DISCURSO DEL SANTO PADRE PÍO XII
A LOS MIEMBROS DEL SACRO COLEGIO Y DE LA PRELATURA ROMANA CON MOTIVO DE LAS FELICITACIONES DE NAVIDAD
24 diciembre de 1939
Postulados fundamentales de una paz justa
1. En este día la santa y suave alegría, venerables hermanos y queridos hijos, en el cual el ansia de nuestro espíritu, anhelante con la espera del acontecimiento divino, va a saciarse en la dulcísima contemplación del misterio del nacimiento del Redentor, nos sirve como preludio de tan gran gozo, la íntima alegría de ver reunidos en torno a Nos a los miembros del Sacro Colegio y de la Prelatura Romana y de escuchar de los elocuentes labios del eminentísimo cardenal decano, querido y venerado por todos, los sentimientos tan exquisitamente afectuosos y las felicitaciones que —acompañados y levantados hasta lo alto por el vuelo de las fervorosas oraciones dirigidas al celestial Niño— nos son ofrecidos por tantos corazones fieles y devotos en esta alegre solemnidad del santo nacimiento, la primera del ciclo del año litúrgico y primera fiesta navideña de nuestro pontificado.
2. Nuestro espíritu se eleva con vosotros desde este mundo hacia una esfera espiritual iluminada por la gran luz de la fe; con vosotros se exalta, con vosotros goza, con vosotros profundiza en el sacro recuerdo del misterio y sacramento de los siglos, escondido y manifiesto en la gruta de Belén, cuna de la redención de todas las gentes, revelación de la paz entre el cielo y la tierra, de la gloria de Dios en lo más alto de los cielos y de paz en la tierra a los hombres de buena voluntad; comienzo de la nueva carrera de los siglos, que adorarán este divino misterio, gran don de Dios y gozo de toda la tierra. Alegrémonos, os decimos a todos vosotros con las palabras del gran predecesor nuestro el santo pontífice León Magno: «Exultemos en el Señor, dilectísimos, y alegrémonos con espiritual regocijo, porque amaneció para nosotros el día de la redención nueva, de la reparación antigua, de la felicidad eterna. Pues cada año se nos ofrece de nuevo el sacramento de nuestra salvación, prometido desde el principio, realizado al fin para permanecer sin fin, en el cual es justo que, con los corazones levantados, adoremos el divino misterio, para que lo que se realiza por don grande de Dios, se celebre por la Iglesia con grandes alabanzas» (San León Magno, In Nativ. Domini II, sermo 22, c. I: PL 54, 193-194).
3. En la celebración de este divino misterio, la alegría de nuestros corazones se levanta hacia lo alto, se espiritualiza, se ensalza en lo sobrenatural y tiende a lo sobrenatural, volando hacia Dios con la excelsa expresión de la oración de la Iglesia: «ut inter mundanas varietates ibi nostra fixa sint corda, ubi vera sunt gaudia: para que, en medio de los cambios temporales, queden fijados nuestros corazones allí donde están los verdaderas gozos» (Misal romano, oración del domingo cuarto después de Pascua). En medio del choque y del tumulto de las variadas vicisitudes del mundo, el verdadero gozo se refugia en la imperturbabilidad del espíritu, en la cual, como en torre indestructible por las tormentas, se fija con confianza en Dios y se une con Cristo, principio y causa de toda alegría y de toda gracia. ¿No es acaso éste el sacramento del Rey de nuestras almas, del Dios Niño del pesebre de Belén? Cuando este secreto real penetra y anida en las almas, entonces la fe, la esperanza y el amor se levantan en el éxtasis del Apóstol de las Gentes, que grita al mundo: «Vivo yo, ya no yo; vive en mí Cristo» (Gál 2,20). Al transformarse el hombre en Cristo, Cristo en persona viste de sí mismo al hombre, humillándose hasta él para elevarlo hasta sí en aquel gozo de su nacimiento que es perenne fiesta navideña, a la cual la liturgia de la Iglesia no cesa en todo tiempo de llamarnos, invitarnos y exhortarnos, para que en nosotros se cumpla su promesa de que nuestro corazón se gozará, y nadie nos arrebatará nuestra alegría (cf. Jn 16,22 )
4. La luz celestial de esta alegría y de este consuelo sostiene la confianza de aquellos en quienes vive y brilla; ni, puede quedar obscurecida o perturbada por algún afán o fatiga, por alguna ansiedad o sufrimiento que brote o germine de este mundo, semejante a aquella
«...alondra que en el aire se pasea, primero cantando, y luego calla, contenta de la última dulzura que la sacia» (Dante Alighieri, Paraíso, 20, 73.).
Mientras otros se asustan, mientras las amargas aguas de la aflicción y de la desesperación sumergen a los pusilánimes, las almas en que vive Cristo lo pueden todo, y se elevan sobre los desórdenes y las tormentas del mundo, con siempre igual coraje y ardor, al cántico de las disposiciones, de las justificaciones y de las magnificencias de Dios. Bajo las tempestades se sienten superiores a las borrascas, a la tierra que pisan y a los mares que surcan, más que por su espíritu inmortal, por la elevación de sus corazones hacia Dios, Sursum corda, por su oración y unión con Dios, Habemus ad Dominum.
5. Y hacia Dios, misericordioso y omnipotente, venerables hermanos y queridos hijos, Nos elevamos nuestra mirada y nuestra súplica, como la mejor y más eficaz expresión de nuestra gratitud por vuestros fervorosos votos navideños, que son al propio tiempo oración dirigida al Padre celestial, «de quien viene toda buena gracia y todo don perfecto» (St 1,17). Haga El que, en esta unión de oraciones, cada uno de vosotros obtenga junto al pesebre de su unigénito Hijo, hecho carne y que habita entre nosotros, «aquella medida buena apretada, colmada, rebosante» (Lc 6, 38), de gozo navideño que sólo El puede dar; de forma que, corroborados y aliviados por tanto gozo, podáis generosamente y varonilmente, como soldados de Cristo, proseguir vuestro camino a través del desierto de la vida terrena hasta aquel ocaso en que, ante vuestra anhelante mirada, resplandezca en la aurora de la eternidad el monte del Señor, y que en cada uno de vosotros, renacido a nueva vida de gozo indefectible, se cumpla la oración navideña de la Iglesia, «de con-templar con confianza como juez a aquel Unigénito que con alegría acogemos ahora como Redentor» (Misal romano, oración de la vigilia de Navidad).
6. Pero en esta hora en que la vigilia de la santa Navidad nos proporciona la dulce alegría de vuestra presencia, al gozo se mezcla y revive en Nos, y sin duda no menos en vosotros, el triste recuerdo de nuestro glorioso predecesor de santa memoria (tan piadosamente evocado por nuestro venerable hermano el cardenal decano) y de las palabras —ha pasado solamente un año—, palabras inolvidables, solemnes y graves, que brotaban de lo profundo de su corazón paterno, que vosotros escuchasteis con Nos llenos de angustia, como el Nunc dimittis del santo anciano Simeón; palabras pronunciadas en esta sala, en igual vigilia, cargadas con el peso del presentimiento, por no decir de la profética visión, de la inminente desventura; palabras de exhortación y de aviso, de heroico sacrificio de sí mismo, cuyos ahogados acentos todavía hoy enternecen nuestras almas.
La tragedia de la guerra
7. La indecible desgracia de la guerra, que Pío XI preveía con profundo y sumo dolor, y que con la indomable energía de su noble y altísimo espíritu quería, por todos los medios, alejar de las contiendas de las naciones, se ha desencadenado y ahora es ya una trágica realidad. Ante su estruendo, una inmensa amargura inunda nuestro ánimo, triste y preocupado porque el santo nacimiento del Señor, del Príncipe de la Paz, habrá de celebrarse hoy entre el funesto, fúnebre tronar de los cañones, bajo el terror de bélicos aparatos volantes, en medio de las amenazas y de las asechanzas de los navíos armados. Y como parece que el mundo ha olvidadlo el pacificador mensaje de Cristo, la voz de la razón, la fraternidad cristiana, hemos tenido, desgraciadamente, que asistir a una serie de actos inconciliables tanto con las prescripciones del derecho internacional positivo como con los principios fundamentales del derecho natural y con los mismos sentimientos más elementales de la humanidad, actos que demuestran en qué caótico círculo vicioso se desenvuelve el sentido jurídico, desviado por puras consideraciones utilitarias. En esta categoría entran: la premeditada agresión contra un pueblo pequeño, laborioso y pacífico, con el pretexto de una amenaza ni existente ni querida y ni siquiera posible; las atrocidades (quienquiera que las haya cometido) y el uso ilícito de medios de destrucción incluso contra los no combatientes y los fugitivos, contra los ancianos, las mujeres y los niños; el desprecio de la dignidad, de la libertad y de la vida humana, del cual derivan actos que claman venganza en la presencia de Dios: «La voz de la sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra» (Gen 4, 10. ; la siempre más extendida y metódica propaganda anticristiana e incluso atea, principalmente entre la juventud.
8. A preservar la Iglesia y su misión entre los hombres de todo contacto con tal espíritu anticristiano nos mueve nuestro deber, que es también intima y sagrada voluntad, de Padre y Maestro de la Verdad; y por esto dirigimos cálida e insistente exhortación sobre todo, a los ministros del santuario y a los «distribuidores de los misterios de Dios» (1Cor 4, 1. ), para que sean siempre vigilantes y ejemplares en la enseñanza y en la práctica del amor y no olviden jamás que en el reino de Cristo no hay precepto más inviolable ni más fundamental y sagrado que el servicio de la verdad y el vínculo de la caridad.
9. Con viva y angustiosa ansia nos vemos obligados a contemplar manifiestas ante nuestros ojos las ruinas espirituales que se van acumulando sin cesar a causa de un intenso diluvio de ideas que, más o menos intencionadamente o veladamente, entenebrece y deforma la verdad en las almas de tantos individuos y pueblos, envueltos o no en la guerra; por ello pensamos qué inmenso trabajo será necesario —cuando el mundo, cansado de guerrear, quiera restablecer la paz— para abatir los muros ciclópeos de la aversión y del odio, que en el ardor de la lucha se han hecho tan grandes.
10. Conscientes de los excesos a que abren camino y llevan inexorablemente las doctrinas y los hechos de una política despreocupada de la ley de Dios, Nos, como sabéis bien, cuando las diferencias se tornaron amenazadoras, con todo el ardor de nuestro ánimo procuramos hasta el final evitar el máximo mal y persuadir a los hombres en cuyas manos estaba la fuerza y sobre cuyas espaldas gravitaba una pesada responsabilidad a que se alejasen de un conflicto armado y ahorrasen al mundo imprevisibles desgracias. Nuestros esfuerzos y los que, convergentes, venían de otras partes, no lograron el efecto esperado, sobre todo porque apareció inmovible la profunda desconfianza, que, agigantándose en los ánimos durante los últimos años, llegó a elevar entre los pueblos infranqueables barreras espirituales.
11. No eran insolubles los problemas que se agitaban entre las naciones; pero aquella desconfianza, originada por una serie de circunstancias particulares, impedía, como con fuerza irresistible, que se prestase ya fe a la eficacia de eventuales promesas y a la duración y vitalidad de posibles acuerdos. El recuerdo de la vida efímera y discutida de semejantes intentos o acuerdos terminó paralizando todo esfuerzo para promover una solución pacifica.
12. No nos quedó, venerables hermanos y amados hijos, sino repetir con el profeta: «Esperábamos paz, todo son infortunios; y a la hora del alivio sólo se presenta la angustia» (Jer 14, 19) y dedicarnos entretanto a aliviar, en cuanto nos era posible, las desventuras derivadas de la guerra, si bien tal acción ha sido no poco impedida por la imposibilidad, hasta ahora no superada, de llevar el socorro de la caridad cristiana a regiones donde más viva y urgente se siente su necesidad. Con indecible angustia, desde hace cuatro meses venimos observando que esta guerra. iniciada y continuada en circunstancias tan insólitas, acumula trágicas ruinas. Y si hasta ahora —exceptuando el suelo ensangrentado de Polonia y de Finlandia— el número de las víctimas puede considerarse inferior al que se temía, la suma de los dolores y de los sacrificios ha llegado a tal punto, que provoca viva ansiedad en quien se preocupa del futuro estado económico, social y espiritual de Europa, y no solamente de Europa. Cuanto más el monstruo de la guerra se apropia, absorbe y se adjudica los medios materiales que inexorablemente quedan puestos al servicio de las necesidades guerreras, crecientes de hora en hora, tanto más agudo se hace para las naciones, directa o indirectamente sacudidas por el conflicto, el peligro de una, podríamos decir, anemia perniciosa y se consolida la acongojante pregunta: ¿Cómo podrá, cuando la guerra acabe, una economía exhausta o extenuada encontrar los medios necesarios para la reconstrucción económica y social, entre las dificultades que de todas partes se verán aumentadas extraordinariamente, y de las cuales las fuerzas y las artes del desorden, que se mantienen ocultas, procurarán aprovecharse, con la esperanza de poder asestar el golpe decisivo a la Europa cristiana?
13. Semejantes consideraciones acerca del presente y acerca del porvenir deben tener preocupados, aun en medio de la fiebre de la lucha, a los gobernantes y a la parte sana de todos los pueblos, y moverlos y excitarlos a examinar sus efectos y a reflexionar sobre los objetivos y sobre la finalidad justificable de la guerra.
Puntos fundamentales de una paz justa y honrosa
14. Y Pensamos que quienes con ojo vigilante miren estas graves perspectivas y consideren con mente tranquila los síntomas que en muchas partes del mundo señalan esta evolución de los acontecimientos, se mantendrán, a pesar de la guerra y de sus duras necesidades, dispuestos interiormente a definir, en el momento oportuno y propicio, claramente, en cuanto les corresponda, los puntos fundamentales de una paz justa y honrosa, y no rehusarán caprichosamente las gestiones en cualquier ocasión que se presenten con las necesarias garantías y cautelas.
1º Un postulado fundamental de una paz justa y honrosa es asegurar el derecho a la vida y a la independencia de todas las naciones, grandes y pequeñas, poderosas y débiles. La voluntad de vivir de una nación no debe equivaler nunca a la sentencia de muerte para otra. Cuando esta igualdad de derechos es destruida, o herida o puesta en peligro, el orden jurídico exige una reparación, cuya medida y extensión no ha de ser determinada por la espada o el arbitrio egoísta, sino por las normas de la justicia y de la recíproca equidad.
2º A fin de que el orden de este modo establecido pueda tener tranquilidad y duración, ejes de una verdadera paz, las naciones deben quedar liberadas de la pasada esclavitud de la carrera de armamentos y del peligro de que la fuerza material, en vez de servir para tutelar el derecho, se convierta en tiránica violadora de éste. Los tratados de paz que no atribuyesen fundamental importancia a un desarme mutuamente consentido, orgánico, progresivo, tanto en el orden práctico como en el espiritual, y no cuidasen de realizarlo lealmente, revelarían, tarde o temprano, su inconsistencia y falta de vitalidad.
3º En toda reordenación de la convivencia internacional, sería conforme a las máximas de la humana sabiduría que todas las partes interesadas dedujeran las consecuencias de las lagunas o de las deficiencias del pasado; y al crear o reconstruir las instituciones internacionales, que tienen una misión tan alta, pero al mismo tiempo tan difícil y llena de gravísima responsabilidad, se deberían tener presentes las experiencias que resultaron de la ineficacia o del defectuoso funcionamiento de anteriores iniciativas semejantes. Y, como a la debilidad humana es tan dificultoso, casi podríamos decir tan imposible, preverlo todo y asegurarlo todo en el momento de los tratados de paz. cuando es tan difícil verse libre de las pasiones y de la amargura, la constitución de instituciones jurídicas que sirvan para garantizar el leal y fiel cumplimiento de tales tratados, y, en caso de reconocida necesidad, para revisarlas y corregirlas, es de importancia decisiva para una honrosa aceptación de un tratado de paz y para evitar arbitrarias y unilaterales lesiones e interpretaciones de las condiciones de los referidos tratados.
4º En particular, un punto que debería reclamar la atención, si se quiere una mejor ordenación de Europa, se refiere a las verdaderas necesidades y las justas exigencias de las naciones y de los pueblos, como también de las minorías étnicas; exigencias que, si no bastan siempre para fundamentar un estricto derecho, cuando están en vigor tratados reconocidos y sancionados u otros títulos jurídicos que se opongan a ellas, merecen, sin embargo, un benévolo examen para solucionarlas por métodos pacíficos y también, cuando sea necesario, por medio de una equitativa, prudente y concorde revisión de los tratados. Reconstituido así un verdadero equilibrio entre las naciones, restablecidas las bases de una mutua confianza, se evitarían muchas tentaciones para recurrir a la violencia.
5º Pero incluso las regulaciones mejores y más cumplidas serán imperfectas y condenadas en definitiva al fracaso si los que dirigen la suerte de los pueblos, y los pueblos mismos, no se dejan penetrar cada vez más de aquel espíritu del que únicamente puede provenir la vida, autoridad y obligatoriedad a la letra muerta de los párrafos de los ordenamientos internacionales; es decir, de aquel sentido de íntima y aguda responsabilidad que mira y pondera los estatutos humanos según las santas e indestructibles normas del derecho divino; de aquella hambre y sed de justicia que es proclamada como bienaventuranza en el sermón de la Montaña, y que tiene como condición natural previa la justicia moral ; de aquel amor universal que es el compendio y el término más avanzado del ideal cristiano, y por esto tiende un puente incluso a quienes no tienen la dicha de participar en nuestra misma fe.
Los obstáculos de la paz
15. No desconocemos cuán graves son las dificultades que se interponen para conseguir estos fines, que Nos hemos trazado a grandes líneas, para fundar, llevar a cabo y conservar una justa paz internacional. Pero, si alguna vez ha habido un ideal digno de la cooperación de todos los espíritus nobles y generosos, si alguna vez ha habido ansia de una cruzada espiritual que con nueva verdad hiciese resonar el grito «Dios lo quiere», es verdaderamente este altísimo ideal y esta cruzada y lucha de corazones puros y magnánimos, emprendida para reconducir los pueblos de las turbias cisternas de los intereses materiales y egoístas a la fuente viva del derecho divino, el cual es el único que puede dar aquella moralidad, nobleza y estabilidad cuya falta y necesidad se han echado tan de menos y durante tan largo tiempo, con grave daño de las naciones y de la humanidad.
16. Nos creemos y esperamos que todos cuantos nos están unidos por los vínculos de la fe, cada uno en su puesto y dentro de los límites de su misión, tengan abierta su mente y su corazón a estos ideales, que son al mismo tiempo los fines reales de una verdadera paz en la justicia y en el amor, para que así, cuando el huracán de la guerra esté a punto de cesar y desaparecer, surjan en todos los pueblos y en todas las naciones espíritus previsores y puros, animados de un valor que sepa y sea capaz de oponer al tenebroso instinto de la baja venganza la severa y noble majestad de la justicia, hermana del amor y compañera de toda verdadera prudencia.
17. De esta justicia que es la única capaz de crear la paz y de asegurarla, Nos, y con Nos todos cuantos escuchan nuestra voz, no ignoramos dónde nos es dado encontrar el sublime ejemplar, el íntimo impulso y la segura promesa. «Transeamus usque Bethlehem et videamus» ( Lc 2,15). Vayamos a Belén. Allí encontraremos recostado en el pesebre al nacido «Sol de la justicia, Cristo, Dios nuestro», y a su lado la Virgen Madre, «Espejo de la justicia» y «Reina de la paz», con el santo custodio José, «el hombre justo». Jesús es el esperado de las gentes. Los profetas lo señalaron y cantaron sus futuros triunfos: «y se llamará maravilloso consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz (Is 9,6).
18. Cuando nació este celestial Niño, otro príncipe de la paz se asentaba sobre las orillas del Tíber y había con solemnes ceremonias dedicado un Ara Pacis Augustae, cuyos maravillosos pero quebrados restos, sepultados durante siglos bajo las ruinas Roma, han levantado la cabeza en nuestros días. Sobre aquel altar Augusto sacrificó en honor de dioses que no salvan. Pero es lícito pensar que el verdadero Dios y eterno Príncipe de la Paz, que pocos años después apareció entre los hombres, haya escuchado el anhelo de aquel tiempo por la paz y que la paz de Augusto haya sido como una figura de aquella paz sobrenatural que sólo El puede dar, y en la que se halla necesariamente comprendida toda paz terrena; aquella paz conquistada no con el hierro, sino con el leño de la cuna de este Infante Señor de la paz y con el leño de su futura cruz, de muerte, rociada con su sangre, sangre no de odio y de rencor, sino de amor y de perdón.
19. Vayamos, pues, a Belén y a la gruta del recién nacido Rey de la paz, cantada sobre su cuna por los coros de los ángeles, y de rodillas ante El, en nombre de esta humanidad inquieta y sacudida, en nombre de los innumerables hombres, sin distinción de pueblo o de nación, que se desangran y mueren, o han caído en el llanto y en la miseria, o han perdido la patria, dirijamos nuestra invocación de paz y concordia, de ayuda y de salvación, con las palabras que la Iglesia pone en estos días sobre los labios de sus hijos: «O Emmanuel, Rex et legifer noster, exspectatio Gentium et salvator earum, veni al salvandum nos, Domine, Deus noster» (Brev. rom.).
20. Mientras con esta plegaria desahogamos nuestra aspiración insaciada por una paz en el espíritu de Cristo, Mediador de paz entre el cielo y la tierra, con su benignidad y humanidad aparecida en medio de nosotros, y exhortamos cálidamente a los fieles cristianos a asociar con nuestras intenciones también sus sacrificios y sus oraciones, impartimos, venerables hermanos y queridos hijos, a vosotros y a todos los que lleváis en vuestro corazón, a todos los hombres de buena voluntad que se hallan diseminados sobre la faz de la tierra, especialmente a los que sufren, a los angustiados perseguidos, a los prisioneros, a los oprimidos de toda región y país, con inmutado afecto, como prenda de gracias de y de consolaciones y alivios celestiales, la bendición apostólica.
21. Al final de este nuestro discurso, no queremos privarnos de la alegría de anunciaros, venerables hermanos y queridos hijos, que nos ha llegado esta misma mañana de la delegación apostólica de Washington un telegrama, cuya parte preliminar y esencial queremos leeros:
«El señor presidente, habiendo llamado esta mañana a monseñor Spellman, arzobispo de Nueva York, después de un coloquio con éste, lo ha enviado a mí junto con el señor Berle, secretario de Estado, entregándome una carta para Su Santidad, que transcribo aquí, según el deseo del mismo señor presidente, literalmente. En ella el señor presidente decide nombrar un representante del presidente con rango de embajador extraordinario, pero sin título formal, junto a la Santa Sede. Este representante sería el honorable Myron Taylor, quien partirá para Roma dentro de un mes, aproximadamente. La noticia se publicará mañana oficialmente».
Sigue el texto de la carta en lengua inglesa, que será publicado en L’Osservatore Romano.
22. Es un anuncio navideño que no podía llegarnos más grato, ya que representa, por parte del eminente jefe de una tan grande y poderosa nación, una valiosa y prometedora contribución a nuestras solicitudes, tanto para la consecución de una paz justa y honrosa como para una inteligencia más eficaz y más amplia dirigida a aliviar los sufrimientos de las víctimas de la guerra. Por esto tenemos que expresar aquí, por este acto noble y generoso del presidente señor Roosevelt, nuestras felicitaciones y nuestro agradecimiento.
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