MENSAJE RADIOTELEVISADO DEL PAPA PABLO VI
AL TERMINAR EL VÍA CRUCIS
Viernes Santo, 24 de marzo de 1978
Al terminar el Vía Crucis, seguimos sintiendo nuestras manos como atadas al humilde y pesado madero, la cruz de Jesús.
Nos da la sensación de estar escuchando las últimas palabras del Se-ñor, las que recogió y recordó la memoria de los presentes en su sonido original, palabras gritadas con voz fuerte por el Crucificado moribundo: "Eloí, Eloí, lama sabachtani ", que quiere decir, "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34). Este es el comienzo textual del Salmo 21, el cual expresa no ciertamente la desesperación, imposible en Cristo, sino la desolada e inmensa tristeza de su alma en el colmo del sufrimiento, bajo la avalancha de un ardiente dolor humano de todo género y medida, que El, Jesús, resume y representa, con una cierta referencia a su causa profunda y originaria, el pecado, del cual El, inocente, soportaba las consecuencias (cf. 1 Pe 2, 22-24), con su trágica y fatal conclusión, la muerte (cf. Rom 5, 12). Jesús es aplastado bajo el peso insoportable de la suerte a El destinada, la del Cordero de Dios (cf. Jn 1, 29. 36), la de la víctima total, la de su sacrificio.
El estupor sofoca nuestra respiración. Por una feliz sucesión de hechos, la mirada se dirige a nuestro alrededor, preguntando: pero, ¿por qué?, pero, ¿por quién? Quisiéramos que cuantos han seguido este itinerario concediesen a la propia conciencia un instante de espontánea sensibilidad; y tuvieran la ocasión de experimentar ese momento de emoción y de simpatía, al que no puede faltar una primera alegría: la de sentirse inmerecidamente, inmensamente amados.
Este es el misterio de la cruz. Es el misterio del amor de Dios, en Cristo, por nosotros, por cada uno de nosotros. San Pablo no cesa de repetirlo: "Cristo me amó y se entregó por mí" (Gál 2, 20). Y también: "Cristo os amó y se entregó por vosotros" (Ef 5, 2). "Siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom 5, 10-11). Un amor proveniente (cf. 1 Jn 4, 10), un amor insuperable (cf. Jn 15, 13). Un amor liberador (cf. Gál 4, 5), un amor gratuito (cf. Ef 1, 6). ¡Un amor sacrificial, "en la sangre de Cristo" (cf. 1 Jn 1, 7)!
Que cada uno de nosotros haga en su propia conciencia personal el experimento del Vía Crucis y se diga a sí mismo las palabras recordadas hace poco: ¡Yo he sido amado, hasta la muerte, por Cristo! ¡El me ha amado y se ha dado a Sí mismo por mí!
Que cada uno trate de adquirir conciencia de este vivo, personal e infinito amor que Jesús, Hijo de Dios vivo, tiene singularmente a cada uno de nosotros: ¡Yo he sido amado por Cristo!; así, yo, puede decir quiera: el pecador, el incrédulo, el débil, el desgraciado; que nadie se excluya a sí mismo; deje que la dulce violencia del amor de Cristo por él, precisamente por él, lo envuelva y lo venza.
La victoria de la cruz es la victoria del amor de Cristo. ¡Es el alba de la luz, es el reflorecimiento de la nueva vida, que brota lozana bajo el tronco salutífero de la cruz!
Repitamos todos juntos el himno, rebosante ya de emoción y alegría:
"¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza! / jamás el bosque dio mejor tributo / en hoja, en flor y en fruto. / ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida / empieza con un peso tan dulce en su corteza!", "Crux fidelis, inter onmes / arbor una nobilis! / Nulla talem silva profert / flore, fronde, germine! / Dulce lignum., dulci clavo / dulce pondus sustinens!
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