DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS ALTOS DIRIGENTES DE LA CONFERENCIA MUNDIAL
DE LA POBLACIÓN*
Viernes 28 de marzo de 1974
(Discurso entregado por el Card. Secretario de Estado, Jean Villot, al secretario general de la Conferencia, a causa de una leve indisposición de Su Santidad)
Señores:
Queremos expresarles ante todo, nuestra gratitud por la atención de venir a saludarnos. Han manifestado el deseo de tener este encuentro para hablarnos de la gran responsabilidad encomendada a ustedes por la Organización de las Naciones Unidas, en relación con el Año mundial de la Población y la Conferencia mundial de la Población. Aprovecharnos la oportunidad que se nos ofrece para manifestarles el interés con que la Santa Sede sigue los esfuerzos de la comunidad internacional en favor de la justicia y de la paz.
Las múltiples actividades organizadas dentro del marco del Año de la Población y en torno a la Conferencia mundial de la Población, que se celebrará en Bucarest el próximo mes de agosto, no pueden dejar indiferente a la Santa Sede. Aunque la búsqueda de solución a los problemas planteados por el crecimiento de la población exigirá, durante largo tiempo todavía, un compromiso generoso por parte de todos los hombres generoso de buena voluntad, el Año y la Conferencia mundial de la Población constituyen circunstancias particularmente importantes para sensibilizar la opinión mundial respecto a las necesidades de los hombres y de los pueblos.
Cuando la Iglesia se interesa por los problemas de la población, lo hace ante todo por deber de fidelidad a su misión. Este afán nace de su compromiso por la promoción del bien integral, material y espiritual, de todo el hombre y de todos los hombres. Ella sabe que la población son los hombres, los seres humanos. Depositaria de una revelación en la que el Autor de la vida nos habla del hombre, de sus necesidades, de su dignidad, de su destino humano y espiritual, la Iglesia se interesa profundamente por todo lo que puede servir al hombre, pero se preocupa también de todo lo que puede comprometer la dignidad innata y la libertad de la persona humana.
Sabemos que el número creciente de seres humanos, en todo el mundo en general y en algunos países en particular, plantea a la comunidad de los pueblos, así como a los gobernantes, un verdadero desafío. Los problemas del hambre, de la salud, de la educación, de la vivienda y del empleo se hacen más difíciles de resolver cuando la población crece más rápidamente que los recursos disponibles.
Para algunos es fuerte la tentación de creerse encerrados en un callejón sin salida y de querer frenar el aumento de la población aplicando medidas radicales, a veces en contraste con las leyes inscritas por Dios en la naturaleza del hombre y poco respetuosas de la dignidad de la vida humana y de la justa libertad de los hombres. Tales medidas están fundadas, en algunos casos, en una concepción materialista del destino del hombre.
Las verdaderas soluciones – nosotros diríamos, las únicas soluciones – de estos problemas serán aquellas que tengan en cuenta todos los factores concretos globalmente: las exigencias de la justicia social, así como el respeto de las leyes divinas que gobiernan la vida, la dignidad de la persona humana y la libertad de los pueblos, la función primordial de la familia y la responsabilidad propia de los esposos (cf. Populorum progressio, 37; Humanae vitae, 23, 31).
No es nuestra intención repetir aquí con detalle los principios básicos de la postura de la Iglesia en el campo de la población y que han quedado claramente expresados en la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II y en nuestras Encíclicas Populorum progressio y Humanae vitae. Estos documentos, cuyo contenido bien conocen ustedes, manifiestan cómo la enseñanza de la Iglesia en materia de población es firme y matizada a la vez, respetuosa de los principios y al mismo tiempo profundamente humana en su aplicación pastoral.
Ninguna presión hará desviar a la Iglesia hacia compromisos doctrinales o soluciones miopes. Ciertamente, no le toca a ella formular soluciones de orden puramente técnico. Su misión es la de testimoniar la dignidad y el destino del hombre, Permitiendo así a éste elevarse a metas superiores morales y espirituales. La enseñanza de la Iglesia que nosotros no cesamos de reafirmar, ayuda a los fieles a comprender mejor su propia responsabilidad y la contribución que ellos están llamados a dar a la solución de estos problemas. En tal búsqueda, ellos no deben dejarse influenciar por las afirmaciones de personas o grupos que pretenden presentar la postura de la Iglesia omitiendo ciertos aspectos esenciales de la doctrina del Magisterio auténtico.
La Iglesia ha insistido siempre – y lo sigue haciendo actualmente – en la necesidad de tratar los problemas de la población con objetividad, teniendo en cuenta la realidad de sus diversos aspectos, que son, sin duda alguna, económicos y sociales, pero también y sobre todo humanos.
De hecho, en la discusión de los problemas de la población está implicada la finalidad misma de la persona humana. La voluntad creadora y redentora de Dios acerca del ser humano puede ser reconocida, confirmada o rechazada en un debate que toque la existencia misma del hombre, el cual no es verdaderamente tal más que en la medida en que, "dueño de sus acciones y juez de sus valores, es el protagonista de su propio progreso en conformidad con la naturaleza y la ley que le ha dado su Creador, y cuyas posibilidades y exigencias él asume libremente" (Populorum progressio, 34).
Todo programa relativo a la población debe, pues, ponerse al servicio de la persona humana. Debe "reducir las desigualdades, combatir las discriminaciones, liberar al hombre de sus esclavitudes y hacerlo capaz de ser él mismo el agente responsable de su progreso moral y de su expansión espiritual" (Populorum progressio, 34). Por ello debe evitar todo lo que se opone a la vida en sí o que hiere su personalidad libre y responsable.
Toda política de la población debe garantizar también la dignidad y estabilidad de la institución familiar, asegurándole los medios que permitan a la familia desempeñar su verdadera función. La célula familiar está al servicio de una vida que sea plenamente humana; es el punto de partida de una vida social equilibrada, en la cual el respeto de si mismo es inseparable del respeto a los demás Por ello, los esposos deben ejercer su responsabilidad con plena conciencia de sus deberes para con Dios, para consigo mismos, para con la familia y la sociedad, dentro del marco de una justa jerarquía de valores. La decisión relativa al número de hijos que van a tener, depende del recto juicio de los esposos y no puede ser dejada a la discreción de la autoridad pública. Pero como ese juicio presupone una con- ciencia bien formada, es importante que se realicen todas las condiciones que permitan a los padres alcanzar un nivel de responsabilidad conforme con la moral. Una responsabilidad verdaderamente humana, que tenga en cuenta la ley divina sin olvidar las circunstancias del conjunto (cf. Humanae vitae, 10; Gaudium et spes, 50, 87).
Uno de los grandes temas que debe ser examinado es, pues, el de la justicia social. Una vida plenamente humana, dentro de los cauces de la libertad y la dignidad, quedará asegurada a todos los hombres y a todos los pueblos cuando los recursos de la tierra hayan sido distribuidos de manera más equitativa; cuando las necesidades de los menos privilegiadas hayan obtenido la prioridad efectiva en la distribución de las riquezas de nuestro planeta; cuando los ricos – ya se trate de individuos o de comunidades – se hayan empeñado seriamente en un esfuerzo nuevo de ayuda y de inversión en favor de los más desposeídos.
El Año de la Población debería significar una renovación del compromiso de todos en favor de una plena justicia en el mundo, a fin de trabajar juntos para la edificación del porvenir común de la humanidad (cf. Populorum progressio, 43).
Se oye decir con frecuencia que para hacer posible el desarrollo de los países menos favorecidos y garantizar a las futuras generaciones un medio ambiente sano y una vida digna del hombre, se debe frenar radicalmente el aumento de la población, y que corresponde a los poderes públicos ocuparse de ello.
Los poderes públicos, dentro de los límites de su competencia, pueden intervenir ciertamente favoreciendo una información apropiada y especialmente tomando medidas aptas para el desarrollo económico y el progreso social, con tal que tales medidas respeten y promuevan los verdaderos valores humanos – individuales y sociales – y se observen las leyes morales (cf. Mater et Magistra, AAS 53, 1961, p. 447; Populorum progressio, 37; Humanae vitae, 23).
Señores: la actitud fundamental de la Iglesia en este Año de la Población es una actitud de esperanza. La historia del mundo demuestra – y la Iglesia ha sido testigo de ello a lo largo de los siglos – que el hombre logrará encontrar respuestas justas a los problemas que se le plantean, si aplica toda su capacidad creativa, todos sus dones de inteligencia y corazón, dentro de una colaboración sincera en favor de sus hermanos, para asegurar a todos una vida verdaderamente humana en la libertad y la responsabilidad.
La esperanza de la Iglesia se basa, ciertamente, en la realidad, pero también en la certeza de que el campo de lo posible puede siempre dilatarse, cuando se camina con Dios.
*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.14 p.9, 10.
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