RADIOMENSAJE DEL SANTO PADRE PABLO VI
AL VIII CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL EN VALENCIA
Domingo 28 de mayo de 1972
Venerables Hermanos y amadísimos Hijos:
Os habéis reunido estos días en Valencia, con ocasión del Octavo Congreso Eucarístico Nacional, para elevar a Cristo en la Eucaristía un himno solemne y público de fe y de amor, al que están unidos en espíritu todos los católicos españoles. Es el himno gozoso del Pueblo de Dios, peregrino hacia la tierra prometida, y consciente de tener al mismo Señor como viático, antorcha y fermento de esperanza en su largo y trabajoso caminar.
Dios está con nosotros: se ha hecho Noticia viva, víctima propiciatoria por nuestros pecados, y siendo rico se hizo pobre por amor nuestro para que fuésemos ricos por su pobreza (Cfr. 2 Cor. 8, 9). Y esta cercanía amorosa, esta comunión de Dios con nosotros, alcanza su íntima y maravillosa plenitud cuando Cristo mismo se hace comida y bebida, para que tengamos la vida de los que vivirán para siempre (Cfr. Io. 6, 58-59). Es el culmen de la bondad de Dios para el hombre, que con derecho puede decir: «ya no soy yo, es Cristo quien vive en mi» (Gál. 2, 20).
El misterio de su muerte y su Resurrección están perpetuados en el Sacrificio Eucarístico. La presencia de Cristo en el mundo continúa en su real presencia eucarística: en millones de altares por toda la tierra hace actual cada día su único sacrificio redentor; desde millones de sagrarios en todo el mundo sigue siendo el Buen Pastor de su rebaño.
Por eso el Concilio ha podido decir la frase que habéis asumido como lema del Congreso: «La Eucaristía fuente y cumbre de toda Evangelización» (Presbyterorum Ordinis, 5).
La Eucaristía, además, precisamente por ser el Sacramento de comunión con Cristo, es Sacramento de comunión con nuestros hermanos en la fe y con toda la humanidad. Es signo de unidad y vínculo de caridad (Cfr. S. AUG. In Io. Evang. 26, c. 6, n. 13; ML, 35, 1613).
¿Cómo no sentirnos unidos los que participamos en el mismo Cuerpo y la misma Sangre de Jesús, sarmientos de una misma vid, miembros de un mismo Cuerpo Místico? (Cfr. Io. 15, 4 ss.; Eph. 5, 30)
Ningún argumento, ningún ideal, ninguna diversidad puede justificar la división de la unidad eclesial. La Iglesia ha recibido el tesoro inmutable de la fe, para presentarlo a los hombres en toda su pureza y con un rostro siempre rejuvenecido.
Hermanos e hijos amadísimos: Cristo quiere la unidad de su Iglesia, para que ella pueda ser fiel a su misión y sea realmente signo de unidad en seno a toda la familia humana.
El mismo Cristo nos dice cómo se ha de realizar esa unidad, al proclamar el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Io. 15, 12).
¿Podrá una comunidad cristiana o un individuo sentirse en comunión con Cristo, si no se distingue por su amor fraterno? ¿Cómo podrían convivir en un mismo corazón el amor a Dios y la discordia entre los hermanos, la piedad y la injusticia?
Debemos recordar constantemente, como un ejemplo, la escena maravillosa de los discípulos de Emaús, que reconocieron a Cristo al partir el pan (Cfr. Luc. 24, 35).
Tenemos que aprender, porque a nosotros también nos han de conocer que somos cristianos al partir el pan. Y partir el pan en nuestro mundo tiene un significado muy profundo de solidaridad para con la humanidad sedienta de esperanza y ansiosa de que sus justas aspiraciones puedan realizarse en un clima de amor, de serenidad, de justicia, de libertad y respeto.
Ante las convulsiones de nuestro tiempo, ante contexturas sociales que pueden atenazar al individuo y a los grupos impidiéndoles la maduración de sus valores más elevados, a muchos hombres de hoy les puede venir la tentación de la huída, como a los Discípulos de Emaús cuando se alejaban tristes de Jerusalén. Hace falta que toda la Iglesia, dirigida por sus Pastores, se sienta unida en el camino a esas personas que dudan o sufren, les explique las Escrituras, cómo era necesario que Cristo padeciera, y parta con ellos el pan de la fraternidad y del amor (Cfr. Luc. 24. 25 ss.).
Os decimos estas cosas con esperanza y con gozo al veros reunidos en ese marco maravilloso de Valencia, donde vuestro fervor eucarístico se enlaza con la gloriosa tradición eucarística española, que en esa querida tierra valenciana ha florecido siempre con especial vigor y ha producido Santos insignes por su característica devoción a Jesús Sacramentado y por su espíritu misionero. Unidos al Señor en la Eucaristía habéis de reafirmar el compromiso de fidelidad al Evangelio continuando ese espíritu de renovación conciliar emprendido valientemente por la Iglesia Española bajo la guía sabia y segura de sus Obispos. Es el camino de Cristo, en el cual Nos os acompañamos siempre con nuestras plegarias y nuestra calurosa palabra de aliento.
Invocamos la constante asistencia divina sobre Ti, amadísimo Cardenal, nuestro Enviado Especial, sobre los venerables Hermanos en el Episcopado, sobre los Sacerdotes, los Religiosos, las Religiosas y los fieles españoles, así como sobre las Autoridades, entre las que hemos sabido que ha querido estar presente Su Excelencia el Jefe del Estado. Y en prueba de nuestra especial benevolencia, impartimos de corazón sobre España entera nuestra paternal Bendición Apostólica.
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