PABLO VI
RADIOMENSAJE POR NAVIDAD
Jueves 23 de diciembre de 1965
A todos Nuestros Hijos. A toda Nuestra santa y amada Iglesia católica, esparcida por todo el mundo y congregada en la misma comunión de fe y caridad.
A todos los Hermanos cristianos, a los que siempre esperamos poder saludar perfectamente como participantes de la misma admirable comunión.
A todos los hombres de este mundo:
A vosotros os dirigimos Nuestro saludo por la Natividad.
Todo lo más sincero, lo más cordial, lo más propicio que puede brotar de Nuestra alma, todo es para vosotros. Nuestra felicitación, igual que se alza la voz para ser escuchada por cada uno de vosotros, así sube en intensidad y en valor para que os sea grata y bienhechora. La Natividad no admite mediocridad de los sentimientos; y Nos dejamos que la Natividad invada con su espíritu Nuestro corazón para reflejar sobre vosotros, no sólo su humilde don de afecto, sino el inmenso e inefable del misterio de luz y de gracia de la Natividad misma.
Para que inmediatamente Nos comprendáis, os diremos que consideramos la Natividad como el encuentro, el gran encuentro, el histórico encuentro, el decisivo encuentro de Dios con la humanidad. Quien tiene fe, lo sabe: salte, pues, de alegría. Todos los demás escuchen y reflexionen.
2. Todavía resuenan en nosotros las conmovedoras voces de la Liturgia del Adviento, que precisamente nos presentan la Natividad como el cruce de dos largos y muy diversos itinerario, que se encuentran; el misterioso itinerario de Dios, que desciende de las inaccesibles alturas de su trascendencia, sale finalmente de la nube, cada vez más luminosa, de las profecías, se aproxima de modo nuevo, sobrenatural, a nuestra tierra, a nuestra historia; y finalmente aborda a nuestra playa terrenal en la inesperada humildad de Belén y en la cándida pureza de María; se hace hombre: es Cristo. Y el otro itinerario, el nuestro, tortuoso y fatigado, sin meta precisa de por sí, pero encaminado luego a una vaga y consoladora esperanza, una esperanza superior a nuestras fuerzas naturales, la esperanza de llegar a Dios, la esperanza de descubrirlo en el hombre, la esperanza de encontrarlo, como se encuentra por un sendero a un peregrino viandante, a un amigo que se conoce, a un hermano de la propia sangre, a un maestro de la propia lengua, a un libertador que puede realizarlo todo, a un Salvador. Escuchad la voz de la liturgia: «Mirando a lo lejos veo el poder de Dios que viene y una nube que cubre la tierra toda. Id a su encuentro, y decidle: anúncianos si en efecto eres Tú el que debe reinar...» ( Resp. de la 1 Lect. Mat. dom. I Adviento).
Cuántas cosas podríamos decir sobre estos itinerarios históricos y espirituales, cuyas huellas nos ha descrito el Antiguo Testamento; e igualmente cuántas sobre las modalidades, en que el maravilloso encuentro se realiza todavía; ante todo, deberíamos describir las escenas del Evangelio y comentar indefinidamente su significado, su definitivo lenguaje, su perenne y universal valor.
Todos sabemos que aquel encuentro de Dios con la humanidad no fue un simple contacto, externo y transitorio fue nada menos que una unión, una unión vital, una unión estable, una unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana, una unión sustancial, hipostática, como la llamaron los Padres de nuestra fe, una unión por la que el Verbo de Dios, en su infinita y eterna Persona, hizo suya la naturaleza humana concebida en el seno purísimo de la Virgen María, siendo así el hombre Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre que, como hombre, nació, vivió, enseñó, sufrió, murió y resucitó, sin dejar de ser el Dios que era, pero haciéndose hombre, tal como nosotros lo conocemos y como nosotros somos.
3. Y bien: memoria de este encuentro es la Natividad. Más aún: ha de ser la continuación de este encuentro.
Y este Nuestro pensamiento se halla fortalecido por el pensamiento de que este encuentro, en Cristo, entre Dios y la humanidad, Nos parece hallarlo reflejado en el acontecimiento celebrado en estos últimos años, y hace poco terminado, queremos decir, el Concilio Ecuménico Vaticano II. También el Concilio ha sido un encuentro. Un doble encuentro: de la Iglesia consigo misma; de la Iglesia con el mundo.
En el Concilio se ha cumplido, efectivamente, el encuentro de la Iglesia consigo misma. Encuentro, en verdad, grande y bienhechor.
Podríamos detener nuestra consideración en el cuadro exterior del acontecimiento: no ha sido cosa de poco relieve el hecho de que todos los Pastores de la gran familia católica se encontraran, se conocieran, se amaran, finalmente, en la realidad no sólo espiritual, sino también en la experimental, de la visión, del saludo, del coloquio, de la oración comunitaria, de la caridad más sentida. ¿Qué cosa más cristiana que este encuentro? Mas ahora Nuestro pensamiento penetra más en lo que el Concilio significa y ha realizado: la Iglesia, decíamos, en él se ha encontrado a sí misma: su propia fe, su doctrina, su firmeza, su misión, su energía apostólica y misionera, su riqueza en sabiduría y en gracia, su capacidad para sacar de sus inagotables reservas interiores tesoros nuevos, su ansia de entender, de servir, de salvar al mundo.
Y, en este acto reflejo, la Iglesia no sólo se ha encontrado a sí misma, sino que ha encontrado a Cristo; ha vuelto a sentir el compromiso de fidelidad a la palabra y a la voluntad de El que la penetraba toda, y casi la embriagaba y la exaltaba; ha vuelto a sentir el fluir, en sí, el Espíritu de Cristo, y de nuevo volver a sus labios el mensaje evangélico, la necesidad de renovar su anuncio, para sí, para los hombres todos. La Iglesia se ha vuelto joven. Y recordamos, Hermanos, este admirable y nuevo encuentro que el Concilio le ha procurado con Cristo. Recordamos, no siguiendo el mal entendido aggiornamento, ya deplorado por Nuestro venerado predecesor Juan XXIII (AAS, 1962, p. 675), no tratando de absorber el espíritu del tiempo, o poniendo su confianza en las enfermizas ideologías del mundo profano, o sometiéndose a cualquier equivocada mentalidad, so pretexto de un fatalismo histórico, ni contentándose tampoco con aportar algún retoque práctico a algunas normas canónicas secundarias, sino buscando hallar de nuevo a Cristo en sí misma, encontrarse más conscientemente con El: así la Iglesia puede hoy celebrar su nueva y repetida Natividad.
4. Y luego, el encuentro de la Iglesia con el mundo.
Aspecto éste, del Concilio, que todos han notado. La Iglesia, en cierto modo, ha salido de sí misma para encontrarse con los hombres de nuestro tiempo, con las enormes y sorprendentes novedades del mundo actual, y con las siempre crecientes necesidades de una gran parte de la población humana, como el hambre: de alimento físico y de alimento espiritual. Se ha revestido con una más expansiva caridad pastoral. Y no podía obrar de otro modo.
La figura evangélica del pastor que rebusca, persigue y se agota hasta encontrar la oveja descarriada ha dominado en todo el Concilio. El espíritu de éste ha estado relleno por la conciencia de que la humanidad, la humanidad entera, simbolizada en la arcádica figura de la oveja descarriada, es suya, es de la Iglesia. Sí, suya —que es decir, de la Iglesia— es la humanidad, en virtud de un mandato divino universal; la Iglesia, una vez más, ha comprendido la tremenda ley que se deriva del nombre que la distingue auténticamente: católica, que es tanto como decir que su misión, su responsabilidad, su corazón no tienen límites.
Por todo ello, la Iglesia tiene que declarar suya a la humanidad, y esto por un deber suyo; deber, que no conoce cansancio; y que desafía, heroica y sencillamente, todas las dificultades; suya también por derecho de amor, porque no puede la Iglesia eximirse —por muy extraña, indócil y hostil que le sea la humanidad— de amarla, a esta humanidad, por la que Cristo ha dado su sangre; y, más aún, suya también en virtud de un cierto histórico parentesco. ¿Acaso no ha engendrado la Iglesia, en gran parte, esta civilización que ahora el mundo reconoce como verdadera, haciéndola suya? Suya es, además, la humanidad, por una misteriosa esperanza que algunos de los rasgos más importantes de la historia contemporánea parecen confirmar: como la investigación de la verdad y de la libertad, o la marcha obligada hacia la unidad, o la necesidad de fraternidad y de paz: bienes todos, que tan sólo bajo la luz del Evangelio adquieren su plenitud de vida.
5. La Iglesia, pues, del Concilio está buscando encuentros. Aun siendo muy celosa de su disciplina del secreto, ella ha comenzado por invitar a los testigos y a los difusores de las informaciones sociales y permitirles que vieran y hablaran; ella misma les ha suministrado noticias. Más aún: la Iglesia del Concilio ha producido un encuentro, que no se verificaba hacía siglos y que parecía imposible realizarse: con humildad y cordialidad ha llamado cerca de sí a los Hermanos cristianos, largo tiempo alejados de su comunión; para recomponer, siquiera en su trama humana y elemental, un tejido desgarrado: el del conocimiento recíproco, del respeto, de la confianza, el de una inicial conversación. Pero hay otros pueblos, está el mundo. La Iglesia desea encontrarse con el mundo.
A este propósito, Nos no podemos olvidar Nuestro viaje a Nueva York, invitados a hablar en la Asamblea de las Naciones Unidas; como tampoco podemos no recordar el extraordinario encuentro de Nuestra exigua persona con los Representantes de las naciones, allí reunidos. Encuentro, que Nos pareció histórico y simbólico, y que ciertamente expresaba una de las principales intenciones del Concilio: llevar a los Pueblos un mensaje de amistad y de paz. Aquel momento lo recordamos a causa de su estupenda plenitud, y queremos aprovechar la fiesta de la Natividad para repetir, una vez más, a quien allí Nos invitó y tan gentilmente Nos acogió, Nuestro devoto reconocimiento; para renovar a aquella Asamblea y a cada uno de sus miembros Nuestro augurio de paz; y para saludar de nuevo al Pueblo de los Estados Unidos, que tuvimos entonces el honor y la alegría de encontrar.
6. Y ved ahora el primer aspecto que toma la presencia de la Iglesia, que va en busca de los hombres: es la mensajera de la paz. Hecho éste, que se deriva también de la naturaleza misma de las cosas. ¿No es la paz el primer saludo que puede pronunciar quien obra en nombre de Cristo, como El lo hizo, resucitado: «La paz con vosotros»; y no es la primera intervención que la Iglesia, puesta en medio del mundo, puede desarrollar: la de poner paz, exhortar a la paz, educar para la paz? La paz es, efectivamente, el primero y sumo bien de una sociedad: supone la justicia, la libertad, el orden; y hace posible todo otro bien de la vida humana. Y luego, inmediatamente, en este mismo momento, Nos haremos de nuevo la apología de la paz. La haremos no solo porque la paz es bien excelente, sino también porque hoy se halla en un verdadero peligro.
Las trágicas experiencias de la última guerra inspiraron nuevos propósitos; pero se van infiltrando viejas y profundas tendencias nacionalistas o nuevas ideologías que llevan a la subversión y al predominio; las armas, cada vez más potentes y terroríficas, se convierten, según se dice, en la única garantía de una paz poco segura y precaria, a la que falta el sentido de la fraternidad humana y de la justicia entre los pueblos. Hombres hermanos: Escuchad de veras el mensaje de paz, que la Natividad trae a los hombres, que siempre son objeto de la benevolencia divina. Mirad a dónde os conducen vuestros pasos. Tal vez de nuevo os estáis equivocando en el camino. Deteneos, reflexionad. La verdadera sabiduría está en la paz; y la verdadera paz se encuentra en la alianza con el amor. Nadie debe circunscribir el amor a la paz dentro de los confines de su propio interés y de la ambición propia. Nadie debe comenzar a violar, con insidiosas maniobras y con desórdenes intencionados, la tranquilidad de los demás. Nadie debería obligar al vecino (hoy, todos somos vecinos) a recurrir a la defensa armada y nadie debería sustraerse a tratar equitativa y lealmente para restablecer el orden y la amistad. Preciso es construir la paz sobre la animosa revisión de las ideologías defectuosas del egoísmo, de la lucha, de la hegemonía; es preciso saber perdonar y reemprender una historia nueva, donde las relaciones entre los hombres, ya no se hallen reguladas por el poderío o por la fuerza, ni tan sólo por los beneficios económicos o por el grado de desarrollo de la civilización, sino por un más elevado concepto de la igualdad y de solidaridad que, a la postre, tan sólo la Paternidad divina, revelada por Cristo, demuestra lógicas, fáciles y felices.
7. Grandes cosas éstas, que decimos con un tono tan sencillo como humilde. Porque, Hermanos, este es otro aspecto del encuentro que la Iglesia del Concilio ofrece al mundo. Ella sabe que lleva consigo un tesoro de infinito valor de verdad y de sabiduría, que la impulsa a ir a vuestro encuentro; mas observad: Ella viene a vosotros sin orgullo alguno, sin reclamar para sí privilegio alguno. Ella no se pone enfrente, antes bien, de buen grado reconoce, anima y bendice los grandes valores de vuestra cultura y de vuestro progreso; no tiene ninguna ambición de dominio, ni de riqueza; si pide algo, es tan sólo la libertad para su fe que vive interiormente y la libertad para anunciar la fe en lo interior; pero no se impone a ninguno, más bien quiere que la suprema responsabilidad y la decisiva elección de las conciencias, aun con respecto a la verdad religiosa, sean respetadas y protegidas. El encuentro de la Iglesia con el mundo actual ha sido descrito en páginas admirables de la última Constitución del Concilio: toda persona inteligente, toda alma honrada debe conocer aquellas páginas. Estas devuelven la Iglesia a su lugar en medio de la vida contemporánea; mas no para sojuzgar la sociedad ni para perturbar al autónomo y legítimo desarrollo de sus actividades, sino más bien para iluminarla, sostenerla y consolarla. Estas páginas señalan, Nos lo pensamos así, el punto de encuentro entre Cristo y el hombre moderno; y constituyen el mensaje de Navidad dirigido, en este año de gracia, al mundo contemporáneo. Hemos decidido recordarlas para documentar el contenido de Nuestro augurio, que quiere ser no tan sólo verbal y sentimental, sino cristiana oferta de positivo y desinteresado servicio para la paz y la prosperidad de la humanidad y para su esperanza en el trascendente destino de salvación y de felicidad, abierto a los hombres, por medio de Cristo, cuya humilde y gloriosa Natividad estamos celebrando.
Hermanos, hijos y hombres todos de buena voluntad: En el nombre de El, Cristo Nuestro Señor, sea con vosotros este Nuestro augurio de buena Navidad, y con él Nuestra Bendición Apostólica.
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