, sus doctores, sus santos. El presente, porque nos separamos para ir al mundo de hoy, con sus miserias, sus dolores, sus pecados, pero también con sus prodigiosos éxitos, sus valores, sus virtudes... El porvenir está allí, en fin, en el llamamiento imperioso de los pueblos para una mayor justicia, en su voluntad de paz, en sus sed, consciente o inconsciente, de una vida más elevada: la que precisamente la Iglesia de Cristo puede y quiere darles.

Nos parece escuchar cómo se eleva de todas partes en el mundo un inmenso y confuso rumor: la interrogación de todos los que miran al Concilio y nos preguntan con ansiedad: «¿No tenéis una palabra que decirnos... a nosotros los gobernantes..., a nosotros los intelectuales, los trabajadores, los artistas..., y a nosotras las mujeres, a nosotros los jóvenes, a nosotros los enfermos y los pobres?».

Estas voces implorantes no quedarán sin respuesta. Para todas las categorías humanas ha trabajado el Concilio durante estos cuatro años. Para todas ellas ha elaborado esta constitución de «La Iglesia en el mundo de hoy», que Nos hemos promulgado ayer en medio de los entusiastas aplausos de la asamblea.

De nuestra larga meditación sobre Cristo y su Iglesia debe brotar en este instante una primera palabra anunciadora de paz y de salvación para las multitudes que esperan. El Concilio, antes de terminarse, quiere cumplir esta función profética y traducir en breves mensajes y en un idioma más fácilmente accesible a todos la «buena nueva» que tiene para el mundo y que algunos de sus más autorizados intérpretes van a dirigir ahora en vuestro nombre a la humanidad entera.

8 de diciembre de 1965

 



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