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CARTA ENCÍCLICA
PASCENDI
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO X
SOBRE LAS DOCTRINAS DE LOS MODERNISTAS

 

INTRODUCCIÓN

Al oficio de apacentar la grey del Señor que nos ha sido confiada de lo alto, Jesucristo señaló como primer deber el de guardar con suma vigilancia el depósito tradicional de la santa fe, tanto frente a las novedades profanas del lenguaje como a las contradicciones de una falsa ciencia. No ha existido época alguna en la que no haya sido necesaria a la grey cristiana esa vigilancia de su Pastor supremo; porque jamás han faltado, suscitados por el enemigo del género humano, «hombres de lenguaje perverso»(1), «decidores de novedades y seductores»(2), «sujetos al error y que arrastran al error»(3).

Gravedad de los errores modernistas

1. Pero es preciso reconocer que en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos de la cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevas y llenas de perfidia, se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de Jesucristo. Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al más sacrosanto de nuestros deberes, y si la bondad de que hasta aquí hemos hecho uso, con esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido de nuestro ministerio. Lo que sobre todo exige de Nos que rompamos sin dilación el silencio es que hoy no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor y angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados.

Hablamos, venerables hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta de sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar ni aun la propia persona del divino Redentor, que con sacrílega temeridad rebajan a la categoría de puro y simple hombre.

2. Tales hombres se extrañan de verse colocados por Nos entre los enemigos de la Iglesia. Pero no se extrañará de ello nadie que, prescindiendo de las intenciones, reservadas al juicio de Dios, conozca sus doctrinas y su manera de hablar y obrar. Son seguramente enemigos de la Iglesia, y no se apartará de lo verdadero quien dijere que ésta no los ha tenido peores. Porque, en efecto, como ya hemos dicho, ellos traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro: en nuestros días, el peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas; y el daño producido por tales enemigos es tanto más inevitable cuanto más a fondo conocen a la Iglesia. Añádase que han aplicado la segur no a las ramas, ni tampoco a débiles renuevos, sino a la raíz misma; esto es, a la fe y a sus fibras más profundas. Mas una vez herida esa raíz de vida inmortal, se empeñan en que circule el virus por todo el árbol, y en tales proporciones que no hay parte alguna de la fe católica donde no pongan su mano, ninguna que no se esfuercen por corromper. Y mientras persiguen por mil caminos su nefasto designio, su táctica es la más insidiosa y pérfida. Amalgamando en sus personas al racionalista y al católico, lo hacen con habilidad tan refinada, que fácilmente sorprenden a los incautos. Por otra parte, por su gran temeridad, no hay linaje de consecuencias que les haga retroceder o, más bien, que no sostengan con obstinación y audacia. Juntan a esto, y es lo más a propósito para engañar, una vida llena de actividad, constancia y ardor singulares hacia todo género de estudios, aspirando a granjearse la estimación pública por sus costumbres, con frecuencia intachables. Por fin, y esto parece quitar toda esperanza de remedio, sus doctrinas les han pervertido el alma de tal suerte, que desprecian toda autoridad y no soportan corrección alguna; y atrincherándose en una conciencia mentirosa, nada omiten para que se atribuya a celo sincero de la verdad lo que sólo es obra de la tenacidad y del orgullo.

A la verdad, Nos habíamos esperado que algún día volverían sobre sí, y por esa razón habíamos empleado con ellos, primero, la dulzura como con hijos, después la severidad y, por último, aunque muy contra nuestra voluntad, las reprensiones públicas. Pero no ignoráis, venerables hermanos, la esterilidad de nuestros esfuerzos: inclinaron un momento la cabeza para erguirla en seguida con mayor orgullo. Ahora bien: si sólo se tratara de ellos, podríamos Nos tal vez disimular; pero se trata de la religión católica y de su seguridad. Basta, pues, de silencio; prolongarlo sería un crimen. Tiempo es de arrancar la máscara a esos hombres y de mostrarlos a la Iglesia entera tales cuales son en realidad.

3. Y como una táctica de los modernistas (así se les llama vulgarmente, y con mucha razón), táctica, a la verdad, la más insidiosa, consiste en no exponer jamás sus doctrinas de un modo metódico y en su conjunto, sino dándolas en cierto modo por fragmentos y esparcidas acá y allá, lo cual contribuye a que se les juzgue fluctuantes e indecisos en sus ideas, cuando en realidad éstas son perfectamente fijas y consistentes; ante todo, importa presentar en este lugar esas mismas doctrinas en un conjunto, y hacer ver el enlace lógico que las une entre sí, reservándonos indicar después las causas de los errores y prescribir los remedios más adecuados para cortar el mal.

I. EXPOSICIÓN DE LAS DOCTRINAS MODERNISTAS

Para mayor claridad en materia tan compleja, preciso es advertir ante todo que cada modernista presenta y reúne en sí mismo variedad de personajes, mezclando, por decirlo así, al filósofo, al creyente, al apologista, al reformador; personajes todos que conviene distinguir singularmente si se quiere conocer a fondo su sistema y penetrar en los principios y consecuencias de sus doctrinas.

4. Comencemos ya por el filósofo. Los modernistas establecen, como base de su filosofía religiosa, la doctrina comúnmente llamada agnosticismo. La razón humana, encerrada rigurosamente en el círculo de los fenómenos, es decir, de las cosas que aparecen, y tales ni más ni menos como aparecen, no posee facultad ni derecho de franquear los límites de aquéllas. Por lo tanto, es incapaz de elevarse hasta Dios, ni aun para conocer su existencia, de algún modo, por medio de las criaturas: tal es su doctrina. De donde infieren dos cosas: que Dios no puede ser objeto directo de la ciencia; y, por lo que a la historia pertenece, que Dios de ningún modo puede ser sujeto de la historia.

Después de esto, ¿que será de la teología natural, de los motivos de credibilidad, de la revelación externa? No es difícil comprenderlo. Suprimen pura y simplemente todo esto para reservarlo al intelectualismo, sistema que, según ellos, excita compasiva sonrisa y está sepultado hace largo tiempo.

Nada les detiene, ni aun las condenaciones de la Iglesia contra errores tan monstruosos. Porque el concilio Vaticano decretó lo que sigue: «Si alguno dijere que la luz natural de la razón humana es incapaz de conocer con certeza, por medio de las cosas creadas, el único y verdadera Dios, nuestro Creador y Señor, sea excomulgado»(4). Igualmente: «Si alguno dijere no ser posible o conveniente que el hombre sea instruido, mediante la revelación divina, sobre Dios y sobre el culto a él debido, sea excomulgado»(5). Y por último: «Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos exteriores, y que, en consecuencia, sólo por la experiencia individual o por una inspiración privada deben ser movidos los hombres a la fe, sea excomulgado»(6).

Ahora, de qué manera los modernistas pasan del agnosticismo, que no es sino ignorancia, al ateísmo científico e histórico, cuyo carácter total es, por lo contrario, la negación; y, en consecuencia, por qué derecho de raciocinio, desde ignorar si Dios ha intervenido en la historia del género humano hacen el tránsito a explicar esa misma historia con independencia de Dios, de quien se juzga que no ha tenido, en efecto, parte en el proceso histórico de la humanidad, conózcalo quien pueda. Y es indudable que los modernistas tienen como ya establecida y fija una cosa, a saber: que la ciencia debe ser atea, y lo mismo la historia; en la esfera de una y otra no admiten sino fenómenos: Dios y lo divino quedan desterrados.

Pronto veremos las consecuencias de doctrina tan absurda fluyen con respecto a la sagrada persona del Salvador, a los misterios de su vida y muerte, de su resurrección y ascensión gloriosa.

5. Agnosticismo este que no es sino el aspecto negativo de la doctrina de los modernistas; el positivo está constituido por la llamada inmanencia vital.

El tránsito del uno al otro es como sigue: natural o sobrenatural, la religión, como todo hecho, exige una explicación. Pues bien: una vez repudiada la teología natural y cerrado, en consecuencia, todo acceso a la revelación al desechar los motivos de credibilidad; más aún, abolida por completo toda revelación externa, resulta claro que no puede buscarse fuera del hombre la explicación apetecida, y debe hallarse en lo interior del hombre; pero como la religión es una forma de la vida, la explicación ha de hallarse exclusivamente en la vida misma del hombre. Por tal procedimiento se llega a establecer el principio de la inmanencia religiosa. En efecto, todo fenómeno vital —y ya queda dicho que tal es la religión— reconoce por primer estimulante cierto impulso o indigencia, y por primera manifestación, ese movimiento del corazón que llamamos sentimiento. Por esta razón, siendo Dios el objeto de la religión, síguese de lo expuesto que la fe, principio y fundamento de toda religión, reside en un sentimiento íntimo engendrado por la indigencia de lo divino. Por otra parte, como esa indigencia de lo divino no se siente sino en conjuntos determinados y favorables, no puede pertenecer de suyo a la esfera de la conciencia; al principio yace sepultada bajo la conciencia, o, para emplear un vocablo tomado de la filosofía moderna, en la subconsciencia, donde también su raíz permanece escondida e inaccesible.

¿Quiere ahora saberse en qué forma esa indigencia de lo divino, cuando el hombre llegue a sentirla, logra por fin convertirse en religión? Responden los modernistas: la ciencia y la historia están encerradas entre dos límites: uno exterior, el mundo visible; otro interior, la conciencia. Llegadas a uno de éstos, imposible es que pasen adelante la ciencia y la historia; más allá está lo incognoscible. Frente ya a este incognoscible, tanto al que está fuera del hombre, más allá de la naturaleza visible, como al que está en el hombre mismo, en las profundidades de la subconsciencia, la indigencia de lo divino, sin juicio alguno previo (lo cual es puro fideísmo) suscita en el alma, naturalmente inclinada a la religión, cierto sentimiento especial, que tiene por distintivo el envolver en sí mismo la propia realidad de Dios, bajo el doble concepto de objeto y de causa íntima del sentimiento, y el unir en cierta manera al hombre con Dios. A este sentimiento llaman fe los modernistas: tal es para ellos el principio de la religión.

6. Pero no se detiene aquí la filosofía o, por mejor decir, el delirio modernista. Pues en ese sentimiento los modernistas no sólo encuentran la fe, sino que con la fe y en la misma fe, según ellos la entienden, afirman que se verifica la revelación. Y, en efecto, ¿qué más puede pedirse para la revelación? ¿No es ya una revelación, o al menos un principio de ella, ese sentimiento que aparece en la conciencia, y Dios mismo, que en ese preciso sentimiento religioso se manifiesta al alma aunque todavía de un modo confuso? Pero, añaden aún: desde el momento en que Dios es a un tiempo causa y objeto de la fe, tenemos ya que aquella revelación versa sobre Dios y procede de Dios; luego tiene a Dios como revelador y como revelado. De aquí, venerables hermanos, aquella afirmación tan absurda de los modernistas de que toda religión es a la vez natural y sobrenatural, según los diversos puntos de vista. De aquí la indistinta significación de conciencia y revelación. De aquí, por fin, la ley que erige a la conciencia religiosa en regla universal, totalmente igual a la revelación, y a la que todos deben someterse, hasta la autoridad suprema de la Iglesia, ya la doctrinal, ya la preceptiva en lo sagrado y en lo disciplinar.

7. Sin embargo, en todo este proceso, de donde, en sentir de los modernistas, se originan la fe y la revelación, a una cosa ha de atenderse con sumo cuidado, por su importancia no pequeña, vistas las consecuencias histórico-críticas que de allí, según ellos, se derivan.

Porque lo incognoscible, de que hablan, no se presenta a la fe como algo aislado o singular, sino, por lo contrario, con íntima dependencia de algún fenómeno, que, aunque pertenece al campo de la ciencia y de la historia, de algún modo sale fuera de sus límites; ya sea ese fenómeno un hecho de la naturaleza, que envuelve en sí algún misterio, ya un hombre singular cuya naturaleza, acciones y palabras no pueden explicarse por las leyes comunes de la historia. En este caso, la fe, atraída por lo incognoscible, que se presenta junto con el fenómeno, abarca a éste todo entero y le comunica, en cierto modo, su propia vida. Síguense dos consecuencias. En primer lugar, se produce cierta transfiguración del fenómeno, esto es, en cuanto es levantado por la fe sobre sus propias condiciones, con lo cual queda hecho materia más apta para recibir la forma de lo divino, que la fe ha de dar; en segundo lugar, una como desfiguración —llámese así— del fenómeno, pues la fe le atribuye lo que en realidad no tiene, al haberle sustraído a las condiciones de lugar y tiempo; lo que acontece, sobre todo, cuando se trata de fenómenos del tiempo pasado, y tanto más cuanto más antiguos fueren. De ambas cosas sacan, a su vez, los modernistas, dos leyes, que, juntas con la tercera sacada del agnosticismo, forman las bases de la crítica histórica. Un ejemplo lo aclarará: lo tomamos de la persona de Cristo. En la persona de Cristo, dicen, la ciencia y la historia ven sólo un hombre. Por lo tanto, en virtud de la primera ley, sacada del agnosticismo, es preciso borrar de su historia cuanto presente carácter divino. Por la segunda ley, la persona histórica de Cristo fue transfigurada por la fe; es necesario, pues, quitarle cuanto la levanta sobre las condiciones históricas. Finalmente, por la tercera, la misma persona de Cristo fue desfigurada por la fe; luego se ha de prescindir en ella de las palabras, actos y todo cuanto, en fin, no corresponda a su naturaleza, estado, educación, lugar y tiempo en que vivió.

Extraña manera, sin duda, de raciocinar; pero tal es la crítica modernista.

8. En consecuencia, el sentimiento religioso, que brota por vital inmanencia de los senos de la subconsciencia, es el germen de toda religión y la razón asimismo de todo cuanto en cada una haya habido o habrá. Oscuro y casi informe en un principio, tal sentimiento, poco a poco y bajo el influjo oculto de aquel arcano principio que lo produjo, se robusteció a la par del progreso de la vida humana, de la que es —ya lo dijimos— una de sus formas. Tenemos así explicado el origen de toda relígión, aun de la sobrenatural: no son sino aquel puro desarrollo del sentimiento religioso. Y nadie piense que la católica quedará exceptuada: queda al nivel de las demás en todo. Tuvo su origen en la conciencia de Cristo, varón de privilegiadísima naturaleza, cual jamás hubo ni habrá, en virtud del desarrollo de la inmanencia vital, y no de otra manera.

¡Estupor causa oír tan gran atrevimiento en hacer tales afirmaciones, tamaña blasfemia! ¡Y, sin embargo, venerables hermanos, no son los incrédulos sólo los que tan atrevidamente hablan así; católicos hay, más aún, muchos entre los sacerdotes, que claramente publican tales cosas y tales delirios presumen restaurar la Iglesia! No se trata ya del antiguo error que ponía en la naturaleza humana cierto derecho al orden sobrenatural. Se ha ido mucho más adelante, a saber: hasta afirmar que nuestra santísima religión, lo mismo en Cristo que en nosotros, es un fruto propio y espontáneo de la naturaleza. Nada, en verdad, más propio para destruir todo el orden sobrenatural.

Por lo tanto, el concilio Vaticano, con perfecto derecho, decretó: «Si alguno dijere que el hombre no puede ser elevado por Dios a un conocimiento y perfección que supere a la naturaleza, sino que puede y debe finalmente llegar por sí mismo, mediante un continuo progreso, a la posesión de toda verdad y de todo bien, sea excomulgado»(7).

9. No hemos visto hasta aquí, venerables hermanos, que den cabida alguna a la inteligencia; pero, según la doctrina de los modernistas, tiene también su parte en el acto de fe, y así conviene notar de qué modo.

En aquel sentimiento, dicen, del que repetidas veces hemos hablado, porque es sentimiento y no conocimiento, Dios, ciertamente, se presenta al hombre; pero, como es sentimiento y no conocimiento, se presenta tan confusa e implicadamente que apenas o de ningún modo se distingue del sujeto que cree. Es preciso, pues, que el sentimiento se ilumine con alguna luz para que así Dios resalte y se distinga. Esto pertenece a la inteligencia, cuyo oficio propio es el pensar y analizar, y que sirve al hombre para traducir, primero en representaciones y después en palabras, los fenómenos vitales que en él se producen. De aquí la expresión tan vulgar ya entre los modernistas: «el hombre religioso debe pensar su fe».

La inteligencia, pues, superponiéndose a tal sentimiento, se inclina hacia él, y trabaja sobre él como un pintor que, en un cuadro viejo, vuelve a señalar y a hacer que resalten las líneas del antiguo dibujo: casi de este modo lo explica uno de los maestros modernistas. En este proceso la mente obra de dos modos: primero, con un acto natural y espontáneo traduce las cosas en una aserción simple y vulgar; después, refleja y profundamente, o como dicen, elaborando el pensamiento, interpreta lo pensado con sentencias secundarias, derivadas de aquella primera fórmula tan sencilla, pero ya más limadas y más precisas. Estas fórmulas secundarias, una vez sancionadas por el magisterio supremo de la Iglesia, formarán el dogma.

10. Ya hemos llegado en la doctrina modernista a uno de los puntos principales, al origen y naturaleza del dogma. Este, según ellos, tiene su origen en aquellas primitivas fórmulas simples que son necesarias en cierto modo a la fe, porque la revelación, para existir, supone en la conciencia alguna noticia manifiesta de Dios. Mas parecen afirmar que el dogma mismo está contenido propiamente en las fórmulas secundarias.

Para entender su naturaleza es preciso, ante todo, inquirir qué relación existe entre las fórmulas religiosas y el sentimiento religioso del ánimo. No será difícil descubrirlo si se tiene en cuenta que el fin de tales fórmulas no es otro que proporcionar al creyente el modo de darse razón de su fe. Por lo tanto, son intermedias entre el creyente y su fe: con relación a la fe, son signos inadecuados de su objeto, vulgarmente llamados símbolos; con relación al creyente, son meros instrumentos. Mas no se sigue en modo alguno que pueda deducirse que encierren una verdad absoluta; pues, como símbolos, son imágenes de la verdad, y, por lo tanto, han de acomodarse al sentimiento religioso, en cuanto éste se refiere al hombre; como instrumentos, son vehículos de la verdad y, en consecuencia, tendrán que acomodarse, a su vez, al hombre en cuanto se relaciona con el sentimiento religioso. Mas el objeto del sentimiento religioso, por hallarse contenido en lo absoluto, tiene infinitos aspectos, que pueden aparecer sucesivamente, ora uno, ora otro. A su vez, el hombre, al creer, puede estar en condiciones que pueden ser muy diversas. Por lo tanto, las fórmulas que llamamos dogma se hallarán expuestas a las mismas vicisitudes, y, por consiguiente, sujetas a mutación. Así queda expedito el camino hacia la evolución íntima del dogma.

¡Cúmulo, en verdad, infinito de sofismas, con que se resquebraja y se destruye toda la religión!

11. No sólo puede desenvolverse y cambiar el dogma, sino que debe; tal es la tesis fundamental de los modernistas, que, por otra parte, fluye de sus principios.

Pues tienen por una doctrina de las más capitales en su sistema y que infieren del principio de la inmanencia vital, que las fórmulas religiosas, para que sean verdaderamente religiosas, y no meras especulaciones del entendimiento, han de ser vitales y han de vivir la vida misma del sentimiento religioso. Ello no se ha de entender como si esas fórmulas, sobre todo si son puramente imaginativas, hayan sido inventadas para reemplazar al sentimiento religioso, pues su origen, número y, hasta cierto punto, su calidad misma, importan muy poco; lo que importa es que el sentimiento religioso, después de haberlas modificado convenientemente, si lo necesitan, se las asimile vitalmente. Es tanto como decir que es preciso que el corazón acepte y sancione la fórmula primitiva y que asimismo sea dirigido el trabajo del corazón, con que se engendran las fórmulas secundarias. De donde proviene que dichas fórmulas, para que sean vitales, deben ser y quedar asimiladas al creyente y a su fe. Y cuando, por cualquier motivo, cese esta adaptación, pierden su contenido primitivo, y no habrá otro remedio que cambiarlas.

Dado el carácter tan precario e inestable de las fórmulas dogmáticas se comprende bien que los modernistas las menosprecien y tengan por cosa de risa; mientras, por lo contrario, nada nombran y enlazan sino el sentimiento religioso, la vida religiosa. Por eso censuran audazmente a la Iglesia como si equivocara el camino, porque no distingue en modo alguno entre la significación material de las fórmulas y el impulso religioso y moral, y porque adhiriéndose, tan tenaz como estérilmente, a fórmulas desprovistas de contenido, es ella la que permite que la misma religión se arruine.

Ciegos, ciertamente, y conductores de ciegos, que, inflados con el soberbio nombre de ciencia, llevan su locura hasta pervertir el eterno concepto de la verdad, a la par que la genuina naturaleza del sentimiento religioso: para ello han fabricado un sistema «en el cual, bajo el impulso de un amor audaz y desenfrenado de novedades, no buscan dónde ciertamente se halla la verdad y, despreciando las santas y apostólicas tradiciones, abrazan otras doctrinas vanas, fútiles, inciertas y no aprobadas por la Iglesia, sobre las cuales —hombres vanísimos— pretenden fundar y afirmar la misma verdad(8). Tal es, venerables hermanos, el modernista como filósofo.

12. Si, pasando al creyente, se desea saber en qué se distingue, en el mismo modernista, el creyente del filósofo, es necesario advertir una cosa, y es que el filósofo admite, sí, la realidad de lo divino como objeto de la fe; pero esta realidad no la encuentra sino en el alma misma del creyente, en cuanto es objeto de su sentimiento y de su afirmación: por lo tanto, no sale del mundo de los fenómenos. Si aquella realidad existe en sí fuera del sentimiento y de la afirmación dichos, es cosa que el filósofo pasa por alto y desprecia. Para el modernista creyente, por lo contrario, es firme y cierto que la realidad de lo divino existe en sí misma con entera independencia del creyente. Y si se pregunta en qué se apoya, finalmente, esta certeza del creyente, responden los modernistas: en la experiencia singular de cada hombre.

13. Con cuya afirmación, mientras se separan de los racionalistas, caen en la opinión de los protestantes y seudomísticos.

Véase, pues, su explicación. En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón; merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión científica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera otra racional; y si alguno, como acaece con los racionalistas, la niega, es simplemente, dicen, porque rehúsa colocarse en las condiciones morales requeridas para que aquélla se produzca. Y tal experiencia es la que hace verdadera y propiamente creyente al que la ha conseguido.

¡Cuánto dista todo esto de los principios católicos! Semejantes quimeras las vimos ya reprobadas por el concilio Vaticano.

Cómo franquean la puerta del ateísmo, una vez admitidas juntamente con los otros errores mencionados, lo diremos más adelante. Desde luego, es bueno advertir que de esta doctrina de la experiencia, unida a la otra del simbolismo, se infiere la verdad de toda religión, sin exceptuar el paganismo. Pues qué, ¿no se encuentran en todas las religiones experiencias de este género? Muchos lo afirman. Luego ¿con qué derecho los modernistas negarán la verdad de la experiencia que afirma el turco, y atribuirán sólo a los católicos las experiencias verdaderas? Aunque, cierto, no las niegan; más aún, los unos veladamente y los otros sin rebozo, tienen por verdaderas todas las religiones. Y es manifiesto que no pueden opinar de otra suerte, pues establecidos sus principios, ¿por qué causa argüirían de falsedad a una religión cualquiera? No por otra, ciertamente, que por la falsedad del sentimiento religioso o de la fórmula brotada del entendimiento. Mas el sentimiento religioso es siempre y en todas partes el mismo, aunque en ocasiones tal vez menos perfecto; cuanto a la fórmula del entendimiento, lo único que se exige para su verdad es que responda al sentimiento religioso y al hombre creyente, cualquiera que sea la capacidad de su ingenio. Todo lo más que en esta oposición de religiones podrían acaso defender los modernistas es que la católica, por tener más vida, posee más verdad, y que es más digna del nombre cristiano porque responde con mayor plenitud a los orígenes del cristianismo.

Nadie, puestas las precedentes premisas, considerará absurda ninguna de estas conclusiones. Lo que produce profundo estupor es que católicos, que sacerdotes a quienes horrorizan, según Nos queremos pensar, tales monstruosidades, se conduzcan, sin embargo, como si de lleno las aprobasen; pues tales son las alabanzas que prodigan a los mantenedores de esos errores, tales los honores que públicamente les tributan, que hacen creer fácilmente que lo que pretenden honrar no son las personas, merecedoras acaso de alguna consideración, sino más bien los errores que a las claras profesan y que se empeñan con todas veras en esparcir entre el vulgo.

14. Otro punto hay en esta cuestión de doctrina en abierta contradicción con la verdad católica.

Pues el principio de la experiencia se aplica también a la tradición sostenida hasta aquí por la Iglesia, destruyéndola completamente. A la verdad, por tradición entienden los modernistas cierta comunicación de alguna experiencia original que se hace a otros mediante la predicación y en virtud de la fórmula intelectual; a la cual fórmula atribuyen, además de su fuerza representativa, como dicen, cierto poder sugestivo que se ejerce, ora en el creyente mismo para despertar en él el sentimiento religioso, tal vez dormido, y restaurar la experiencia que alguna vez tuvo; ora sobre los que no creen aún, para crear por vez primera en ellos el sentimiento religioso y producir la experiencia. Así es como la experiencia religiosa se va propagando extensamente por los pueblos; no sólo por la predicación en los existentes, más aún en los venideros, tanto por libros cuanto por la transmisión oral de unos a otros.

Pero esta comunicación de experiencias a veces se arraiga y reflorece; a veces envejece al punto y muere. El que reflorezca es para los modernistas un argumento de verdad, ya que toman indistintamente la verdad y la vida. De lo cual colegiremos de nuevo que todas las religiones existentes son verdaderas, pues de otro modo no vivirían.

15. Con lo expuesto hasta aquí, venerables hermanos, tenemos bastante y sobrado para formarnos cabal idea de las relaciones que establecen los modernistas entre la fe y la ciencia, bajo la cual comprenden también la historia.

Ante todo, se ha de asentar que la materia de una está fuera de la materia de la otra y separada de ella. Pues la fe versa únicamente sobre un objeto que la ciencia declara serle incognoscible; de aquí un campo completamente diverso: la ciencia trata de los fenómenos, en los que no hay lugar para la fe; ésta, por lo contrario, se ocupa enteramente de lo divino, que la ciencia desconoce por completo. De donde se saca en conclusión que no hay conflictos posibles entre la ciencia y la fe; porque si cada una se encierra en su esfera, nunca podrán encontrarse ni, por lo tanto, contradecirse.

Si tal vez se objeta a eso que hay en la naturaleza visible ciertas cosas que incumben también a la fe, como la vida humana de Jesucristo, ellos lo negarán. Pues aunque esas cosas se cuenten entre los fenómenos, mas en cuanto las penetra la vida de la fe, y en la manera arriba dicha, la fe las transfigura y desfigura, son arrancadas del mundo sensible y convertidas en materia del orden divino. Así, al que todavía preguntase más, si Jesucristo ha obrado verdaderos milagros y verdaderamente profetizado lo futuro; si verdaderamente resucitó y subió a los cielos: no, contestará la ciencia agnóstica; sí, dirá la fe. Aquí, con todo, no hay contradicción alguna: la negación es del filósofo, que habla a los filósofos y que no mira a Jesucristo sino según la realidad histórica; la afirmación es del creyente, que se dirige a creyentes y que considera la vida de Jesucristo como vivida de nuevo por la fe y en la fe.

16. A pesar de eso, se engañaría muy mucho el que creyese que podía opinar que la fe y la ciencia por ninguna razón se subordinan la una a la otra; de la ciencia sí se podría juzgar de ese modo recta y verdaderamente; mas no de la fe, que, no sólo por una, sino por tres razones está sometida a la ciencia. Pues, en primer lugar, conviene notar que todo cuanto incluye cualquier hecho religioso, quitada su realidad divina y la experiencia que de ella tiene el creyente, todo lo demás, y principalmente las fórmulas religiosas, no sale de la esfera de los fenómenos, y por eso cae bajo el dominio de la ciencia. Séale lícito al creyente, si le agrada, salir del mundo; pero, no obstante, mientras en él viva, jamás escapará, quiéralo o no, de las leyes, observación y fallos de la ciencia y de la historia.

Además, aunque se ha dicho que Dios es objeto de sola la fe, esto se entiende tratándose de la realidad divina y no de la idea de Dios. Esta se halla sujeta a la ciencia, la cual, filosofando en el orden que se dice lógico, se eleva también a todo lo que es absoluto e ideal. Por lo tanto, la filosofía o la ciencia tienen el derecho de investigar sobre la idea de Dios, de dirigirla en su desenvolvimiento y librarla de todo lo extraño que pueda mezclarse; de aquí el axioma de los modernistas: «la evolución religiosa ha de ajustarse a la moral y a la intelectual»; esto es, como ha dicho uno de sus maestros, «ha de subordinarse a ellas».

Añádase, en fin, que el hombre no sufre en sí la dualidad; por lo cual el creyente experimenta una interna necesidad que le obliga a armonizar la fe con la ciencia, de modo que no disienta de la idea general que la ciencia da de este mundo universo. De lo que se concluye que la ciencia es totalmente independiente de la fe; pero que ésta, por el contrario, aunque se pregone como extraña a la ciencia, debe sometérsele.

Todo lo cual, venerables hermanos, es enteramente contrario a lo que Pío IX, nuestro predecesor, enseñaba cuando dijo: «Es propio de la filosofía, en lo que atañe a la religión, no dominar, sino servir; no prescribir lo que se ha de creer, sino abrazarlo con racional homenaje; no escudriñar la profundidad de los misterios de Dios, sino reverenciarlos pía y humildemente»(9). Los modernistas invierten sencillamente los términos: a los cuales, por consiguiente, puede aplicarse lo que ya Gregorio IX, también predecesor nuestro, escribía de ciertos teólogos de su tiempo: «Algunos entre vosotros, hinchados como odres por el espíritu de la vanidad, se empeñan en traspasar con profanas novedades los términos que fijaron los Padres, inclinando la inteligencia de las páginas sagradas... a la doctrina de la filosofía racional, no fiara algún provecho de los oyentes, sino para ostentación de la ciencia... Estos mismos, seducidos por varias y extrañas doctrinas, hacen de la cabeza cola, y fuerzan a la reina a servir a la esclava»(10).

17. Y todo esto, en verdad, se hará más patente al que considera la conducta de los modernistas, que se acomoda totalmente a sus enseñanzas. Pues muchos de sus escritos y dichos parecen contrarios, de suerte que cualquiera fácilmente reputaría a sus autores como dudosos e inseguros. Pero lo hacen de propósito y con toda consideración, por el principio que sostienen sobre la separación mutua de la fe y de la ciencia. De aquí que tropecemos en sus libros con cosas que los católicos aprueban completamente; mientras que en la siguiente página hay otras que se dirían dictadas por un racionalista. Por consiguiente, cuando escriben de historia no hacen mención de la divinidad de Cristo; pero predicando en los templos la confiesan firmísimamente. Del mismo modo, en las explicaciones de historia no hablan de concilios ni Padres; mas, si enseñan el catecismo, citan honrosamente a unos y otros. De aquí que distingan también la exégesis teológica y pastoral de la científica e histórica.

Igualmente, apoyándose en el principio de que la ciencia de ningún modo depende de la fe, al disertar acerca de la filosofía, historia y crítica, muestran de mil maneras su desprecio de los maestros católicos, Santos Padres, concilios ecuménicos y Magisterio eclesiástico, sin horrorizarse de seguir las huellas de Lutero(11); y si de ello se les reprende, quejánse de que se les quita la libertad.

Confesando, en fin, que la fe ha de subordinarse a la ciencia, a menudo y abiertamente censuran a la Iglesia, porque tercamente se niega a someter y acomodar sus dogmas a las opiniones filosóficas; por lo tanto, desterrada con este fin la teología antigua, pretenden introducir otra nueva que obedezca a los delirios de los filósofos.

a) La fe

18. Aquí ya, venerables hermanos, se nos abre la puerta para examinar a los modernistas en el campo teológico. Mas, porque es materia muy escabrosa, la reduciremos a pocas palabras.

Se trata, pues, de conciliar la fe con la ciencia, y eso de tal suerte que la una se sujete a la otra. En este género, el teólogo modernista usa de los mismos principios que, según vimos, usaba el filósofo, y los adapta al creyente; a saber: los principios de la inmanencia y el simbolismo. Simplicísimo es el procedimiento. El filósofo afirma: el principio de la fe es inmanente; el creyente añade: ese principio es Dios; concluye el teólogo: luego Dios es inmanente en el hombre. He aquí la inmanencia teológica. De la misma suerte es cierto para el filósofo que las representaciones del objeto de la fe son sólo simbólicas; para el creyente lo es igualmente que el objeto de la fe es Dios en sí: el teólogo, por tanto, infiere: las representaciones de la realidad divina son simbólicas. He aquí el simbolismo teológico.

Errores, en verdad grandísimos; y cuán perniciosos sean ambos, se descubrirá al verse sus consecuencias. Pues, comenzando desde luego por el simbolismo, como los símbolos son tales respecto del objeto, a la vez que instrumentos respecto del creyente, ha de precaverse éste ante todo, dicen, de adherirse más de lo conveniente a la fórmula, en cuanto fórmula, usando de ella únicamente para unirse a la verdad absoluta, que la fórmula descubre y encubre juntamente, empeñándose luego en expresarlas, pero sin conseguirlo jamás. A esto añaden, además, que semejantes fórmulas debe emplearlas el creyente en cuanto le ayuden, pues se le han dado para su comodidad y no como impedimento; eso sí, respetando el honor que, según la consideración social, se debe a las fórmulas que ya el magisterio público juzgó idóneas para expresar la conciencia común y en tanto que el mismo magisterio no hubiese declarado otra cosa distinta.

Qné opinan realmente los modernistas sobre la inmanencia, difícil es decirlo: no todos sienten una misma cosa. Unos la ponen en que Dios, por su acción, está más íntimamente presente al hombre que éste a sí mismo; lo cual nada tiene de reprensible si se entendiera rectamente. Otros, en que la acción de Dios es una misma cosa con la acción de la naturaleza, como la de la causa primera con la de la segunda; lo cual, en verdad, destruye el orden sobrenatural. Por último, hay quienes la explican de suerte que den sospecha de significación panteísta, lo cual concuerda mejor con el resto de su doctrina.

19. A este postulado de la inmanencia se junta otro que podemos llamar de permanencia divina: difieren entre sí, casi del mismo modo que difiere la experiencia privada de la experiencia transmitida por tradición. Aclarémoslo con un ejemplo sacado de la Iglesia y de los sacramentos. La Iglesia, dicen, y los sacramentos no se ha de creer, en modo alguno, que fueran instituidos por Cristo. Lo prohíbe el agnosticismo, que en Cristo no reconoce sino a un hombre, cuya conciencia religiosa se formó, como en los otros hombres, poco a poco; lo prohíbe la ley de inmanencia, que rechaza las que ellos llaman externas aplicaciones; lo prohíbe también la ley de la evolución, que pide, a fin de que los gérmenes se desarrollen, determinado tiempo y cierta serie de circunstancias consecutivas; finalmente, lo prohíbe la historia, que enseña cómo fue en realidad el verdadero curso de los hechos. Sin embargo, debe mantenerse que la Iglesia y los sacramentos fueron instituidos mediatamente por Cristo. Pero ¿de qué modo? Todas las conciencias cristianas estaban en cierta manera incluidas virtualmente, como la planta en la semilla, en la ciencia de Cristo. Y como los gérmenes viven la vida de la simiente, así hay que decir que todos los cristianos viven la vida de Cristo. Mas la vida de Cristo, según la fe, es divina: luego también la vida de los cristianos. Si, pues, esta vida, en el transcurso de las edades, dio principio a la Iglesia y a los sacramentos, con toda razón se dirá que semejante principio proviene de Cristo y es divino. Así, cabalmente concluyen que son divinas las Sagradas Escrituras y divinos los dogmas.

A esto, poco más o menos, se reduce, en realidad, la teología de los modernistas: pequeño caudal, sin duda, pero sobreabundante si se mantiene que la ciencia debe ser siempre y en todo obedecida.

Cada uno verá por sí fácilmente la aplicación de esta doctrina a todo lo demás que hemos de decir.

b) El dogma

20. Hasta aquí hemos tratado del origen y naturaleza de la fe. Pero, siendo muchos los brotes de la fe, principalmente la Iglesia, el dogma, el culto, los libros que llamamos santos, conviene examinar qué enseñan los modernistas sobre estos puntos. Y comenzando por el dogma, cuál sea su origen y naturaleza, arriba lo indicamos. Surge aquél de cierto impulso o necesidad, en cuya virtud el creyente trabaja sobre sus pensamientos propios, para así ilustrar mejor su conciencia y la de los otros. Todo este trabajo consiste en penetrar y pulir la primitiva fórmula de la mente, no en sí misma, según el desenvolvimiento lógico, sino según las circunstancias o, como ellos dicen con menos propiedad, vitalmente. Y así sucede que, en torno a aquélla, se forman poco a poco, como ya insinuamos, otras fórmulas secundarias; las cuales, reunidas después en un cuerpo y en un edificio doctrinal, así que son sancionadas por el magisterio público, puesto que responden a la conciencia común, se denominan dogma. A éste se han de contraponer cuidadosamente las especulaciones de los teólogos, que, aunque no vivan la vida de los dogmas, no se han de considerar del todo inútiles, ya para conciliar la religión con la ciencia y quitar su oposición, ya para ilustrar extrínsecamente y defender la misma religión; y acaso también podrán ser útiles para allanar el camino a algún nuevo dogma futuro.

En lo que mira al culto sagrado, poco habría que decir a no comprenderse bajo este título los sacramentos, sobre los cuales defienden los modernistas gravísimos errores. El culto, según enseñan, brota de un doble impulso o necesidad; porque en su sistema, como hemos visto, todo se engendra, según ellos aseguran, en virtud de impulsos íntimos o necesidades. Una de ellas es para dar a la religión algo de sensible; la otra a fin de manifestarla; lo que no puede en ningún modo hacerse sin cierta forma sensible y actos santificantes, que se han llamado sacramentos. Estos, para los modernistas, son puros símbolos o signos; aunque no destituidos de fuerza. Para explicar dicha fuerza, se valen del ejemplo de ciertas palabras que vulgarmente se dice haber hecho fortuna, pues tienen la virtud de propagar ciertas nociones poderosas e impresionan de modo extraordinario los ánimos superiores. Como esas palabras se ordenan a tales nociones, así los sacramentos se ordenan al sentimiento religioso: nada más. Hablarían con mayor claridad si afirmasen que los sacramentos se instituyeron únicamente para alimentar la fe; pero eso ya lo condenó el concilio de Trento(12): «Si alguno dijere que estos sacramentos no fueron instituidos sino sólo para alimentar la fe, sea excomulgado».

c) Los libros sagrados

21. Algo hemos indicado ya sobre la naturaleza y origen de los libros sagrados. Conforme al pensar de los modernistas, podría no definirlos rectamente como una colección de experiencias, no de las que estén al alcance de cualquiera, sino de las extraordinarias e insignes, que suceden en toda religión.

Eso cabalmente enseñan los modernistas sobre nuestros libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento. En sus opiniones, sin embargo, advierten astutamente que, aunque la experiencia pertenezca al tiempo presente, no obsta para que tome la materia de lo pasado y aun de lo futuro, en cuanto el creyente, o por el recuerdo de nuevo vive lo pasado a manera de lo presente, o por anticipación hace lo propio con lo futuro. Lo que explica cómo pueden computarse entre los libros sagrados los históricos y apocalípticos. Así, pues, en esos libros Dios habla en verdad por medio del creyente; mas, según quiere la teología de los modernistas, sólo por la inmanencia y permanencia vital.

Se preguntará: ¿qué dicen, entonces, de la inspiración? Esta, contestan, no se distingue sino, acaso, por el grado de vehemencia, del impulso que siente el creyente de manifestar su fe de palabra o por escrito. Algo parecido tenemos en la inspiración poética; por lo que dijo uno: «Dios está en nosotros: al agitarnos El, nos enardecemos». Así es como se debe afirmar que Dios es el origen de la inspiración de los Sagrados Libros.

Añaden, además, los modernistas que nada absolutamente hay en dichos libros que carezca de semejante inspiración. En cuya afirmación podría uno creerlos más ortodoxos que a otros modernos que restringen algo la inspiración, como, por ejemplo, cuando excluyen de ellas las citas que se llaman tácitas. Mero juego de palabras, simples apariencias. Pues si juzgamos la Biblia según el agnosticismo, a saber: como una obra humana compuesta por los hombres para los hombres, aunque se dé al teólogo el derecho de llamarla divina por inmanencia, ¿cómo, en fin, podrá restringirse la inspiración? Aseguran, sí, los modernistas la inspiración universal de los libros sagrados, pero en el sentido católico no admiten ninguna.

d) La Iglesia

22. Más abundante materia de hablar ofrece cuanto la escuela modernista fantasea acerca de la Iglesia.

Ante todo, suponen que debe su origen a una doble necesidad: una, que existe en cualquier creyente, y principalmente en el que ha logrado alguna primitiva y singular experiencia para comunicar a otros su fe; otra, después que la fe ya se ha hecho común entre muchos, está en la colectividad, y tiende a reunirse en sociedad para conservar, aumentar y propagar el bien común. ¿Qué viene a ser, pues, la Iglesia? Fruto de la conciencia colectiva o de la unión de las ciencias particulares, las cuales, en virtud de la permanencia vital, dependen de su primer creyente, esto es, de Cristo, si se trata de los católicos.

Ahora bien: cualquier sociedad necesita de una autoridad rectora que tenga por oficio encaminar a todos los socios a un fin común y conservar prudentemente los elementos de cohesión, que en una sociedad religiosa consisten en la doctrina y culto. De aquí surge, en la Iglesia católica, una tripe autoridad: disciplinar, dogmática, litúrgica.

La naturaleza de esta autoridad se ha de colegir de su origen: y de su naturaleza se deducen los derechos y obligaciones. En las pasadas edades fue un error común pensar que la autoridad venía de fuera a la Iglesia, esto es, inmediatamente de Dios; y por eso, con razón, se la consideraba como autocrática. Pero tal creencia ahora ya está envejecida. Y así como se dice que la Iglesia nace de la colectividad de las conciencias, por igual manera la autoridad procede vitalmente de la misma Iglesia. La autoridad, pues, lo mismo que la Iglesia, brota de la conciencia religiosa, a la que, por lo tanto, está sujeta: y, si desprecia esa sujeción, obra tiránicamente. Vivimos ahora en una época en que el sentimiento de la libertad ha alcanzado su mayor altura. En el orden civil, la conciencia pública introdujo el régimen popular. Pero la conciencia del hombre es una sola, como la vida. Luego si no se quiere excitar y fomentar la guerra intestina en las conciencias humanas, tiene la autoridad eclesiástica el deber de usar las formas democráticas, tanto más cuanto que, si no las usa, le amenaza la destrucción. Loco, en verdad, sería quien pensara que en el ansia de la libertad que hoy florece pudiera hacerse alguna vez cierto retroceso. Estrechada y acorralada por la violencia, estallará con más fuerza, y lo arrastrará todo —Iglesia y religión— juntamente.

Así discurren los modernistas, quienes se entregan, por lo tanto, de lleno a buscar los medios para conciliar la autoridad de la Iglesia con la libertad de los creyentes.

23. Pero no sólo dentro del recinto doméstico tiene la Iglesia gentes con quienes conviene que se entienda amistosamente: también las tiene fuera. No es ella la única que habita en el mundo; hay asimismo otras sociedades a las que no puede negar el trato y comunicación. Cuáles, pues, sean sus derechos, cuáles sus deberes en orden a las sociedades civiles es preciso determinar; pero ello tan sólo con arreglo a la naturaleza de la Iglesia, según los modernistas nos la han descrito.

En lo cual se rigen por las mismas reglas que para la ciencia y la fe mencionamos. Allí se hablaba de objetos, aquí de fines. Y así como por razón del objeto, según vimos, son la fe y la ciencia extrañas entre sí, de idéntica suerte lo son el Estado y la Iglesia por sus fines: es temporal el de aquél, espiritual el de ésta. Fue ciertamente licito en otra época subordinar lo temporal a lo espiritual y hablar de cuestiones mixtas, en las que la Iglesia intervenía cual reina y señora, porque se creía que la Iglesia había sido fundada inmediatamente por Dios, como autor del orden sobrenatural. Pero todo esto ya está rechazado por filósofos e historiadores. Luego el Estado se debe separar de la Iglesia; como el católico del ciudadano. Por lo cual, todo católico, al ser también ciudadano, tiene el derecho y la obligación, sin cuidarse de la autoridad de la Iglesia, pospuestos los deseos, consejos y preceptos de ésta, y aun despreciadas sus reprensiones, de hacer lo que juzgue más conveniente para utilidad de la patria. Señalar bajo cualquier pretexto al ciudadano el modo de obrar es un abuso del poder eclesiástico que con todo esfuerzo debe rechazarse.

Las teorías de donde estos errores manan, venerables hermanos, son ciertamente las que solemnemente condenó nuestro predecesor Pío VI en su constitución apostólica Auctorem fidei(13).

24. Mas no le satisface a la escuela de los modernistas que el Estado sea separado de la Iglesia. Así como la fe, en los elementos — que llaman — fenoménicos, debe subordinarse a la ciencia, así en los negocios temporales la Iglesia debe someterse al Estado. Tal vez no lo digan abiertamente, pero por la fuerza del raciocinio se ven obligados a admitirlo. En efecto, admitido que en las cosas temporales sólo el Estado puede poner mano, si acaece que algún creyente, no contento con los actos interiores de religión, ejecuta otros exteriores, como la administración y recepción de sacramentos, éstos caerán necesariamente bajo el dominio del Estado. Entonces, ¿que será de la autoridad eclesiástica? Como ésta no se ejercita sino por actos externos, quedará plenamente sujeta al Estado. Muchos protestantes liberales, por la evidencia de esta conclusión, suprimen todo culto externo sagrado, y aun también toda sociedad externa religiosa, y tratan de introducir la religión que llaman individual.

Y si hasta ese punto no llegan claramente los modernistas, piden entre tanto, por lo menos, que la Iglesia, de su voluntad, se dirija adonde ellos la empujan y que se ajuste a las formas civiles. Esto por lo que atañe a la autoridad disciplinar.

Porque muchísimo peor y más pernicioso es lo que opinan sobre la autoridad doctrinal y dogmática. Sobre el magisterio de la Iglesia, he aquí cómo discurren. La sociedad religiosa no puede verdaderamente ser una si no es una la conciencia de los socios y una la fórmula de que se valgan. Ambas unidas exigen una especie de inteligencia universal a la que incumba encontrar y determinar la fórmula que mejor corresponda a la conciencia común, y a aquella inteligencia le pertenece también toda la necesaria autoridad para imponer a la comunidad la fórmula establecida. Y en esa unión como fusión, tanto de la inteligencia que elige la fórmula cuanto de la potestad que la impone, colocan los modernistas el concepto del magisterio eclesiástico. Como, en resumidas cuentas, el magisterio nace de las conciencias individuales y para bien de las mismas conciencias se le ha impuesto el cargo público, síguese forzosamente que depende de las mismas conciencias y que, por lo tanto, debe someterse a las formas populares. Es, por lo tanto, no uso, sino un abuso de la potestad que se concedió para utilidad prohibir a las conciencias individuales manifestar clara y abiertamente los impulsos que sienten, y cerrar el camino a la crítica impidiéndole llevar el dogma a sus necesarias evoluciones.

De igual manera, en el uso mismo de la potestad, se ha de guardar moderación y templanza. Condenar y proscribir un libro cualquiera, sin conocimiento del autor, sin admitirle ni explicación ni discusión alguna, es en verdad algo que raya en tiranía.

Por lo cual se ha de buscar aquí un camino intermedio que deje a salvo los derechos todos de la autoridad y de la libertad. Mientras tanto, el católico debe conducirse de modo que en público se muestre muy obediente a la autoridad, sin que por ello cese de seguir las inspiraciones de su propia personalidad.

En general, he aquí lo que imponen a la Iglesia: como el fin único de la potestad eclesiástica se refiere sólo a cosas espirituales, se ha de desterrar todo aparato externo y la excesiva magnificencia con que ella se presenta ante quienes la contemplan. En lo que seguramente no se fijan es en que, si la religión pertenece a las almas, no se restringe, sin embargo, sólo a las almas, y que el honor tributado a la autoridad recae en Cristo, que la fundó.

e) La evolución

25. Para terminar toda esta materia sobre la fe y sus «variantes gérmenes» resta, venerables hermanos, oír, en último lugar, las doctrinas de los modernistas acerca del desenvolvimiento de entrambas cosas.

Hay aquí un principio general: en toda religión que viva, nada existe que no sea variable y que, por lo tanto, no deba variarse. De donde pasan a lo que en su doctrina es casi lo capital, a saber: la evolución. Si, pues, no queremos que el dogma, la Iglesia, el culto sagrado, los libros que como santos reverenciamos y aun la misma fe languidezcan con el frío de la muerte, deben sujetarse a las leyes de la evolución. No sorprenderá esto si se tiene en cuenta lo que sobre cada una de esas cosas enseñan los modernistas. Porque, puesta la ley de la evolución, hallamos descrita por ellos mismos la forma de la evolución. Y en primer lugar, en cuanto a la fe. La primitiva forma de la fe, dicen, fue rudimentaria y común para todos los hombres, porque brotaba de la misma naturaleza y vida humana. Hízola progresar la evolución vital, no por la agregación externa de nuevas formas, sino por una creciente penetración del sentimiento religioso en la conciencia. Aquel progreso se realizó de dos modos: en primer lugar, negativamente, anulando todo elemento extraño, como, por ejemplo, el que provenía de familia o nación; después, positivamente, merced al perfeccionamiento intelectual y moral del hombre; con ello, la noción de lo divino se hizo más amplia y más clara, y el sentimiento religioso resultó más elevado. Las mismas causas que trajimos antes para explicar el origen de la fe hay que asignar a su progreso. A lo que hay que añadir ciertos hombres extraordinarios (que nosotros llamamos profetas, entre los cuales el más excelente fue Cristo), ya porque en su vida y palabras manifestaron algo de misterioso que la fe atribuía a la divinidad, ya porque lograron nuevas experiencias, nunca antes vistas, que respondían a la exigencia religiosa de cada época.

Mas la evolución del dogma se origina principalmente de que hay que vencer los impedimentos de la fe, sojuzgar a los enemigos y refutar las contradicciones. Júntese a esto cierto esfuerzo perpetuo para penetrar mejor todo cuanto en los arcanos de la fe se contiene. Así, omitiendo otros ejemplos, sucedió con Cristo: aquello más o menos divino que en él admitía la fe fue creciendo insensiblemente y por grados hasta que, finalmente, se le tuvo por Dios.

En la evolución del culto, el factor principal es la necesidad de acomodarse a las costumbres y tradiciones populares, y también la de disfrutar el valor que ciertos actos han recibido de la costumbre.

En fin, la Iglesia encuentra la exigencia de su evolución en que tiene necesidad de adaptarse a las circunstancias históricas y a las formas públicamente ya existentes del régimen civil.

Así es como los modernistas hablan de cada cosa en particular.

Aquí, empero, antes de seguir adelante, queremos que se advierta bien esta doctrina de las necesidades o indigencias (o sea, en lenguaje vulgar, dei bisogni, como ellos la llaman más expresivamente), pues ella es como la base y fundamento no sólo de cuanto ya hemos visto, sino también del famoso método que ellos denominan histórico.

26. Insistiendo aún en la doctrina de la evolución, debe además advertirse que, si bien las indigencias o necesidades impulsan a la evolución, si la evolución fuese regulada no más que por ellas, traspasando fácilmenté los fines de la tradición y arrancada, por lo tanto, de su primitivo principio vital, se encaminará más bien a la ruina que al progreso. Por lo que, ahondando más en la mente de los modernistas, diremos que la evolución proviene del encuentro opuesto de dos fuerzas, de las que una estimula el progreso mientras la otra pugna por la conservación.

La fuerza conservadora reside vigorosa en la Iglesia y se contiene en la tradición. Represéntala la autoridad religiosa, y eso tanto por derecho, pues es propio de la autoridad defender la tradición, como de hecho, puesto que, al hallarse fuera de las contingencias de la vida, pocos o ningún estímulo siente que la induzcan al progreso. Al contrario, en las conciencias de los individuos se oculta y se agita una fuerza que impulsa al progreso, que responde a interiores necesidades y que se oculta y se agita sobre todo en las conciencias de los particulares, especialmente de aquellos que están, como dicen, en contacto más particular e íntimo con la vida. Observad aquí, venerables hermanos, cómo yergue su cabeza aquella doctrina tan perniciosa que furtivamente introduce en la Iglesia a los laicos como elementos de progreso.

Ahora bien: de una especie de mutuo convenio y pacto entre la fuerza conservadora y la progresista, esto es, entre la autoridad y la conciencia de los particulares, nacen el progreso y los cambios. Pues las conciencias privadas, o por lo menos algunas de ellas, obran sobre la conciencia colectiva; ésta, a su vez, sobre las autoridades, obligándolas a pactar y someterse a lo ya pactado.

Fácil es ahora comprender por qué los modernistas se admiran tanto cuando comprenden que se les reprende o castiga. Lo que se les achaca como culpa, lo tienen ellos como un deber de conciencia.

Nadie mejor que ellos comprende las necesidades de las conciencias, pues la penetran más íntimamente que la autoridad eclesiástica. En cierto modo, reúnen en sí mismos aquellas necesidades, y por eso se sienten obligados a hablar y escribir públicamente. Castíguelos, si gusta, la autoridad; ellos se apoyan en la conciencia del deber, y por íntima experiencia saben que se les debe alabanzas y no reprensiones. Ya se les alcanza que ni el progreso se hace sin luchas ni hay luchas sin víctimas: sean ellos, pues, las víctimas, a ejemplo de los profetas y Cristo. Ni porque se les trate mal odian a la autoridad; confiesan voluntariamente que ella cumple su deber. Sólo se quejan de que no se les oiga, porque así se retrasa el «progreso» de las almas; llegará, no obstante, la hora de destruir esas tardanzas, pues las leyes de la evolución pueden refrenarse, pero no del todo aniquilarse. Continúan ellos por el camino emprendido; lo continúan, aun después de reprendidos y condenados, encubriendo su increíble audacia con la máscara de una aparente humildad. Doblan fingidamente sus cervices, pero con sus hechos y con sus planes prosiguen más atrevidos lo que emprendieron. Y obran así a ciencia y conciencia, ora porque creen que la autoridad debe ser estimulada y no destruida, ora porque les es necesario continuar en la Iglesia, a fin de cambiar insensiblemente la conciencia colectiva. Pero, al afirmar eso, no caen en la cuenta de que reconocen que disiente de ellos la conciencia colectiva, y que, por lo tanto, no tienen derecho alguno de ir proclamándose intérpretes de la misma.

27. Así, pues, venerables hermanos, según la doctrina y maquinaciones de los modernistas, nada hay estable, nada inmutable en la Iglesia. En la cual sentencia les precedieron aquellos de quienes nuestro predecesor Pío IX ya escribía: «Esos enemigos de la revelación divina, prodigando estupendas alabanzas al progreso humano, quieren, con temeraria y sacrílega osadía, introducirlo en la religión católica, como si la religión fuese obra de los hombres y no de Dios, o algún invento filosófico que con trazas humanas pueda perfeccionarse»(14).

Cuanto a la revelación, sobre todo, y a los dogmas, nada se halla de nuevo en la doctrina de los modernistas, pues es la misma reprobada ya en el Syllabus, de Pío IX, y enunciada así: «La revelación divina es imperfecta, y por lo mismo sujeta a progreso continuo e indefinido que corresponda al progreso de la razón humana»(15), y con más solemnidad en el concilio Vaticano, por estas palabras: «Ni, pues, la doctrina de la fe que Dios ha revelado se propuso como un invento filosófico para que la perfeccionasen los ingenios humanos, sino como un depósito divino se entregó a la Esposa de Cristo, a fin de que la custodiara fielmente e infaliblemente la declarase. De aquí que se han de retener también los dogmas sagrados en el sentido perpetuo que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, ni jamás hay que apartarse de él con color y nombre de más alta inteligencia»(16); con esto, sin duda, el desarrollo de nuestros conocimientos, aun acerca de la fe, lejos de impedirse, antes se facilita y promueve. Por ello, el mismo concilio Vaticano prosigue diciendo: «Crezca, pues, y progrese mucho e incesantemente la inteligencia, ciencia, sabiduría, tanto de los particulares como de todos, tanto de un solo hombre como de toda la Iglesia, al compás de las edades y de los siglos; pero sólo en su género, esto es, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma sentencia»(17).

28. Después que, entre los partidarios del modernismo, hemos examinado al filósofo, al creyente, al teólogo, resta que igualmente examinemos al historiador, al crítico, al apologista y al reformador.

Algunos de entre los modernistas, que se dedican a escribir historia, se muestran en gran manera solícitos por que no se les tenga como filósofos; y aun alardean de no saber cosa alguna de filosofía. Astucia soberana: no sea que alguien piense que están llenos de prejuicios filosóficos y que no son, por consiguiente, como afirman, enteramente objetivos. Es, sin embargo, cierto que toda su historia y crítica respira pura filosofía, y sus conclusiones se derivan, mediante ajustados raciocinios, de los principios filosóficos que defienden, lo cual fácilmente entenderá quien reflexione sobre ello.

Los tres primeros cánones de dichos historiadores o críticos son aquellos principios mismos que hemos atribuido arriba a los filósofos; es a saber: el agnosticismo, el principio de la transfiguración de las cosas por la fe, y el otro, que nos pareció podía llamarse de la desfiguración. Vamos a ver las conclusiones de cada uno de ellos.

Según el agnosticismo, la historia, no de otro modo que la ciencia, versa únicamente sobre fenómenos. Luego, así Dios como cualquier intervención divina en lo humano, se han de relegar a la fe, como pertenecientes tan sólo a ella.

Por lo tanto, si se encuentra algo que conste de dos elementos, uno divino y otro humano — como sucede con Cristo, la Iglesia, los sacramentos y muchas otras cosas de ese género —, de tal modo se ha de dividir y separar, que lo humano vaya a la historia, lo divino a la fe. De aquí la conocida división, que hacen los modernistas, del Cristo histórico y el Cristo de la fe; de la Iglesia de la historia, y la de la fe; de los sacramentos de la historia, y los de la fe; y otras muchas a este tenor.

Después, el mismo elemento humano que, según vemos, el historiador reclama para sí tal cual aparece en los monumentos, ha de reconocerse que ha sido realzado por la fe mediante la transfiguración más allá de las condiciones históricas. Y así conviene de nuevo distinguir las adiciones hechas por la fe, para referirlas a la fe misma y a la historia de la fe; así, tratándose de Cristo, todo lo que sobrepase a la condición humana, ya natural, según enseña la psicología, ya la correspondiente al lugar y edad en que vivió.

Además, en virtud del tercer principio filosófico, han de pasarse también como por un tamiz las cosas que no salen de la esfera histórica; y eliminan y cargan a la fe igualmente todo aquello que, según su criterio, no se incluye en la lógica de los hechos, como dicen, o no se acomoda a las personas. Pretenden, por ejemplo, que Cristo no dijo nada que pudiera sobrepasar a la inteligencia del vulgo que le escuchaba. Por ello borran de su historia real y remiten a la fe cuantas alegorías aparecen en sus discursos. Se preguntará, tal vez, ¿según qué ley se hace esta separación? Se hace en virtud del carácter del hombre, de su condición social, de su educación, del conjunto de circunstancias en que se desarrolla cualquier hecho; en una palabra: si no nos equivocamos, según una norma que al fin y al cabo viene a parar en meramente subjetiva. Esto es, se esfuerzan en identificarse ellos con la persona misma de Cristo, como revistiéndose de ella; y le atribuyen lo que ellos hubieran hecho en circunstancias semejantes a las suyas.

Así, pues, para terminar, a priori y en virtud de ciertos principios filosóficos — que sostienen, pero que aseguran no saber —, afirman que en la historia que llaman real Cristo no es Dios ni ejecutó nada divino; como hombre, empero, realizó y dijo lo que ellos, refiriéndose a los tiempos en que floreció, le dan derecho de hacer o decir.

29. Así como de la filosofía recibe sus conclusiones la historia, así la crítica de la historia. Pues el crítico, siguiendo los datos que le ofrece el historiador, divide los documentos en dos partes: lo que queda después de la triple partición, ya dicha, lo refieren a la historia real; lo demás, a la historia de la fe o interna. Distinguen con cuidado estas dos historias, y adviértase bien cómo oponen la historia de la fe a la historia real en cuanto real. De donde se sigue que, como ya dijimos, hay dos Cristos: uno, el real, y otro, el que nunca existió de verdad y que sólo pertenece a la fe; el uno, que vivió en determinado lugar y época, y el otro, que sólo se encuentra en las piadosas especulaciones de la fe. Tal, por ejemplo, es el Cristo que presenta el evangelio de San Juan, libro que no es, en todo su contenido, sino una mera especulación.

No termina con esto el dominio de la filosofía sobre la historia. Divididos, según indicamos, los documentos en dos partes, de nuevo interviene el filósofo con su dogma de la inmanencia vital, y hace saber que cuanto se contiene en la historia de la Iglesia se ha de explicar por la emanación vital. Y como la causa o condición de cualquier emanación vital se ha de colocar en cierta necesidad o indigencia, se deduce que el hecho se ha de concebir después de la necesidad y que, históricamente, es aquél posterior a ésta.

¿Qué hace, en ese caso, el historiador? Examinando de nuevo los documentos, ya los que se hallan en los Sagrados Libros, ya los sacados de dondequiera, teje con ellos un catálogo de las singulares necesidades que, perteneciendo ora al dogma, ora al culto sagrado, o bien a otras cosas, se verificaron sucesivamente en la Iglesia. Una vez terminado el catálogo, lo entrega al crítico. Y éste pone mano en los documentos destinados a la historia de la fe, y los distribuye de edad en edad, de forma que cada uno responda al catálogo, guiado siempre por aquel principio de que la necesidad precede al hecho y el hecho a la narración. Puede alguna vez acaecer que ciertas partes de la Biblia, como las epístolas, sean el mismo hecho creado por la necesidad. Sea de esto lo que quiera, hay una regla fija, y es que la fecha de un documento cualquiera se ha de determinar solamente según la fecha en que cada necesidad surgió en la Iglesia.

Hay que distinguir, además, entre el comienzo de cualquier hecho y su desarrollo; pues lo que puede nacer en un día no se desenvuelve sino con el transcurso del tiempo. Por eso debe el crítico dividir los documentos, ya distribuidos, según hemos dicho, por edades, en dos partes — separando los que pertenecen al origen de la cosa y los que pertenecen a su desarrollo —, y luego de nuevo volverá a ordenarlos según los diversos tiempos.

30. En este punto entra de nuevo en escena el filósofo, y manda al historiador que ordene sus estudios conforme a lo que prescriben los preceptos y leyes de la evolución. El historiador vuelve a escudriñar los documentos, a investigar sutilmente las circunstancias y condiciones de la Iglesia en cada época, su fuerza conservadora, sus necesidades internas y externas que la impulsaron al progreso, los impedimentos que sobrevinieron; en una palabra: todo cuanto contribuya a precisar de qué manera se cumplieron las leyes de la evolución. Finalmente, y como consecuencia de este trabajo, puede ya trazar a grandes rasgos la historia de la evolución. Viene en ayuda el crítico, y ya adopta los restantes documentos. Ya corre la pluma, ya sale la historia concluida.

Ahora preguntamos: ¿a quién se ha de atribuir esta historia? ¿Al historiador o al crítico? A ninguno de ellos, ciertamente, sino al filósofo. Allí todo es obra de apriorismo, y de un apriorismo que rebosa en herejías. Causan verdaderamente lástima estos hombres, de los que el Apóstol diría: «Desvaneciéronse en sus pensamientos..., pues, jactándose de ser sabios, han resultado necios»(18); pero ya llegan a molestar, cuando ellos acusan a la Iglesia por mezclar y barajar los documentos en forma tal que hablen en su favor. Achacan, a saber, a la Iglesia aquello mismo de que abiertamente les acusa su propia conciencia.

31. De esta distribución y ordenación — por edades — de los documentos necesariamente se sigue que ya no pueden atribuirse los Libros Sagrados a los autores a quienes realmente se atribuyen. Por esa causa, los modernistas no vacilan a cada paso en asegurar que esos mismos libros, y en especial el Pentateuco y los tres primeros evangelios, de una breve narración que en sus principios eran, fueron poco a poco creciendo con nuevas adiciones e interpolaciones, hechas a modo de interpretación, ya teológica, ya alegórica, o simplemente intercaladas tan sólo para unir entre sí las diversas partes.

Y para decirlo con más brevedad y claridad: es necesario admitir la evolución vital de los Libros Sagrados, que nace del desenvolvimiento de la fe y es siempre paralela a ella.

Añaden, además, que las huellas de esa evolución son tan manifiestas, que casi se puede escribir su historia. Y aun la escriben en realidad con tal desenfado, que pudiera creerse que ellos mismos han visto a cada uno de los escritores que en las diversas edades trabajaron en la amplificación de los Libros Sagrados.

Y, para confirmarlo, se valen de la crítica que denominan textual, y se empeñan en persuadir que este o aquel otro hecho o dicho no está en su lugar, y traen otras razones por el estilo. Parece en verdad que se han formado como ciertos modelos de narración o discursos, y por ellos concluyen con toda certeza sobre lo que se encuentra como en su lugar propio y qué es lo que está en lugar indebido.

Por este camino, quiénes puedan ser aptos para fallar, aprécielo el que quiera. Sin embargo, quien los oiga hablar de sus trabajos sobre los Libros Sagrados, en los que es dado descubrir tantas incongruencias, creería que casi ningún hombre antes de ellos los ha hojeado, y que ni una muchedumbre casi infinita de doctores, muy superiores a ellos en ingenio, erudición y santidad de vida, los ha escudriñado en todos sus sentidos. En verdad que estos sapientísimos doctores tan lejos estuvieron de censurar en nada las Sagradas Escrituras, que cuanto más íntimamente las estudiaban mayores gracias daban a Dios porque así se dignó hablar a los hombres. Pero ¡ay, que nuestros doctores no estudiaron los Libros Sagrados con los auxilios con que los estudian los modernistas! Esto es, no tuvieron por maestra y guía a una filosofía que reconoce su origen en la negación de Dios ni se erigieron a sí mismos como norma de criterio.

32. Nos parece que ya está claro cuál es el método de los modernistas en la cuestión histórica. Precede el filósofo; sigue el historiador; luego ya, de momento, vienen la crítica interna y la crítica textual. Y porque es propio de la primera causa comunicar su virtud a las que la siguen, es evidente que semejante crítica no es una crítica cualquiera, sino que con razón se la llama agnóstica, inmanentista, evolucionista; de donde se colige que el que la profesa y usa, profesa los errores implícitos de ella y contradice a la doctrina católica.

Siendo esto así, podría sorprender en gran manera que entre católicos prevaleciera este linaje de crítica. Pero esto se explica por una doble causa: la alianza, en primer lugar, que une estrechamente a los historiadores y críticos de este jaez, por encima de la variedad de patria o de la diferencia de religión; además, la grandísima audacia con que todos unánimemente elogian y atribuyen al progreso científico lo que cualquiera de ellos profiere y con que todos arremeten contra el que quiere examinar por sí el nuevo portento, y acusan de ignorancia al que lo niega mientras aplauden al que lo abraza y defiende. Y así se alucinan muchos que, si considerasen mejor el asunto, se horrorizarían.

A favor, pues, del poderoso dominio de los que yerran y del incauto asentimiento de ánimos ligeros se ha creado una como corrompida atmósfera que todo lo penetra, difundiendo su pestilencia.

33. Pasemos al apologista. También éste, entre los modernistas, depende del filósofo por dos razones: indirectamente, ante todo, al tomar por materia la historia escrita según la norma, como ya vimos, del filósofo; directamente, luego, al recibir de él sus dogmas y sus juicios. De aquí la afirmación, corriente en la escuela modernista, que la nueva apología debe dirimir las controversias de religión por medio de investigaciones históricas y psicológicas. Por lo cual los apologistas modernistas emprenden su trabajo avisando a los racionalistas que ellos defienden la religión, no con los Libros Sagrados o con historias usadas vulgarmente en la Iglesia, y que estén escritas por el método antiguo, sino con la historia real, compuesta según las normas y métodos modernos. Y eso lo dicen no cual si arguyesen ad hominem, sino porque creen en realidad que sólo tal historia ofrece la verdad. De asegurar su sinceridad al escribir no se cuidan; son ya conocidos entre los racionalistas y alabados también como soldados que militan bajo una misma bandera; y de esas alabanzas, que el verdadero católico rechazaría, se congratulan ellos y las oponen a las reprensiones de la Iglesia.

Pero veamos ya cómo uno de ellos compone la apología. El fin que se propone alcanzar es éste: llevar al hombre, que todavía carece de fe, a que logre acerca de la religión católica aquella experiencia que es, conforme a los principios de los modernistas, el único fundamento de la fe. Dos caminos se ofrecen para esto: uno objetivo, subjetivo el otro. El primero brota del agnosticismo y tiende a demostrar que hay en la religión, principalmente en la católica, tal virtud vital, que persuade a cualquier psicólogo y lo mismo a todo historiador de sano juicio, que es menester que en su historia se oculte algo desconocido. A este fin urge probar que la actual religión católica es absolutamente la misma que Cristo fundó, o sea, no otra cosa que el progresivo desarrollo del germen introducido por Cristo. Luego, en primer lugar, debemos señalar qué germen sea ése; y ellos pretenden significarlo. mediante la fórmula siguiente: Cristo anunció que en breve se establecería el advenimiento del reino de Dios, del que él sería el Mesías, esto es, su autor y su organizador, ejecutor, por divina ordenación. Tras esto se ha de mostrar cómo dicho germen, siempre inmanente en la religión católica y permanente, insensiblemente y según la historia, se desenvolvió y adaptó a las circunstancias sucesivas, tomando de éstas para sí vitalmente cuanto le era útil en las formas doctrinales, culturales, eclesiásticas, y venciendo al mismo tiempo los impedimentos, si alguno salía al paso, desbaratando a los enemigos y sobreviviendo a todo género de persecuciones y luchas. Después que todo esto, impedimentos, adversarios, persecuciones, luchas, lo mismo que la vida, fecundidad de la Iglesia y otras cosas a ese tenor, se mostraren tales que, aunque en la historia misma de la Iglesia aparezcan incólumes las leyes de la evolución, no basten con todo para explicar plenamente la misma historia; entonces se presentará delante y se ofrecerá espontáneamente lo incógnito. Así hablan ellos. Mas en todo este raciocinio no advierten una cosa: que aquella determinación del germen primitivo únicamente se debe al apriorismo del filósofo agnóstico y evolucionista, y que la definición que dan del mismo germen es gratuita y creada según conviene a sus propósitos.

34. Estos nuevos apologistas, al paso que trabajan por afirmar y persuadir la religión católica con las argumentaciones referidas, aceptan y conceden de buena gana que hay en ella muchas cosas que pueden ofender a los ánimos. Y aun llegan a decir públicamente, con cierta delectación mal disimulada, que también en materia dogmática se hallan errores y contradicciones, aunque añadiendo que no sólo admiten excusa, sino que se produjeron justa y legítimamente: afirmación que no puede menos de excitar el asombro. Así también, según ellos, hay en los Libros Sagrados muchas cosas científica o históricamente viciadas de error; pero dicen que allí no se trata de ciencia o de historia, sino sólo de la religión y las costumbres. Las ciencias y la historia son allí a manera de una envoltura, con la que se cubren las experiencias religiosas y morales para difundirlas más fácilmente entre el vulgo; el cual, como no las entendería de otra suerte, no sacaría utilidad, sino daño de otra ciencia o historia más perfecta. Por lo demás, agregan, los Libros Sagrados, como por su naturaleza son religiosos, necesariamente viven una vida; mas su vida tiene también su verdad y su lógica, distintas ciertamente de la verdad y lógica racional, y hasta de un orden enteramente diverso, es a saber: la verdad de la adaptación y proporción, así al medio (como ellos dicen) en que se desarrolla la vida como al fin por el que se vive. Finalmente, llegan hasta afirmar, sin ninguna atenuación, que todo cuanto se explica por la vida es verdadero y legítimo.

35. Nosotros, ciertamente, venerables hermanos, para quienes la verdad no es más que una, y que consideramos que los Libros Sagrados, como «escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor»(19), aseguramos que todo aquello es lo mismo que atribuir a Dios una mentira de utilidad u oficiosa, y aseveramos con las palabras de San Agustín: «Una vez admitida en tan alta autoridad alguna mentira oficiosa, no quedará ya ni la más pequeña parte de aquellos libros que, si a alguien le parece o difícil para las costumbres o increíble para la fe, no se refiera por esa misma perniciosísima regla al propósito o a la condescendencia del autor que miente»(20). De donde se seguirá, como añade. el mismo santo Doctor, «que en aquéllas (es a saber, en las Escrituras) cada cual creerá lo que quiera y dejará de creer lo que no quiera». Pero los apologistas modernistas, audaces, aún van más allá. Conceden, además, que en los Sagrados Libros ocurren a veces, para probar alguna doctrina, raciocinios que no se rigen por ningún fundamento racional, cuales son los que se apoyan en las profecías; pero los defienden también como ciertos artificios oratorios que están legitimados por la vida. ¿Qué más? Conceden y aun afirman que el mismo Cristo erró manifiestamente al indicar el tiempo del advenimiento del reino de Dios, lo cual, dicen, no debe maravillar a nadie, pues también El estaba sujeto a las leyes de la vida.

¿Qué suerte puede caber después de esto a los dogmas de la Iglesia? Estos se hallan llenos de claras contradicciones; pero, fuera de que la lógica vital las admite, no contradicen a la verdad simbólica, como quiera que se trata en ellas del Infinito, el cual tiene infinitos aspectos. Finalmente, todas estas cosas las aprueban y defienden, de suerte que no dudan en declarar que no se puede atribuir al Infinito honor más excelso que el afirmar de El cosas contradictorias.

Mas, cuando ya se ha legitimado la contradicción, ¿qué habrá que no pueda legitimarse?

36. Por otra parte, el que todavía no cree no sólo puede disponerse a la fe con argumentos objetivos, sino también con los subjetivos. Para ello los apologistas modernistas se vuelven a la doctrina de la inmanencia. En efecto, se empeñan en persuadir al hombre de que en él mismo, y en lo más profundo de su naturaleza y de su vida, se ocultan el deseo y la exigencia de alguna religión, y no de una religión cualquiera, sino precisamente la católica; pues ésta, dicen, la reclama absolutamente el pleno desarrollo de la vida.

En este lugar conviene que de nuevo Nos lamentemos grandemente, pues entre los católicos no faltan algunos que, si bien rechazan la doctrina de la inmanencia como doctrina; la emplean, no obstante, para una finalidad apologética; y esto lo hacen tan sin cautela, que parecen admitir en la naturaleza humana no sólo una capacidad y conveniencia para el orden sobrenatural — lo cual los apologistas católicos lo demostraron siempre, añadiendo las oportunas salvedades —, sino una verdadera y auténtica exigencia.

Mas, para decir verdad, esta exigencia de la religión católica la introducen sólo aquellos modernistas que quieren pasar por más moderados, pues los que llamaríamos integrales pretenden demostrar cómo en el hombre, que todavía no cree, está latente el mismo germen que hubo en la conciencia de Cristo, y que él transmitió a los hombres.

Así, pues, venerables hermanos, reconocemos que el método apologético de los modernistas, que sumariamente dejamos descrito, se ajusta por completo a sus doctrinas; método ciertamente lleno de errores, como las doctrinas mismas; apto no para edificar, sino para destruir; no para hacer católicos, sino para arrastrar a los mismos católicos a la herejía y aun a la destrucción total de cualquier religión.

37. Queda, finalmente, ya hablar sobre el modernista en cuanto reformador. Ya cuanto hasta aquí hemos dicho manifiesta de cuán vehemente afán de novedades se hallan animados tales hombres; y dicho afán se extiende por completo a todo cuanto es cristiano. Quieren que se renueve la filosofía, principalmente en los seminarios: de suerte que, relegada la escolástica a la historia de la filosofía, como uno de tantos sistemas ya envejecidos, se enseñe a los alumnos la filosofía moderna, la única verdadera y la única que corresponde a nuestros tiempos.

Para renovar la teología quieren que la llamada racional tome por fundamento la filosofía moderna, y exigen principalmente que la teología positiva tenga como fundamento la historia de los dogmas. Reclaman también que la historia se escriba y enseñe conforme a su método y a las modernas prescripciones.

Ordenan que los dogmas y su evolución deben ponerse en armonía con la ciencia y la historia.

Por lo que se refiere a la catequesis, solicitan que en los libros para el catecismo no se consignen otros dogmas sino los que hubieren sido reformados y que estén acomodados al alcance del vulgo.

Acerca del sagrado culto, dicen que hay que disminuir las devociones exteriores y prohibir su aumento; por más que otros, más inclinados al simbolismo, se muestran en ello más indulgentes en esta materia.

Andan clamando que el régimen de la Iglesia se ha de reformar en todos sus aspectos, pero príncipalmente en el disciplinar y dogmático, y, por lo tanto, que se ha de armonizar interior y exteriormente con lo que llaman conciencia moderna, que íntegramente tiende a la democracia; por lo cual, se debe conceder al clero inferior y a los mismos laicos cierta intervención en el gobierno y se ha de repartir la autoridad, demasiado concentrada y centralizada.

Las Congregaciones romanas deben asimismo reformarse, y principalmente las llamadas del Santo Oficio y del Índice.

Pretenden asimismo que se debe variar la influencia del gobierno eclesiástico en los negocios políticos y sociales, de suerte que, al separarse de los ordenamientos civiles, sin embargo, se adapte a ellos para imbuirlos con su espíritu.

En la parte moral hacen suya aquella sentencia de los americanistas: que las virtudes activas han de ser antepuestas a las pasivas, y que deben practicarse aquéllas con preferencia a éstas.

Piden que el clero se forme de suerte que presente su antigua humildad y pobreza, pero que en sus ideas y actuación se adapte a los postulados del modernismo.

Hay, por fin, algunos que, ateniéndose de buen grado a sus maestros protestantes, desean que se suprima en el sacerdocio el celibato sagrado.

¿Qué queda, pues, intacto en la Iglesia que no deba ser reformado por ellos y conforme a sus opiniones?

38. En toda esta exposición de la doctrina de los modernistas, venerables hermanos, pensará por ventura alguno que nos hemos detenido demasiado; pero era de todo punto necesario, ya para que ellos no nos acusaran, como suelen, de ignorar sus cosas; ya para que sea manifiesto que, cuando tratamos del modernismo, no hablamos de doctrinas vagas y sin ningún vínculo de unión entre sí, sino como de un cuerpo definido y compacto, en el cual si se admite una cosa de él, se siguen las demás por necesaria consecuencia. Por eso hemos procedido de un modo casi didáctico, sin rehusar algunas veces los vocablos bárbaros de que usan los modernistas.

Y ahora, abarcando con una sola mirada la totalidad del sistema, ninguno se maravillará si lo definimos afirmando que es un conjunto de todas las herejías. Pues, en verdad, si alguien se hubiera propuesto reunir en uno el jugo y como la esencia de cuantos errores existieron contra la fe, nunca podría obtenerlo más perfectamente de lo que han hecho los modernistas. Pero han ido tan lejos que no sólo han destruido la religión católica, sino, como ya hemos indicado, absolutamente toda religión. Por ello les aplauden tanto los racionalistas; y entre éstos, los más sinceros y los más libres reconocen que han logrado, entre los modernistas, sus mejores y más eficaces auxiliares.

39. Pero volvamos un momento, venerables hermanos, a aquella tan perniciosa doctrina del agnosticismo. Según ella, no existe camino alguno intelectual que conduzca al hombre hacia Dios; pero el sentimiento y la acción del alma misma le deparan otro mejor. Sumo absurdo, que todos ven. Pues el sentimiento del ánimo responde a la impresión de las cosas que nos proponen el entendimiento o los sentidos externos. Suprimid el entendimiento, y el hombre se irá tras los sentidos exteriores con inclinación mayor aún que la que ya le arrastra. Un nuevo absurdo: pues todas las fantasías acerca del sentimiento religioso no destruirán el sentido común; y este sentido común nos enseña que cualquier perturbación o conmoción del ánimo no sólo no nos sirve de ayuda para investigar la verdad, sino más bien de obstáculo. Hablamos de la verdad en sí; esa otra verdad subjetiva, fruto del sentimiento interno y de la acción, si es útil para formar juegos de palabras, de nada sirve al hombre, al cual interesa principalmente saber si fuera de él hay o no un Dios en cuyas manos debe un día caer.

Para obra tan grande le señalan, como auxiliar, la experiencia. Y ¿qué añadiría ésta a aquel sentimiento del ánimo? Nada absolutamente; y sí tan sólo una cierta vehemencia, a la que luego resulta proporcional la firmeza y la convicción sobre la realidad del objeto. Pero, ni aun con estas dos cosas, el sentimiento deja de ser sentimiento, ni le cambian su propia naturaleza siempre expuesta al engaño, si no se rige por el entendimiento; aun le confirman y le ayudan en tal carácter, porque el sentimiento, cuanto más intenso sea, más sentimiento será.

En materia de sentimiento religioso y de la experiencia religiosa en él contenida (y de ello estamos tratando ahora), sabéis bien, venerables hermanos, cuánta prudencia es necesaria y al propio tiempo cuánta doctrina para regir a la misma prudencia. Lo sabéis por el trato de las almas, principalmente de algunas de aquellas en las cuales domina el sentimiento; lo sabéis por la lectura de las obras de ascética: obras que los modernistas menosprecian, pero que ofrecen una doctrina mucho más sólida y una sutil sagacidad mucho más fina que las que ellos se atribuyen a sí mismos.

40. Nos parece, en efecto, una locura, o, por lo menos, extremada imprudencia, tener por verdaderas, sin ninguna investigación, experiencias íntimas del género de las que propalan los modernistas. Y si es tan grande la fuerza y la firmeza de estas experiencias, ¿por qué, dicho sea de paso, no se atribuye alguna semejante a la experiencia que aseguran tener muchos millares de católicos acerca de lo errado del camino por donde los modernistas andan? Por ventura ¿sólo ésta sería falsa y engañosa? Mas la inmensa mayoría de los hombres profesan y profesaron siempre firmemente que no se logra jamás el conocimiento y la experiencia sin ninguna guía ni luz de la razón. Sólo resta otra vez, pues, recaer en el ateísmo y en la negación de toda religión.

Ni tienen por qué prometerse los modernistas mejores resultados de la doctrina del simbolismo que profesan: pues si, como dicen, cualesquiera elementos intelectuales no son otra cosa sino símbolos de Dios, ¿por qué no será también un símbolo el mismo nombre de Dios o el de la personalidad divina? Pero si es así, podría llegarse a dudar de la divina personalidad; y entonces ya queda abierto el camino que conduce al panteísmo.

Al mismo término, es a saber, a un puro y descarnado panteísmo, conduce aquella otra teoría de la inmanencia divina, pues preguntamos: aquella inmanencia, ¿distingue a Dios del hombre, o no? Si lo distingue, ¿en qué se diferencia entonces de la doctrina católica, o por qué rechazan la doctrina de la revelación externa? Mas si no lo distingue, ya tenemos el panteísmo. Pero esta inmanencia de los modernistas pretende y admite que todo fenómeno de conciencia procede del hombre en cuanto hombre; luego entonces, por legítimo raciocinio, se deduce de ahí que Dios es una misma cosa con el hombre, de donde se sigue el panteísmo.

Finalmente, la distinción que proclaman entre la ciencia y la fe no permite otra consecuencia, pues ponen el objeto de la ciencia en la realidad de lo cognoscible, y el de la fe, por lo contrario, en la de lo incognoscible. Pero la razón de que algo sea incognoscible no es otra que la total falta de proporción entre la materia de que se trata y el entendimiento; pero este defecto de proporción nunca podría suprimirse, ni aun en la doctrina de los modernistas; luego lo incognoscible lo será siempre, tanto para el creyente como para el filósofo. Luego si existe alguna religión, será la de una realidad incognoscible. Y, entonces, no vemos por qué dicha realidad no podría ser aun la misma alma del mundo, según algunos racionalistas afirman.

Pero, por ahora, baste lo dicho para mostrar claramente por cuántos caminos el modernismo conduce al ateísmo y a suprimir toda religión. El primer paso lo dio el protestantismo; el segundo corresponde al modernismo; muy pronto hará su aparición el ateísmo.

II. CAUSAS Y REMEDIOS

41. Para un conocimiento más profundo del modernismo, así como para mejor buscar remedios a mal tan grande, conviene ahora, venerables hermanos, escudriñar algún tanto las causas de donde este mal recibe su origen y alimento.

La causa próxima e inmediata es, sin duda, la perversión de la inteligencia. Se le añaden, como remotas, estas dos: la curiosidad y el orgullo. La curiosidad, si no se modera prudentemente, basta por sí sola para explicar cualesquier errores.

Con razón escribió Gregorio XVI, predecesor nuestro(21): «Es muy deplorable hasta qué punto vayan a parar los delirios de la razón humana cuando uno está sediento de novedades y, contra el aviso del Apóstol, se esfuerza por saber más de lo que conviene saber, imaginando, con excesiva confianza en sí mismo, que se debe buscar la verdad fuera de la Iglesia católica, en la cual se halla sin el más mínimo sedimento de error».

Pero mucho mayor fuerza tiene para obcecar el ánimo, e inducirle al error, el orgullo, que, hallándose como en su propia casa en la doctrina del modernismo, saca de ella toda clase de pábulo y se reviste de todas las formas. Por orgullo conciben de sí tan atrevida confianza, que vienen a tenerse y proponerse a sí mismos como norma de todos los demás. Por orgullo se glorían vanísimamente, como si fueran los únicos poseedores de la ciencia, y dicen, altaneros e infatuados: "No somos como los demás hombres"; y para no ser comparados con los demás, abrazan y sueñan todo género de novedades, por muy absurdas que sean. Por orgullo desechan toda sujeción y pretenden que la autoridad se acomode con la libertad. Por orgullo, olvidándose de sí mismos, discurren solamente acerca de la reforma de los demás, sin tener reverencia alguna a los superiores ni aun a la potestad suprema. En verdad, no hay camino más corto y expedito para el modernismo que el orgullo. ¡Si algún católico, sea laico o sacerdote, olvidado del precepto de la vida cristiana, que nos manda negarnos a nosotros mismos si queremos seguir a Cristo, no destierra de su corazón el orgullo, ciertamente se hallará dispuesto como el que más a abrazar los errores de los modernistas!

Por lo cual, venerables hermanos, conviene tengáis como primera obligación vuestra resistir a hombres tan orgullosos, ocupándolos en los oficios más oscuros e insignificantes, para que sean tanto más humillados cuanto más alto pretendan elevarse, y para que, colocados en lugar inferior, tengan menos facultad para dañar. Además, ya vosotros mismos personalmente, ya por los rectores de los seminarios, examinad diligentemente a los alumnos del sagrado clero, y si hallarais alguno de espíritu soberbio, alejadlo con la mayor energía del sacerdocio: ¡ojalá se hubiese hecho esto siempre con la vigilancia y constancia que era menester!

42. Y si de las causas morales pasamos a las que proceden de la inteligencia, se nos ofrece primero y principalmente la ignorancia.

En verdad que todos los modernistas, sin excepción, quieren ser y pasar por doctores en la Iglesia, y aunque con palabras grandilocuentes subliman la escolástica, no abrazaron la primera deslumbrados por sus aparatosos artificios, sino porque su completa ignorancia de la segunda les privó del instrumento necesario para suprimir la confusión en las ideas y para refutar los sofismas. Y del consorcio de la falsa filosofía con la fe ha nacido el sistema de ellos, inficionado por tantos y tan grandes errores.

Táctica modernista

En cuya propagación, ¡ojalá gastaran memos empeño y solicitud! Pero es tanta su actividad, tan incansable su trabajo, que da verdadera tristeza ver cómo se consumen, con intención de arruinar la Iglesia, tantas fuerzas que, bien empleadas, hubieran podido serle de gran provecho. De dos artes se valen para engañar los ánimos: procuran primero allanar los obstáculos que se oponen, y buscan luego con sumo cuidado, aprovechándolo con tanto trabajo como constancia, cuanto les puede servir.

Tres son principalmente las cosas que tienen por contrarias a sus conatos: el método escolástico de filosofar, la autoridad de los Padres y la tradición, el magisterio eclesiástico. Contra ellas dirigen sus más violentos ataques. Por esto ridiculizan generalmente y desprecian la filosofía y teología escolástica, y ya hagan esto por ignorancia o por miedo, o, lo que es más cierto, por ambas razones, es cosa averiguada que el deseo de novedades va siempre unido con el odio del método escolástico, y no hay otro más claro indicio de que uno empiece a inclinarse a la doctrina del modernismo que comenzar a aborrecer el método escolástico. Recuerden los modernistas y sus partidarios la condenación con que Pío IX estimó que debía reprobarse la opinión de los que dicen(22): «El método y los principios con los cuales los antiguos doctores escolásticos cultivaron la teología no corresponden a las necesidades de nuestro tiempo ni al progreso de la ciencia. Por lo que toca a la tradición, se esfuerzan astutamente en pervertir su naturaleza y su importancia, a fin de destruir su peso y autoridad».

Pero, esto no obstante, los católicos venerarán siempre la autoridad del concilío II de Nicea, que condenó «a aquellos que osan..., conformándose con los criminales herejes, despreciar las tradiciones eclesiásticas e inventar cualquier novedad..., o excogitar torcida o astutamente para desmoronar algo de las legítimas tradiciones de la Iglesia católica». Estará en pie la profesión del concilio IV Constantinopolitano: «Así, pues, profesamos conservar y guardar las reglas que la santa, católica y apostólica Iglesia ha recibido, así de los santos y celebérrimos apóstoles como de los concilios ortodoxos, tanto universales como particulares, como también de cualquier Padre inspirado por Dios y maestro de la Iglesia». Por lo cual, los Pontífices Romanos Pío IV y Pío IX decretaron que en la profesión de la fe se añadiera también lo siguiente: «Admito y abrazo firmísimamente las tradiciones apostólicas y eclesiásticas y las demás observancias y constituciones de la misma Iglesia».

Ni más respetuosamente que sobre la tradición sienten los modernistas sobre los santísimos Padres de la Iglesia, a los cuales, con suma temeridad, proponen públicamente, como muy dignos de toda veneración, pero como sumamente ignorantes de la crítica y de la historia: si no fuera por la época en que vivieron, serían inexcusables.

43. Finalmente, ponen su empeño todo en menoscabar y debilitar la autoridad del mismo ministerio eclesiástico, ya pervirtiendo sacrílegamente su origen, naturaleza y derechos, ya repitiendo con libertad las calumnias de los adversarios contra ella. Cuadra, pues, bien al clan de los modernistas lo que tan apenado escribió nuestro predecesor:

«Para hacer despreciable y odiosa a la mística Esposa de Cristo, que es verdadera luz, los hijos de las tinieblas acostumbraron a atacarla en público con absurdas calumnias, y llamarla, cambiando la fuerza y razón de los nombres y de las cosas, amiga de la oscuridad, fautora de la ignorancia y enemiga de la luz y progreso de las ciencias.»(23)

Por ello, venerables hermanos, no es de maravillar que los modernistas ataquen con extremada malevolencia y rencor a los varones católicos que luchan valerosamente por la Iglesia. No hay ningún género de injuria con que no los hieran; y a cada paso les acusan de ignorancia y de terquedad. Cuando temen la erudición y fuerza de sus adversarios, procuran quitarles la eficacia oponiéndoles la conjuración del silencio. Manera de proceder contra los católicos tanto más odiosa cuanto que, al propio tiempo, levantan sin ninguna moderación, con perpetuas alabanzas, a todos cuantos con ellos consienten; los libros de éstos, llenos por todas partes de novedades, recíbenlos con gran admiración y aplauso; cuanto con mayor audacia destruye uno lo antiguo, rehúsa la tradición y el magisterio eclesiástíco, tanto más sabio lo van pregonando. Finalmente, ¡cosa que pone horror a todos los buenos!, si la Iglesia condena a alguno de ellos, no sólo se aúnan para alabarle en público y por todos medios, sino que llegan a tributarle casi la veneración de mártir de la verdad.

Con todo este estrépito, así de alabanzas como de vituperios, conmovidos y perturbados los entendimientos de los jóvenes, por una parte para no ser tenidos por ignorantes, por otra para pasar por sabios, a la par que estimulados interiormente por la curiosidad y la soberbia, acontece con frecuencia que se dan por vencidos y se entregan al modernismo.

44. Pero esto pertenece ya a los artificios con que los modernistas expenden sus mercancías. Pues ¿qué no maquinan a trueque de aumentar el número de sus secuaces? En los seminarios y universídades andan a la caza de las cátedras, que convierten poco a poco en cátedras de pestilencia. Aunque sea veladamente, inculcan sus doctrinas predicándolas en los púlpitos de las iglesias; con mayor claridad las publican en sus reuniones y las introducen y realzan en las instituciones sociales. Con su nombre o seudónimos publican libros, periódicos, revistas. Un mismo escritor usa varios nombres para así engañar a los incautos con la fingida muchedumbre de autores. En una palabra: en la acción, en las palabras, en la imprenta, no dejan nada por intentar, de suerte que parecen poseídos de frenesí.

Y todo esto, ¿con qué resultado? ¡Lloramos que un gran número de jóvenes, que fueron ciertamente de gran esperanza y hubieran trabajado provechosamente en beneficio de la Iglesia, se hayan apartado del recto camino! Nos son causa de dolor muchos más que, aun cuando no hayan llegado a tal extremo, como inficionados por un aire corrompido, se acostumbraron a pensar, hablar y escribir con mayor laxitud de lo que a católicos conviene. Están entre los seglares; también entre los sacerdotes, y no faltan donde menos eran de esperarse: en las mismas órdenes religiosas. Tratan los estudios bíblicos conforme a las reglas de los modernistas. Escriben historias donde, so pretexto de aclarar la verdad, sacan a luz con suma diligencia y con cierta manifiesta fruición todo cuanto parece arrojar alguna mácula sobre la Iglesia. Movidos por cierto apriorismo, usan todos los medios para destruir las sagradas tradiciones populares; desprecian las sagradas reliquias celebradas por su antigüedad. En resumen, arrástralos el vano deseo de que el mundo hable de ellos, lo cual piensan no lograr si dicen solamente las cosas que siempre y por todos se dijeron. Y entre tanto, tal vez estén convencidos de que prestan un servicio a Dios y a la Iglesia; pero, en realidad, perjudican gravísimamente, no sólo con su labor, sino por la intención que los guía y porque prestan auxilio utilísimo a las empresas de los modernistas.

Remedios eficaces

45. Nuestro predecesor, de feliz recuerdo, León XIII, procuró oponerse enérgicamente, de palabra y por obra, a este ejército de tan grandes errores que encubierta y descubiertamente nos acomete. Pero los modernistas, como ya hemos visto, no se intimidan fácilmente con tales armas, y simulando sumo respeto o humildad, han torcido hacia sus opiniones las palabras del Pontífice Romano y han aplicado a otros cualesquiera sus actos; así, el daño se ha hecho de día en día más poderoso.

Por ello, venerables hermanos, hemos resuelto sin más demora acudir a los más eficaces remedios. Os rogamos encarecidamente que no sufráis que en tan graves negocios se eche de menos en lo más mínimo vuestra vigilancia, diligencia y fortaleza; y lo que os pedimos, y de vosotros esperamos, lo pedimos también y lo esperamos de los demás pastores de almas, de los educadores y maestros de la juventud clerical, y muy especialmente de los maestros superiores de las familias religiosas.

46. I. En primer lugar, pues, por lo que toca a los estudios, queremos, y definitivamente mandamos, que la filosofía escolástica se ponga por fundamento de los estudios sagrados.

A la verdad, «si hay alguna cosa tratada por los escolásticos con demasiada sutileza o enseñada inconsideradamente, si hay algo menos concorde con las doctrinas comprobadas de los tiempos modernos, o finalmente, que de ningún modo se puede aprobar, de ninguna manera está en nuestro ánimo proponerlo para que sea seguido en nuestro tiempo»(24).

Lo principal que es preciso notar es que, cuando prescribimos que se siga la filosofía escolástica, entendemos principalmente la que enseñó Santo Tomás de Aquino, acerca de la cual, cuanto decretó nuestro predecesor queremos que siga vigente y, en cuanto fuere menester, lo restablecemos y confirmamos, mandando que por todos sea exactamente observado. A los obispos pertenecerá estimular y exigir, si en alguna parte se hubiese descuidado en los seminarios, que se observe en adelante, y lo mismo mandamos a los superiores de las órdenes religiosas. Y a los maestros les exhortamos a que tengan fijamente presente que el apartarse del Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafisicas, nunca dejará de ser de gran perjuicio.

47. Colocado ya así este cimiento de la filosofía, constrúyase con gran diligencia el edificio teológico.

Promoved, venerables hermanos, con todas vuestras fuerzas el estudio de la teología, para que los clérigos salgan de los seminarios llenos de una gran estima y amor a ella y que la tengan siempre por su estudio favorito. Pues «en la grande abundancia y número de disciplinas que se ofrecen al entendimientoa codicioso de la verdad, a nadie se le oculta que la sagrada teología reclama para sí el lugar primero; tanto que fue sentencia antigua de los sabios que a las demás artes y ciencias les pertenecía la obligación de servirla y prestarle, su obsequio como criadas»(25).

A esto añadimos que también nos parecen dignos de alabanza algunos que, sin menoscabo de la reverencia debida a la Tradición, a los Padres y al Magisterio eclesiástico, se esfuerzan por ilustrar la teología positiva con las luces tomadas de la verdadera historia, conforme al juicio prudente y a las normas católicas (lo cual no se puede decir igualmente de todos). Cierto, hay que tener ahora más cuenta que antiguamente de la teología positiva; pero hagamos esto de modo que no sufra detrimento la escolástica, y reprendamos a los que de tal manera alaban la teología positiva, que parecen con ello despreciar la escolástica, a los cuales hemos de considerar como fautores de los modernistas.

48. Sobre las discíplinas profanas, baste recordar lo que sapientísímamente dijo nuestro predecesor(26): «Trabajad animosamente en el estudio de las cosas naturales, en el cual los inventos ingeniosos y los útiles atrevimientos de nuestra época, así como los admiran con razón los contemporáneos, así los venideros los celebrarán con perenne aprobación y alabanzas». Pero hagamos esto sin daño de los estudios sagrados, lo cual avisa nuestro mismo predecesor, continuando con estas gravísimas palabras(27): «La causa de los cuales errores, quien diligentemente la investigare, hallará que consiste principalmente en que en estos nuestros tiempos, cuanto mayor es el fervor con que se cultivan las ciencias naturales, tanto más han decaído las disciplinas más graves y elevadas, de las que algunas casi yacen olvidadas de los hombres; otras se tratan con negligencia y superficialmente y (cosa verdaderamente indigna) empañando el esplendor de su primera dignidad, se vician con doctrinas perversas y con las más audaces opiniones». Mandamos, pues, que los estudios de las ciencias naturales se conformen a esta regla en los sagrados seminarios.

49. II. Preceptos estos nuestros y de nuestro predecesor, que conviene tener muy en cuenta siempre que se trate de elegir los rectoresy maestros de los seminarios o de las universídades católicas.

Cualesquiera que de algún modo estuvieren imbuidos de modernismo, sin miramiento de ninguna clase sean apartados del oficio, así de regir como de enseñar, y si ya lo ejercitan, sean destituidos; asimismo, los que descubierta o encubiertamente favorecen al modernismo, ya alabando a los modernistas, y excusando su culpa, ya censurando la escolástica, o a los Padres, o al Magisterio eclesiástico, o rehusando la obediencia a la potestad eclesiástica en cualquiera que residiere, y no menos los amigos de novedades en la historia, la arqueología o las estudios bíblicos, así como los que descuidam la ciencia sagrada o parecen anteponerle las profanas. En esta materia, venerables hermanos, principalmente en la elección de maestros, nunca será demasiada la vigilancia y la constancia; pues los discípulos se forman las más de las veces según el ejemplo de sus profesores; por lo cual, penetrados de la obligación de vuestro oficio, obrad en ello con prudencia y fortaleza.

Con semejante severidad y vigilancia han de ser examinados y elegidos los que piden las órdenes sagradas; ¡lejos, muy lejos de las sagradas órdenes el amor de las novedades! Dios aborrece los ánimos saberbios y contumaces.

Ninguno en lo sucesivo reciba el doctorado en teología o derecho canónico si antes no hubiere seguido los cursos establecidos de filosofía escolástica; y si lo recibiese, sea inválido.

Lo que sobre la asistencia a las universidades ordenó la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares en 1896 a los clérigos de Italia, así seculares como regulares, decretamos que se extienda a todas las naciones(28).

Los clérigos y sacerdotes que se matricularen en cualquier universidad o instituto católico, no estudien en la universidad oficial las ciencias de que hubiere cátedras en los primeros. Si en alguna parte se hubiere permitido esto, mandamos que no se permita en adelante.

Los obispos que estén al frente del régimen de dichos institutos o universidades procuren con toda diligencia que se observe constantemente todo lo mandado hasta aquí.

50. III- También es deber de los obispos cuidar que los escritos de los modernistas o que saben a modernismo o lo promueven, si han sido publicados, no sean leídos; y, si no lo hubieren sido, no se publiquen.

No se permita tampoco a los adolescentes de los seminarios, ni a los alumnos de 1as universidades, cualesquier libros, periódicos y revistas de este género, pues no les harían menos daño que los contrarios a las buenas costumbres; antes bien, les dañarían más por cuanto atacan los principios mismos de la vida cristiana.

Ni hay que formar otro juicio de los escritos de algunos católicos, hombres, por lo demás, sin mala intención; pero que, ignorantes de la ciencia teológica y empapados en la filosofía moderna, se esfuerzan por concordar ésta con la fe, pretendiendo, como dicen, promover la fe por este camino. Tales escritos, que se leen sin temor, precisamente por el buen nombre y opinión de sus autores, tienen mayor peligro para inducir paulatinamente al modernismo.

Y, en general, venerables hermanos, para poner orden en tan grave materia, procurad enérgicamente que cualesquier libros de perniciosa lectura que anden en la diócesis de cada uno de vosotros, sean desterrados, usando para ello aun de la solemne prohibición. Pues, por más que la Sede Apostólica emplee todo su esfuerzo para quitar de en medio semejantes escritos, ha crecido ya tanto su número, que apenas hay fuerzas capaces de catalogarlos todos; de donde resulta que algunas veces venga la medicina demasiado tarde, cuando el mal ha arraigado por la demasiada dilación. Queremos, pues, que los prelados de la Iglesia, depuesto todo temor, y sin dar oídos a la prudencia de la carne ni a los clamores de los malos, desempeñen cada uno su cometido, con suavidad, pero constantemente, acordándose de lo que en la constitución apostólica Officiorum prescribió León XIII: «Los ordinarios, aun como delegados de la Sede Apostólica, procuren proscribir y quitar de manos de los fieles los libros y otros escritos nocivos publicados o extendidos en la diócesis»(29), con las cuales palabras, si por una parte se concede el derecho, por otra se impone el deber. Ni piense alguno haber cumplido con esta parte de su oficio con delatarnos algún que otro libro, mientras se consiente que otros muchos se esparzan y divulguen por todas partes.

Ni se os debe poner delante, venerables hermanos, que el autor de algún libro haya obtenido en otra diócesis la facultad que llaman ordinariamente Imprimatur; ya porque puede ser falsa, ya porque se pudo dar con negligencia o por demasiada benignidad, o por demasiada confianza puesta en el autor; cosa esta última que quizá ocurra alguna vez en las órdenes religiosas. Añádase que, así como no a todos convienen los mismos manjares, así los libros que son indiferentes en un lugar, pueden, en otro, por el conjunto de las circunstancias, ser perjudiciales; si, pues, el obispo, oída la opinión de personas prudentes, juzgare que debe prohibir algunos de estos libros en su diócesis, le damos facultad espontáneamente y aun le encomendamos esta obligación. Hágase en verdad del modo más suave, limitando la prohibición al clero, si esto bastare; y quedando en pie la obligación de los libreros católicos de no exponer para la venta los libros prohibidos por el obispo.

Y ya que hablamos de los libreros, vigilen los obispos, no sea que por codicia del lucro comercien con malas mercancías. Ciertamente, en los catálogos de algunos se anuncian en gran número los libros de los modernistas, y no con pequeños elogios. Si, pues, tales libreros se niegan a obedecer, los obispos, después de haberles avisado, no vacilen en privarles del título de libreros católicos, y mucho más del de episcopales, si lo tienen, y delatarlos a la Sede Apostólica si están condecorados con el título pontificio.

Finalmente, recordamos a todos lo que se contiene en la mencionada constitución apostólica Officiorum, artículo 26: «Todos los que han obtenido facultad apostólica de leer y retener libros prohibidos, no pueden, por eso sólo, leer y retener cualesquier libros o periódicos prohibidos por los ordinarios del lugar, salvo en el caso de que en el indulto apostólico se les hubiere dado expresamente la facultad de leer y retener libros condenados por quienquiera que sea».

51. IV. Pero tampoco basta impedir la venta y lectura de los malos libros, sino que es menester evitar su publicación; por lo cual, los obispos deben conceder con suma severidad la licencia para imprimirlos.

Mas porque, conforme a la constitución Officiorum, son muy numerosas las publicaciones que solicitan el permiso del ordinario, y el obispo no puede por sí mismo enterarse de todas, en algunas diócesis se nombran, para hacer este reconocimiento, censores ex officio en suficiente número. Esta institución de censores nos merece los mayores elogios, y no sólo exhortamos, sino que absolutamente prescribimos que se extienda a todas las diócesis. En todas las curias episcopales haya, pues, censores de oficio que reconozcan las cosas que se han de publicar: elíjanse de ambos cleros, sean recomendables por su edad, erudición y prudencia, y tales que sigan una vía media y segura en el aprobar y reprobar doctrinas. Encomiéndese a éstos el reconocimiento de los escritos que, según los artículos 41 y 42 de la mencionada constitución, necesiten licencia para publicarse. El censor dará su sentencia por escrito; y, si fuere favorable, el obispo otorgará la licencia de publicarse, con la palabra Imprimatur, a la cual se deberá anteponer la fórmula Nihil obstat, añadiendo el nombre del censor.

En la curia romana institúyanse censores de oficio, no de otra suerte que en todas las demás, los cuales designará el Maestro del Sacro Palacio Apostólico, oído antes el Cardenal-Vicario del Pontífice in Urbe, y con la anuencia y aprobación del mismo Sumo Pontífice. El propio Maestro tendrá a su cargo señalar los censores que deban reconocer cada escrito, y darán la facultad, así él como el Cardenal-Vicario del Pontífice, o el Prelado que hiciere sus veces, presupuesta la fórmula de aprobación del censor, como arriba decimos, y añadido el nombre del mismo censor.

Sólo en circunstancias extraordinarias y muy raras, al prudente arbitrio del obispo, se podrá omitir la mención del censor. Los autores no lo conocerán nunca, hasta que hubiere declarado la sentencia favorable, a fin de que no se cause a los censores alguna molestia, ya mientras reconocen los escritos, ya en el caso de que no aprobaran su publicación.

Nunca se elijan censores de las órdenes religiosas sin oír antes en secreto la opinión del superior de la provincia o, cuando se tratare de Roma, del superior general; el cual dará testimonio, bajo la responsabilidad de su cargo, acerca de las costumbres, ciencia e integridad de doctrina del elegido.

Recordamos a los superiores religiosos la gravísima obligación que les incumbe de no permitir nunca que se publique escrito alguno por sus súbditos sin que medie la licencia suya y la del ordinario.

Finalmente, mandamos y declaramos que el título de censor, de que alguno estuviera adornado, nada vale ni jamás puede servir para dar fuerza a sus propias opiniones privadas.

52. Dichas estas cosas en general, mandamos especialmente que se guarde con diligencia lo que en el art. 42 de la constitución Officiorum se decreta con estas palabras: «Se prohíbe a los individuos del clero secular tomar la dirección de diarios u hojas periódicas sin previa licencia de su ordinario». Y si algunos usaren malamente de esta licencia, después de avisados sean privados de ella.

Por lo que toca a los sacerdotes que se llaman corresponsales o colaboradores, como acaece con frecuencia que publiquen en los periódicos o revistas escritos inficionados con la mancha del modernismo, vigílenles bien los obispos; y si faltaren, avísenles y hasta prohíbanles seguir escribiendo. Amonestamos muy seriamente a los superiores religiosos para que hagan lo mismo; y si obraren con alguna negligencia, provean los ordinarios como delegados del Sumo Pontífice.

Los periódicos y revistas escritos por católicos tengan, en cuanto fuere posible, censor señalado; el cual deberá leer oportunamente todas las hojas o fascículos, luego de publicados; y si hallare algo peligrosamente expresado, imponga una rápida retractación. Y los obispos tendrán esta misma facultad, aun contra el juicio favorable del censor.

53. V. Más arriba hemos hecho mención de los congresos y públicas asambleas, por ser reuniones donde los modernistas procuran defender públicamente y propagar sus opiniones.

Los obispos no permitirán en lo sucesivo que se celebren asambleas de sacerdotes sino rarísima vez; y si las permitieren, sea bajo condición de que no se trate en ellas de cosas tocantes a los obispos o a la Sede Apostólica; que nada se proponga o reclame que induzca usurpación de la sagrada potestad, y que no se hable en ninguna manera de cosa alguna que tenga sabor de modernismo, presbiterianismo o laicismo.

A estos congresos, cada uno de los cuales deberá autorizarse por escrito y en tiempo oportuno, no podrán concurrir sacerdotes de otras diócesis sin Letras comendaticias del propio obispo.

Y todos los sacerdotes tengan muy fijo en el ánimo lo que recomendó León XIII con estas gravísimas palabras(30): «Consideren los sacerdotes como cosa intangible la autoridad de sus prelados, teniendo por cierto que el ministerio sacerdotal, si no se ejercitare conforme al magisterio de los obispos, no será ni santo, ni muy útil, ni honroso».

54. VI. Pero ¿de qué aprovechará, venerables hermanos, que Nos expidamos mandatos y preceptos si no se observaren puntual y firmemente? Lo cual, para que felizmente suceda, conforme a nuestros deseos, nos ha parecido conveniente extender a todas las diócesis lo que hace muchos años decretaron prudentísimamente para las suyas los obispos de Umbría(31): «Para expulsar — decían — los errores ya esparcidos y para impedir que se divulguen más o que salgan todavía maestros de impiedad que perpetúen los perniciosos efectos que de aquella divulgación procedieron, el Santo Sínodo, siguiendo las huellas de San Carlos Borromeo, decreta que en cada diócesis se instituya un Consejo de varones probados de uno y otro clero, al cual pertenezca vigilar qué nuevos errores y con qué artificios se introduzcan o diseminen, y avisar de ello al obispo, para que, tomado consejo, ponga remedio con que este daño pueda sofocarse en su mismo principio, para que no se esparza más y más, con detrimento de las almas, o, lo que es peor, crezca de día en día y se confirme».

Mandamos, pues, que este Consejo, que queremos se llame de Vigilancia, sea establecido cuanto antes en cada diócesis, y los varones que a él se llamen podrán elegirse del mismo o parecido modo al que fijamos arriba respecto de los censores. En meses alternos y en día prefijado se reunirán con el obispo y quedarán obligados a guardar secreto acerca de lo que allí se tratare o dispusiere.

Por razón de su oficio tendrán las siguientes incumbencias: investigarán con vigilancia los indicios y huellas de modernismo, así en los libros como en las cátedras; prescribirán prudentemente, pero con prontitud y eficacia, lo que conduzca a la incolumidad del clero y de la juventud.

Eviten la novedad de los vocablos, recordando los avisos de León XIII(32): «No puede aprobarse en los escritos de los católicos aquel modo de hablar que, siguiendo las malas novedades, parece ridiculizar la piedad de los fieles y anda proclamando un nuevo orden de vida cristiana, nuevos preceptos de la Iglesia, nuevas aspiraciones del espíritu moderno, nueva vocación social del clero, nueva civilización cristiana y otras muchas cosas por este estilo». Tales modos de hablar no se toleren ni en los libros ni en las lecciones.

No descuiden aquellos libros en que se trata de algunas piadosas tradiciones locales o sagradas reliquias; ni permitan que tales cuestiones se traten en los periódicos o revistas destinados al fomento de la piedad, ni con palabras que huelan a desprecio o escarnio, ni con sentencia definitiva; principalmente, si, como suele acaecer, las cosas que se afirman no salen de los límites de la probabilidad o estriban en opiniones preconcebidas.

55. Acerca de las sagradas reliquias, obsérvese lo siguiente: Si los obispos, a quienes únicamente compete esta facultad, supieren de cierto que alguna reliquia es supuesta, retírenla del culto de los fieles. Si las «auténticas» de alguna reliquia hubiesen perecido, ya por las revoluciones civiles, ya por cualquier otro caso fortuito, no se proponga a la pública veneración sino después de haber sido convenientemente reconocida por el obispo. El argumento de la prescripción o de la presunción fundada sólo valdrá cuando el culto tenga la recomendación de la antigüedad, conforme a lo decretado en 1896 por la Sagrada Congregación de Indulgencias y Sagradas Reliquias, al siguiente tenor: «Las reliquias antiguas deben conservarse en la veneración que han tenido hasta ahora, a no ser que, en algún caso particular, haya argumento cierto de ser falsas o supuestas».

Cuando se tratare de formar juicio acerca de las piadosas tradiciones, conviene recordar que la Iglesia usa en esta materia de prudencia tan grande que no permite que tales tradiciones se refieran por escrito sino con gran cautela y hecha la declaración previa ordenada por Urbano VIII, y aunque esto se haga como se debe, la Iglesia no asegura, con todo, la verdad del hecho; se limita a no prohibir creer al presente, salvo que falten humanos argumentos de credibilidad. Enteramente lo mismo decretaba hace treinta años la Sagrada Congregación de Ritos(33): «Tales apariciones o revelaciones no han sido aprobadas ni reprobadas por la Sede Apostólica, la cual permite sólo que se crean píamente, con mera fe humana, según la tradición que dicen existir, confirmada con idóneos documentos, testimonios y monumentos». Quien siguiere esta regla estará libre de todo temor, pues la devoción de cualquier aparición, en cuanto mira al hecho mismo y se llama relativa, contiene siempre implícita la condición de la verdad del hecho; mas, en cuanto es absoluta, se funda siempre en la verdad, por cuanto se dirige a la misma persona de los Santos a quienes honramos. Lo propio debe afirmarse de las reliquias.

Encomendamos, finalmente, al mencionado Consejo de Vigilancia que ponga los ojos asidua y diligentemente, así en las instituciones sociales como en cualesquier escritos de materias sociales, para que no se esconda en ellos algo de modernismo, sino que concuerden con los preceptos de los Pontífices Romanos.

56. VII. Para que estos mandatos no caigan en olvido, queremos y mandamos que los obispos de cada diócesis, pasado un año después de la publicación de las presentes Letras, y en adelante cada tres años, den cuenta a la Sede Apostólica, con Relación diligente y jurada, de las cosas que en esta nuestra epístola se ordenan; asimismo, de las doctrinas que dominan en el clero y, principalmente, en los seminarios y en los demás institutos católicos, sin exceptuar a los exentos de la autoridad de los ordinarios. Lo mismo mandamos a los superiores generales de las órdenes religiosas por lo que a sus súbditos se refiere.

CONCLUSIÓN

Estas cosas, venerables hermanos, hemos creído deberos escribir para procurar la salud de todo creyente. Los adversarios de la Iglesia abusarán ciertamente de ellas para refrescar la antigua calumnia que nos designa como enemigos de la sabiduría y del progreso de la humanidad. Mas para oponer algo nuevo a estas acusaciones, que refuta con perpetuos argumentos la historia de la religión cristiana, tenemos designio de promover con todas nuestras fuerzas una Institución particular, en la cual, con ayuda de todos los católicos insignes por la fama de su sabiduría, se fomenten todas las ciencias y todo género de erudición, teniendo por guía y maestra la verdad católica. Plegue a Dios que podamos realizar felizmente este propósito con el auxilio de todos los que aman sinceramente a la Iglesia de Cristo. Pero de esto os hablaremos en otra ocasión.

Entre tanto, venerables hermanos, para vosotros, en cuyo celo y diligencia tenemos puesta la mayor confianza, con toda nuestra alma pedimos la abundancia de luz muy soberana que, en medio de los peligros tan grandes para las almas a causa de los errores que de doquier nos invaden, os ilumine en cuanto os incumbe hacer y para que os entreguéis con enérgica fortaleza a cumplir lo que entendiereis. Asístaos con su virtud Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe; y con su auxilio e intercesión asístaos la Virgen Inmaculada, destructora de todas las herejías, mientras Nos, en prenda de nuestra caridad y del divino consuelo en la adversidad, de todo corazón os damos, a vosotros y a vuestro clero y fieles, nuestra bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de septiembre de 1907, año quinto de nuestro pontificado.


Notas

1. Hch 20,30.

2. Tit 1,10.

3. 2 Tim 3,13.

4. De revelat. can.l.

5. Ibíd., can.2.

6. De fide can.2.

7. De revelat. can.3.

8. Gregorio XVI, enc. Singulari Nos, 25 junio 1834.

9. Brev. ad ep. Wratislav., 13 jun. 1857.

10. Ep. ad Magistros Theolog. París, non. iul. 1223.

11. Prop. 29 damn. a Leone X, Bulla Exsurge Domine, 16 maii 1520: «Hásenos abierto el camino de enervar la autoridad de los concilios, contradecir libremente sus hechos, juzgar sus decretos y confesar confiadamente lo que parezca verdadero, ya lo apruebe, ya lo repruebe cualquier concilio».

12. Sess. 7. De sacramentis in genere can. 5.

13. Prop. 2: «La proposición que dice que la potestad ha sido dada por Dios a la Iglesia para comunicarla a los Pastores, que son sus ministros, en orden a la salvación de las almas; entendida de modo que de la comunidad de los fieles se deriva en los Pastores el poder del ministerio y régimen eclesiástico, es herética». Prop. 3: «Además, la que afirma que el Pontífice Romano es cabeza ministerial, explicada de suerte que el Romano Pontífice, no de Cristo en la persona de San Pedro, sino de la Iglesia reciba la potestad de ministerio que, como sucesor de Pedro, verdadero Vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia, posee en la universal Iglesia, es herética».

14. Enc. Qui pluribus, 8 nov. 1846

15. Syll. pr.5.

16. Const. Dei Filius c.4.

17. L. c.

18. Rom 1,21.22.

19. Conc. Vat. I, De revelat. c.2.

20. Ep. 28,3.

21. Enc. Singulari Nos.

22. Syll. pr.13.

23. Motu pr. Ut mysticam, 11 mart. 1891.

24. León XIII, Enc. Aeterni Patris.

25. León XIII, Litt. ap. In magna, 10 dic. 1889.

26. Alloc. 7 mar 1880.

27. L. c.

28. Cf. ASS 29 (1896) 359.

29. Ibíd., 30 (1897) 39.

30. Enc. Nobilissima Gallorum, 10 febr. 1884.

31. Act. Consess. Ep. Umbriae, nov. 1849, tit.2 a.6.

32. Instr. S. C. NN. EE. EE., 27 en. 1902.

33. Decr. 2 mayo 1877.



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