DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS CARDENALES Y PRELADOS DE LA CURIA ROMANA
CON MOTIVO DE LAS FELICITACIONES NAVIDEÑAS
Jueves 22 de diciembre de 1977
Señores cardenales,
y todos vosotros, venerables hermanos y queridos hijos de la Curia Romana, apreciados colaboradores nuestros:
Os estamos muy agradecido por vuestra presencia en este día, con ocasión de la fiesta de Navidad. Las palabras del cardenal Carlo Confalonieri, Decano del Sacro Colegio, han expresado noblemente el significado y el afecto de este encuentro; y, mientras le agradecemos de corazón la expresión de sentimientos tan finos, nos satisface sinceramente aprovechar la ocasión para manifestarle públicamente, por vez primera, nuestra complacencia, nuestro aplauso y nuestra felicitación por su recentísima elección, por la cual ha sido llamado a suceder al llorado cardenal Luigi Traglia, cuyo recuerdo permanece esculpido indeleblemente en nuestros corazones como imagen entrañable y risueña de bondad sacerdotal y humana.
La circunstancia que nos congrega es la próxima Natividad del Señor. Todos nosotros la hemos esperado con oración vigilante y confiada durante todo el período de Adviento; y en particular ha sido afán pastoral nuestro, así como alegría siempre renovada, recordar la riqueza de los temas de este dichosísimo "tiempo fuerte" de la sagrada liturgia a las muchedumbres de peregrinos que han venido a visitarnos en las audiencias generales de este período.
Ya está cerca la Navidad. Viene Jesús: viene entre nosotros a renovar el don de su nacimiento terreno, mediante la representación misteriosa y real del lejano acontecimiento en la mediación de la celebración del Sacrificio divino; viene entre nosotros para prolongar esa presencia bajo las especies de pan y vino, como también en la guía invisible y potente que El continúa dando a su Iglesia, según la promesa: "Yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20); viene entre nosotros para morar en nuestro corazón con la oferta inefable de su gracia, esperando la respuesta generosa de nuestra voluntad: "Mira que estoy a la puerta llamando; si uno me escucha y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos" (Ap 3, 20; cf. Jn 14, 21-23).
En el nombre del Señor, iniciamos con gozo un nuevo año de trabajo, con la certeza de que nunca nos faltará su protección. Pero entre tanto nos agrada recorrer con el pensamiento las etapas salientes del año que ahora concluye.
Ante todo el pensamiento va espontáneamente al 80 cumpleaños que celebramos el pasado mes de septiembre. Sentimos la necesidad de agradecer una vez más a todos nuestros hijos su participación coral en ese acontecimiento, que nos hizo reflexionar a fondo sobre la fugacidad del tiempo y sobre la riqueza de los dones que el Señor nos ha dispensado en todo el arco de nuestra ya larga vida.
Un hecho que pensamos debíamos considerar como privado, cerrado en el secreto de nuestra intimidad personal, vino a ser, en cambio, ocasión de reafirmada conciencia eclesial. En efecto, de todos los países recibimos numerosísimas y afectuosas expresiones de obispos, de diócesis y parroquias, de organismos católicos, de sacerdotes y de familias religiosas, de niños y de estudiantes, de hombres y mujeres de toda edad y condición social, interesados en asegurarnos su adhesión, su felicitación y su cercanía espiritual; de suerte que, al ver tan vasto movimiento de almas, no hemos podido menos de observar que, mucho más allá de nuestra humilde persona, destinataria de esas felicitaciones, esa prueba de amor era un hecho de Iglesia y llegaba al corazón mismo de la Iglesia, en la cual el Papa es garante y símbolo de unidad y de cohesión.
Por eso manifestamos de nuevo nuestro reconocimiento a cuantos, de cualquier modo, nos enviaron su felicitación; y no queremos olvidar todo lo que han hecho los artistas con su magisterio singular, con una presencia que nos habla, mejor que toda palabra, de una reafirmada armonía entre la fe y el arte, llamada ésta, como ha sucedido en todos los siglos, a expresar las maravillosas realidades que la Iglesia propone a los hombres, explicando la Palabra de Dios y proclamándola con alegría; nunca podremos agradecer suficientemente testimonio tan alto, que corresponde a una aspiración profunda de toda nuestra vida, especialmente de nuestro pontificado.
En el Consistorio del pasado 27 de junio mencionamos ya la Constitución Apostólica Vicariae potestatis del 6 de enero, con la que dimos un nuevo ordenamiento al Vicariato de Roma.
Si volvemos a ocuparnos de este reordenamiento es para recalcar cuanto dijimos el 8 de enero al presentar la citada Constitución en nuestra catedral de San Juan de Letrán: es decir, que "sentimos... con viva preocupación la responsabilidad que, como Obispo de esta Iglesia local, sobre la que reposa mística e históricamente un plan divino, tenemos ante Cristo, cuya santidad estamos obligado a difundir en las almas de los fieles, mediante el ministerio de la Palabra y con los sacramentos, preservando sus costumbres de todo mal y, en cuanto nos es posible, transformándolas con la ayuda de Dios en bien, de modo que podamos alcanzar junto con ellos la vida eterna" (AAS 69, 1977, pág. 54; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española. 16 de enero de 1977, pág. 1).
Recordamos luego, como confirmación visible de la nota esencial constitutiva de la Iglesia que es la santidad, las figuras de hombres y mujeres que este año hemos tenido el gozo y el honor de proponer a la veneración pública de la Iglesia como dechados generosos y heroicos de una humanidad benéfica y arrebatadora, formada en la escuela del Evangelio de Cristo.
Nos referimos a la nueva Santa Rafaela María del Sagrado Corazón de Jesús, fundadora de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, canonizada el 23 de enero; a la nueva Beata María Rosa Molas y Vallvé, fundadora de las Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación, elevada al honor de los altares el 8 de mayo; el 19 de junio tuvo lugar la canonización de Juan Nepomuceno Neumann, obispo de Filadelfia; el 9 de octubre la del monje Chala bel Makhlouf, de la Orden Libanesa Maronita: y. finalmente, las dos glorias de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, Mutien-Marie Wiaux y Miguel Febres Cordero, beatificados el 30 de octubre.
Son figuras humildes y grandes, que han saltado al primer plano de la atención universal con el relieve extraordinario de su vida, consagrada por entero a la gloria de Dios y a la elevación de las almas, y que han dejado una huella viva aún e imborrable; y recordemos nosotros mismos, para no dejarnos arrastrar por el torbellino de lo efímero y de lo secundario, "que —como ha recalcado la Constitución conciliar sobre la Iglesia— todos los fieles de cualquier estado y grado están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de 'a caridad: esta santidad promueve, también en la sociedad terrena, un tenor de vida más humano" (Lumen gentium. 40).
Sean dadas gracias al Señor, que todos los años nos invita a esta meditación fundamental sobre el llamamiento universal que El nos dirige a la santidad, sin la cual seríamos solamente "campana ruidosa o platillos estridentes" (1 Cor 13, 1).
Evoquemos también brevemente el Consistorio celebrado el pasado mes de junio, en el que, entre otras cosas, incorporamos al Sacro Colegio a cinco servidores fidelísimos de la Iglesia y de la Sede Apostólica.
Mas esto no nos hace olvidar los graves lutos que durante este año han privado al senado supremo de la Iglesia de hombres consagradísimos a la vida eclesial, los cuales consumieron sus energías en servicio generoso y cuyo recuerdo permanece en bendición.
Asimismo llevamos esculpido en el corazón el suavísimo recuerdo de nuestra participación en el Congreso Eucarístico nacional italiano, en Pescara, el 17 de septiembre.
Las poblaciones cristianas del Abruzo, buenas y laboriosas, igual que las de las otras regiones allí reunidas, no podían dar, con su actitud de fe silenciosa y profunda, prueba más alta y fervorosa de su fuerte y delicado amor a Cristo viviente en la Eucaristía; nos edificaron sobre todo los jóvenes, presentes con un testimonio magnífico de cristianismo vivido con alegría y con la frente alta.
Siempre recordaremos aquella muchedumbre, recogida en oración en torno al altar y escuchando atentamente nuestra humilde voz, como signo elocuente de una madurez de los tiempos cada vez más consciente, que surge para defender, con la propia firmeza mesurada y convencida, los valores supremos de la ley divina y los principios de la ordenada convivencia civil.
Pero este año queremos subrayar especialmente dos acontecimientos que han tenido un significado y un alcance que sobrepasa todo límite cronológico.
El primero es el Sínodo de los Obispos celebrado en octubre, con sesiones intensas y continuas dedicadas por los representantes del Episcopado de todo el mundo a los problemas acuciantes e inaplazables de la catequesis, con especial atención a los niños y a los jóvenes.
No hemos dejado de destacar repetidas veces la importancia de ese encuentro, centrado en el hecho esencial y constitutivo de la Iglesia: "Predicad el Evangelio a toda creatura" (Mc 16, 15); pero no es éste el momento de ocuparnos otra vez de aquel amplísimo tema. Deseamos, sin embargo, dar las gracias a los padres sinodales por la riqueza de las aportaciones con que contribuyeron a los trabajos; por la competencia de las observaciones y de las propuestas que, reflejando todas las áreas y todas las civilizaciones, resultaron sobremanera interesantes y útiles; y asimismo por la voluntad unánime, aun dentro de las evidentes diversidades de mentalidad y de exigencias, demostrada al otorgar valor prioritario a la evangelización del mundo moderno.
Y sobre todo reconocemos una vez más la validez de la institución del Sínodo de los Obispos, deseada por el Concilio Vaticano II, creada prontamente por nosotros y sostenida con tesón por todos nuestros hermanos en el Episcopado; después de la experiencia de estos años, dicha institución demuestra ser instrumento insustituible de colaboración; mina copiosa de informaciones y de temas sobre los problemas más candentes, como suele decirse, de la pastoral eclesial, presentada a nuestra atención y a nuestro ministerio universal; y asimismo feliz fórmula de encuentro entre los obispos para el estudio conjunto de las cuestiones y para la programación tempestiva y meditada de una acción a nivel mundial, que corresponda verdaderamente a les necesidades actuales.
El segundo acontecimiento es la reciente conclusión —tras doce años de trabajo— de la obra de revisión de la Vulgata latina, al haberse publicado ya todos los libros de la Biblia en la edición elaborada por la Comisión nombrada por nosotros el 29 de noviembre de 1965, poco antes de terminar el Concilio. Al año siguiente, en esta misma circunstancia de la audiencia al Sacro Colegio y a la Prelatura Romana, dimos noticia de la empresa iniciada ya bajo la dirección del llorado Presidente, el cardenal Bea, para la preparación —dijimos— de una "edición requerida por el progreso de los estudios bíblicos y por la necesidad de dar a la Iglesia y al mundo un texto nuevo y autorizado de la Sagrada Escritura. Se piensa en un texto —agregamos— que respete a la letra el de la Vulgata de San Jerónimo cuando éste reproduce fielmente el texto original, tal como resulta de las actuales ediciones científicas; será prudentemente corregido cuando se aparte de él o no lo interprete correctamente, empleando al efecto la lengua de la latinitas bíblica cristiana, de modo que se armonicen el respeto a la tradición y las sanas exigencias críticas de nuestro tiempo. Así la liturgia latina tendrá un texto unitario, científicamente irreprochable, conforme con la tradición, la hermenéutica y el lenguaje cristiano; y servirá también como punto de referencia para las versiones a las lenguas vulgares" (AAS 59, 1967, págs. 53 ss.).
Aquellas promesas se han cumplido. Gracias a la colaboración de un grupo restringido y preparado de expertos en los distintos sectores de las ciencias bíblicas y lingüísticas, se ha ultimado la revisión; buena parte del texto —hasta donde ha sido posible— ha entrado ya en las ediciones litúrgicas de los libros publicados estos últimos años, como también se emplea normalmente en las solemnes celebraciones presididas por nosotros; y acariciamos la idea de que el texto pueda servir como base segura para los estudios bíblicos del dilectísimo clero, especialmente donde sea más difícil la consulta de bibliotecas especializadas y la difusión de estudios adecuados. Y para que el texto íntegro, disponible ahora en ediciones separadas, pueda ser accesible a todos, será recogido en edición única, amplia, elegante y manejable, digna del Libro sagrado, histórica por el acontecimiento: una Comisión al efecto está trabajando ya en la realización de la iniciativa.
Nos alegramos íntimamente al daros esta gratísima noticia, mientras se eleva a Dios nuestro reconocimiento por la conclusión de tal empresa, suplicándole que con su gracia acompañe los benéficos efectos de ella en el futuro, "para que la Palabra del Señor avance con celeridad" (2 Tes 3, 1): ésta es la única finalidad que nos hemos propuesto.
Hemos recordado, según tenemos costumbre de hacer a modo de reconfortante epílogo del año que expira, los momentos salientes de la actividad de esta Sede Apostólica y de la Iglesia entera. Pero ésta, como bien sabemos, posee una riqueza mucho más vasta y compleja que los fenómenos que se pueden registrar, y no se deja reducir a esquemas ni resúmenes. Es como la vida, qué pulsa continuamente, imperceptible y profunda.
La gracia de Dios opera en los corazones que la acogen y suscita en ellos maravillas de generosidad, de luz, de fuerza, de fidelidad, de apostolado. La Iglesia, formada por la tupida trama de todos los creyentes, se extiende por el mundo como un árbol que ofrece cobijo a los pájaros del cielo (cf. Mt 13, 31-32), y lo penetra como levadura que esponja la masa (cf. Mt 13, 33). Y esta realidad, que contemplamos gozosamente pensando en ella y rezando por ella, nos llena el alma de esperanza y de consuelo.
Pensamos en nuestros dilectísimos sacerdotes, que aseguran al Pueblo de Dios el alimento de la Palabra divina y del Pan eucarístico en un ministerio que diariamente construye el porvenir.
Pensamos en los misioneros y en las misioneras que, dóciles al llamamiento de Cristo, ocupan los puestos más avanzados de la Iglesia; con frecuencia se encuentran aislados, carentes de medios adecuados, sostenidos sólo por la fe, compartiendo las angustias, sufrimientos y privaciones de aquellos a quienes anuncian el mensaje liberador del Evangelio.
Pensamos en las religiosas de vida contemplativa y activa que, cual industriosas abejas, en una oblación materna que es imagen de la total disponibilidad de la Virgen María, socorren incesantemente las necesidades espirituales y materiales de la humanidad, especialmente de los pequeños, de los pobres, de los enfermos.
Pensamos en las familias conscientes de su deber de dar testimonio para la construcción cristiana de la sociedad, de la escuela, de la vida pública.
Pensamos en los jóvenes que se preparan para las responsabilidades del día de mañana y tienen la fuerza de ir contra la corriente de tanto conformismo ideológico y moral; y entre ellos alentamos particularmente a los seminaristas y a los religiosos novicios, que han decidido valientemente consagrar su vida a Cristo Señor.
Es toda una plenitud de vida que se despliega ante nuestra vista y nos dice que podemos y debemos mirar al mañana con seguridad y confianza, avanzando de prisa por el camino señalado por la bondad providente de Dios.
En el umbral ya del año nuevo, no podemos dejar de enviar a todos nuestros hijos en el mundo, así como a todos los hombres de cualquier lengua y nación, especialmente a los más probados por privaciones, opresiones, sufrimientos y calamidades naturales que prolongan en el tiempo efectos tan dolorosos, el deseo más santo de serenidad y de alegría.
Este deseo nace de la fe en el Verbo de Dios encarnado, que vino al mundo para traer los dones mesiánicos de la justicia y de la paz.
Bajo esta luz saludamos al año que se aproxima, porque también él fue marcado, ya desde entonces, por la impronta de Dios, y en su desarrollo manifestará la continuidad de un designio idéntico de redención y de elevación, que abarca a todos los hombres.
La Iglesia, primera colaboradora en esta obra de salvación inaugurada por la Encarnación del Hijo de Dios, continúa en el tiempo su misión de proclamación, de enseñanza, de santificación; y está dispuesta a ofrecer a los hombres su colaboración, en la esfera espiritual que le es propia, mas también en el plano material, ya que sus hijos están llamados a trabajar con empeño por la elevación y el progreso del género humano, como explica en su denso planteamiento programático la Constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II.
Ningún obstáculo puede detenerla, ninguna dificultad frenarla, ninguna persecución atemorizarla.
La fuerza arrolladora de la Palabra de Dios, hecha uno de nosotros para salvarnos a todos, sostiene con la lógica de la cruz y de la resurrección la obra que la Iglesia lleva a cabo humilde y firmemente entre los hombres hermanos.
La Iglesia está llamada, por su naturaleza a la vez institucional y carismática, a indicar que Cristo es la luz del mundo (cf. Jn 8, 12).
Este es su honor y su deber, y éste es asimismo el cometido de todos sus hijos. Lo ha sido siempre, y hoy de manera especial.
Todos los cristianos están llamados en esta hora importante, que lleva en sí los gérmenes de una profunda renovación, pero también de una potencialidad destructora —como ha sucedido en todos los momentos cruciales de la historia—, a colaborar en la construcción de un orden más justo y más bueno, fundado en el respeto de la ley de Dios, la única que garantiza el respeto del hombre.
Oscuras sombras se adensan sobre el destino de la humanidad: la ciega violencia, la amenaza a la vida humana ya desde el seno materno, el terrorismo despiadado, que acumula odios y ruinas con el utópico designio de una palingénesis que surja de las cenizas de la destrucción global, el recrudecimiento de la delincuencia, las discriminaciones y las injusticias a escala internacional, la privación de la libertad religiosa, la ideología del odio, así como la apología desenfrenada de los peores instintos mediante la pornografía de los mass-media, que so capa de propósitos culturales encubren una envilecedora sed de dinero y una desvergonzada explotación de la persona humana, con amenazas y lisonjas constantemente dirigidas a la infancia y a la juventud, minando y arideciendo las frescas energías creadoras de su mente y de su corazón.
Todo esto indica cuán temerosamente ha decaído la estima de los valores morales por obra de una acción oculta y organizada del vicio y del odio.
No podemos callar ante esa realidad. que desgraciadamente es patrimonio de los pueblos de más alto desarrollo económico; tanto más que una exigua minoría, que actúa en la sombra abusando del don de la libertad, adquirido a alto precio, no puede atentar impunemente contra el orden, el progreso, la convivencia civil y la salud moral de toda una mayoría cansada ya de tanta osadía, pero atemorizada en sus elementales exigencias de trabajo constructivo y tal vez —mas sería cosa muy triste— resignada ya a lo peor.
Apelamos a todos los hombres de buena voluntad repitiendo aquí lo que hemos expuesto en el reciente Mensaje para la inminente Jornada de la Paz 1978. Nos dirigimos sobre todo a los obispos, a los sacerdotes, a los hombres y a las mujeres cristianas, para que cierren el paso, con oportunas iniciativas, a las fuerzas disgregadoras del orden moral, aíslen a los violentos, marginen a los explotadores y opongan civil y digna resistencia a todo lo que es contrario a la dignidad innata del hombre, creado a imagen de Dios y redimido por la Sangre de Cristo. Una tímida incoherencia podría acarrear consecuencias funestas. Pensémoslo mientras estemos a tiempo.
El porvenir está en las manos de Dios; pero depende también de la conciencia y de la operosidad de los hombres.
Abrigamos la confianza de que la legión inmensa y silenciosa de hombres rectos, sanos y serios de todo el mundo sabrá perseverar, sin dilaciones ni temores, en su obra de construcción pacífica de la sociedad humana.
Con ocasión de este encuentro navideño tenemos la costumbre de dirigir la mirada no sólo a los problemas de la vida interna de la Iglesia, sino también a sus relaciones con el mundo en el que dicha vida se desarrolla y cuya actitud tantas veces condiciona a la Iglesia en las posibilidades de sus manifestaciones externas y en su misma libertad. Solemos dirigir la mirada también a la situación de la vida internacional, en los aspectos que tocan más de cerca al orden moral y guardan relación con la solidaridad —la caridad, en términos cristianos— entre los hombres.
Si tuviésemos tiempo, nos agradaría detenernos, por su actualidad y por su importancia, en un tema que cada vez más ampliamente atrae la atención, podemos decir, del mundo entero: nos referimos al respeto de los derechos humanos; respeto cuya exigencia sienten cada vez más los hombres y los pueblos de todos los continentes, a la vez que se resienten más vivamente aún que en el pasado de las ofensas que se hacen a dichos derechos, por desgracia conculcados en tantas partes. Nos reservamos volver a tratar en una próxima ocasión oportuna de una cuestión que también ante nuestros ojos tiene singular relieve para nuestro tiempo y merece por lo mismo ser objeto de especial reflexión.
Hoy, a la luz de Aquel que con su nacimiento vino a redimir a la humanidad de la esclavitud del pecado, del egoísmo y del odio, querríamos al menos asegurar nuestra solidaridad a cuantos sufren a causa de estructuras injustas o por mala voluntad de los hombres, y desear que la conciencia de un deber que se identifica con los intereses superiores de la pacífica convivencia humana prevalezca sobre el espíritu de atropello que empuja a ignorar el buen derecho de otros, sean individuos, grupos sociales o pueblos enteros.
La expresión de nuestra comunión en el sufrimiento y nuestros buenos deseos se dirigen en particular a cuantos sufren opresiones o limitaciones injustas en el ejercicio del primero entre los derechos humanos, que es el de la conciencia religiosa y de la profesión pública de la fe, según las propias convicciones y las propias tradiciones o el propio rito: derecho tantas veces y por todos, al menos de palabra, reconocido fundamentalmente y proclamado (bastaría recordar las declaraciones y los pactos de las Naciones Unidas y, respecto a Europa, los compromisos más recientes del documento final de la Conferencia de Helsinki), pero tan a menudo y de tantos modos conculcado, a veces de forma radical (como sucede todavía en nuestros días —para poner sólo un ejemplo, más próximo a nosotros—, en la pequeña, mas siempre carísima, República Albanesa).
Querríamos repetir a cuantos sufren esto: que nuestro oído no es sordo, ni nuestro corazón —¿es necesario decirlo?— insensible al lamento y a las peticiones de ayuda que de ellos provienen.
Es empeño y propósito nuestro seguir aplicándonos con todas nuestras fuerzas a ayudarles, por los cauces y modos posibles y que estimemos más oportunos y eficaces. Y queremos abrigar la confianza de que tales esfuerzos, unidos a los de cuantos se interesan por el verdadero bien de los pueblos, no serán baldíos.
Es obligado añadir una palabra acerca del Oriente Medio. Seguimos con una atención y un interés del todo particulares el desarrollo de la situación. Sin querer tomar partido en las diversidades o divergencias de pareceres que a este respecto se están manifestando, no podemos ocultar la esperanza ni silenciar el deseo de que las iniciativas emprendidas, valientes hasta el punto de parecer audaces, sirvan para poner en marcha un proceso que, gracias a la participación y a la buena voluntad y prudencia de todos los responsables, cuaje finalmente en soluciones que respondan a los criterios de justicia, de equidad y de clarividencia política, así como de sensibilidad humana, que son los únicos que pueden equilibrar convenientemente exigencias, aspiraciones e intereses tan complejos y muchas veces encontrados.
La Santa Sede no ha dejado de manifestar también en esta ocasión, con discreción pero confiadamente, su propio pensamiento, particularmente sobre los puntos que tocan más de cerca su misión de caridad y sus responsabilidades respecto a legítimos intereses de la cristiandad. Ahora repetimos el deseo de que la añosa y difícil cuestión sea encauzada solícitamente a un arreglo equitativo, y todas las poblaciones de aquella región, tan rica en historia religiosa y civil y tan atormentada, puedan disfrutar finalmente de una paz justa y duradera.
Encomendamos todos los deseos nuestros, que han sido objeto de esta alocución, a la intercesión maternal de la Virgen Santa, Madre purísima y Reina de la paz. A Ella nos dirigimos para obtener la gracia de acoger en vuestros corazones al Hijo de Dios que viene, igual que Ella lo acogió en su seno inmaculado para donarlo al mundo, como Madre de la Iglesia; y en estos últimos días de Adviento Ella nos indicará el camino más seguro para llegar a Cristo, y nos guiará hacia El.
Que las próximas fiestas de Navidad señalen para todos nosotros, con el ejemplo y la protección de María, un encuentro decisivo de fe y de amor con el Salvador. Esta es nuestra reiterada felicitación, acompañada de nuestra cordial bendición.
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