RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XI
AL I CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL DE EL SALVADOR*
Jueves 26 de noviembre de 1942
Venerables hermanos y amados hijos, que, a través de dos mares y de dos continentes, oís Nuestra voz reunidos en el primer Congreso Eucarístico Nacional de la República del Salvador.
Quiso la Divina Providencia, para distinguir unos de otros los hombres y los pueblos, disponer que cada uno recibiera un nombre, «palabra breve — si hemos de definirlo con los exactos términos usados por uno de los príncipes de vuestra hermosa lengua—, que se sustituye por aquello de quien se dice y se toma por ello mismo»[1]; y entre todos los que hubieran podido darse a vuestra tierra, fue escogido el más hermoso que se hubiera podido pensar. Porque no fue tomado de la historia reciente, ni de la antigüedad, ni de cualquiera de aquellos dones naturales con que Dios la había enriquecido: suelo generoso, cielo claro, belleza insuperable en la altivez de sus montañas, en la serenidad de sus transparentes lagos, en la grandeza de sus cascadas, de sus volcanes, de su mar inmenso; sino que permitió que se llamase con un nombre que es propio de su Hijo Divino: República de S. Salvador, República del Salvador. Porque no fue solamente, —queremos pensarlo así— la acendrada piedad de Pedro Alvarado la que en los albores de la conquista americana tan altamente os bautizó, sino más que nada ¡la Providencia misma de Dios!
Justo es, pues, Venerables Hermanos y amados hijos, que os hayáis ahora congregado para rendir honor a esa Hostia Santa, en la que vuestra fe os enseña a reconocer a vuestro Dios, al Huésped amado de vuestros tabernáculos, pero sobre todo a la víctima que salva al mundo, a vuestro ¡Divino Salvador! Justo es que la República del Salvador, y con ella todas sus Hermanas, las naciones centroamericanas, estén en este momento de hinojos ante el altar, en donde, entre oros y entre luces, se muestra al mundo su Salvación, para proclamar ante todos los pueblos que, en este momento decisivo de la historia de la humanidad, no hay más salud que la que nos ha de venir de este Señor, que bajo el velo blanco está escondido: «Non est in alio aliquo salus».(Hch 4, 12)
El salvó al mundo, en el punto central de su historia, cuando alzado entre los cielos y la tierra se ofrendó a su Eterno Padre, en aquella Pasión afrentosísima, de la que este Sacramento es perpetuo memorial, como víctima por una humanidad que yacía sin defensa entre las garras del pecado; pues de tan grande miseria no había quien la librase, si no era la gracia de Jesucristo, Salvador y Señor nuestro: «Ab huius tam miserae quasi quibusdam inferis vitae, non liberat nisi gratia Salvatoris Christi, Dei ac Domini nostri» [2].
El salva todos los días a la humanidad, ofreciendo sobre el lienzo blanco de los altares su carne y su sangre preciosísima, a fin de dar vida inmortal a los que yacen muertos; porque «para que este hombre, que vive sobre la tierra, pudiese volver a conquistar la inmortalidad, era necesario que la carne mortal participase del poder de Dios, que da la vida, y este poder es su Hijo Unigénito, que El envió al mundo para que fuese Salvador y Redentor, ... y comiendo su carne y bebiendo su sangre tengamos vida en nosotros»[3].
El nos ha de salvar ahora también, en esta encrucijada de la historia, porque hoy, come siempre, la salvación de las gentes está sólo en la vuelta a la vida sobrenatural, a la vida cristiana, que en la Sagrada Eucaristía tiene su centro y toda su fuerza. ¡Ay del mundo, si este divino maná dejase un solo día de caer del cielo! ¡Ay de los que peregrinamos, si esta fuente, abierta a golpes en la roca para que beba el pueblo, cortase un solo momento su fecundante vena! Entonces si que habríamos pensado que se acercaba el momento de perecer de hambre y de sed.
El, finalmente, salvará a esa Patria vuestra, que por llevar su nombre Nos parece que está más cercana a Nuestro corazón, manteniéndola fiel a la recia fe heredada de sus gloriosos abuelos, asegurándola contra las asechanzas de las falsas doctrinas, y procurando a su vida cristiana aquel magnífico esplendor, que se ha de reflejar sobre todo en la frecuencia de los sacramentos, en la pureza de las costumbres públicas y privadas, en el respeto a la dignidad y al honor de la familia, en el procurar la educación cristiana de la juventud, en el decoro de los templos, en la alta estima del estado sacerdotal, en la piedad profunda que no se satisface con meras solemnidades exteriores, en la plena libertad reconocida a la Iglesia y a sus instituciones, para el bien y para la salvación de las almas. El salvará a vuestra Patria y la hará grande procurándole todavía hasta mayor prosperidad material, uniendo en uno todos los corazones, los de todas las clases sociales, los de los ricos y los de los pobres, el día en que todos quieran sentarse como hermanos a la misma mesa para comer el mismo pan bajado del cielo, la misma hostia de salvación que abre las puertas del paraíso, el mismo manjar que nos da fuerza, cuando en torno nuestro se sienten bramar furiosos los enemigos.
Nos, amadísimos fieles salvadoreños, Nos, Venerables Hermanos, a los que está encomendada la grey de las diócesis centroamericanas, y a quienes se han querido añadir en esta solemne ocasión ilustres Prelados de otras regiones de ese continente, elevamos hoy con vosotros fervorosamente Nuestra voz y, desde el fondo de Nuestro corazón de Padre común, atormentado por una tragedia, cuyo peso Nos resulta cada día más amargo y doloroso, suplicamos a este Cordero Inmaculado que abrevie los días de la, prueba y corra a salvarnos. «Volveré mis ojos hacia el Señor, pondré mi esperanza en Dios, Salvador mío, y mi Dios me atenderá» (Mi 7,7)
Vedlo; parece que duerme bajo los velos eucarísticos, recostado en la proa de la barca; pero El vela siempre. «Señor —clamémosle, con aquel de quien somos indigno Sucesor—, Señor, sálvanos, que perecemos» (Mt 8,25). ¡Señor, sé también en esta hora nuestro Salvador desde esa Hostia santa y haz que los hombres, como ciervos sedientos, corran a la fuente de las aguas, para saciar sus fauces abrasadas por tanto pasto venenoso! ¡Señor, danos tantos frutos como allí nos tienes reservados y entre ellos, como primicia preciosa, el don inestimable de la paz: la paz contigo, oh Redentor del mundo, la paz entre los hombres, aquella paz que todos los días invocamos con la primeras luces de la mañana, cuando entre los misterios del altar decimos: «Pax Domini sit semper vobiscum», «Dona nobis pacem»!
Que no sea otra hoy vuestra encendida plegaria, al clausurar este magnífico primer Congreso Eucarístico Nacional, al que en espíritu hemos querido hallarnos presente en la persona de Nuestro digno Legado: el largo año de preparación que le ha precedido, con sus Misiones y sus Congresos regionales —en los que con delicadeza filial, que ha hallado profundo eco en Nuestro corazón, habéis querido recordar también el vigésimo quinto aniversario de Nuestra Consagración Episcopal—; la profundidad de vuestra fe tradicional, que como rica herencia os legó un día la España católica, madre de pueblos; y la bondad inagotable del Corazón de este Salvador —salvación de los que en El esperan: «salus in Te sperantium»—. Nos dan la seguridad de que vuestras oraciones, subiendo como incienso hasta el trono, en donde este Cordero recibe los homenajes de los ángeles, serán favorablemente acogidas.
A El os encomendamos, hijos amadísimos de la República del Salvador y de todas las demás naciones centroamericanas; en este arca de salvación colocamos, como quien quisiera ponerlas al seguro, vuestras diócesis, con sus celosos Prelados a la cabeza, pidiendo al Corazón de Jesús que les conforte y les ayude; en ella ponemos a vuestro clero, para que, creciendo siempre en número, en ciencia y en piedad, pueda ser cada día más ardiente cooperador de la salvación vuestra; en ella encerramos a vuestro pueblo todo, a fin de que sepa hallar en la gracia divina, que de este Sacramento se desborda, la fuerza necesaria que le ha de ayudar a vivir una vida verdaderamente cristiana en casa y en la calle, en la familia y en la escuela, en la ley y en la prensa, en los necesarios y convenientes solaces como en las horas de tribulación y de prueba.
Que vuestro Divino Salvador Sacramentado sea de veras Salvador para vosotros, hijos amadísimos: que El salve a las autoridades civiles, y en primer lugar al Excmo. Sr. Presidente de la República con su Gobierno, que tan laudablemente han querido cooperar a las solemnidades de este Primer Congreso Eucarístico Nacional; a ti, Venerable Hermano, que con tan santo y tan prudente celo riges los destinos de esa archidiócesis, sede de solemnidades tan inolvidables; a todas las obras y santas intenciones, que llevas en tu corazón de Pastor, entre las que de ninguna manera podríamos olvidar el magnífico Seminario Interdiocesano —promesa cierta, llena ya de realidades, para la Iglesia salvadoreña y aun centroamericana, que de modo especial queremos bendecir—, y la briosa juventud católica, avanzada de los ordenados escuadrones que, bajo la dirección de la Jerarquía, combaten la buena batalla para propagar el Reino de Dios.
Que Nuestra Señora de la Paz, coronada, todavía no hace cinco lustros, por Nuestro Predecesor Benedicto XV, de santa memoria, os coloque a todos bajo el amparo del simbólico ramo que, en su iglesia de San Miguel, alza con su mano derecha, y cuya sombra ansiaríamos ver proyectada sobre el mundo entero. Que la Virgen del Rosario, vuestra Patrona, vuelva a salvaros a vosotros y a todo el mundo, con la mística y poderosa cadena de oraciones, que le ha merecido el nombre de auxilio y salvación del pueblo cristiano.
Desde lo alto de esta roca vaticana, atalaya del mundo, volvemos toda vía a vosotros, amados hijos de la República del Salvador, Nuestros ojos y Nuestra voz para bendeciros. La mano de Dios, que da a cada cosa su nombre y su sitio, os colocó en el centro del arco que une entre sí las dos partes de un mundo que un día recibió el nombre de Nuevo, y dispuso que os llamaseis República del Salvador. Que Dios bendiga a la República del Salvador, y que esta Bendición Nuestra, descendiendo como prenda de salvación y de paz sobre vosotros, que sois como la clave del arco, se propague al arco todo, a todo el continente; rebase las tierras para derramarse en ambos mares, el de acá y el de allá, y superando los continentes abrace el universo todo con un abrazo cordial, prenda de paz y de salvación.
* AAS 34 (1942) 354-357
[1] F. Luis de León. Los Nombres de Cristo l. I, cap. 11.
[2] S. Agustín, De civ. Dei, lib. 22, cap. 22, n. 4: MIGNE PL, t. 41, col. 786.
[3] Cfr. S. Cirilo de Alejandría, Comm. in Lucam, cap. 22, vers. 19: MIGNE PL, t. 72, col. 908 sq.
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