DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL SEÑOR CONRADO TRAVERSO, EMBAJADOR
DE LA REPÚBLICA ARGENTINA ANTE LA SANTA SEDE*
Domingo 12 de enero de 1947
Señor Embajador:
En virtud de la misión, que el Excelentísimo Señor Presidente de la República Argentina le ha confiado, Vuestra Excelencia comparece hoy ante Nos por vez primera, como nuevo representante de una Nación nobilísima que justamente espera verle por Nos acogido con aquella benevolencia y aquella confianza que se merece la íntima unión de aquel pueblo con el centro de la Iglesia.
Las palabras, que ha querido pronunciar en la solemne presentación de las Cartas credenciales, indicando los principios en que se propone inspirarse durante el ejercicio de su elevado cargo, dejan claramente ver, con singular complacencia Nuestra, que el Gobierno y el pueblo de su país desean no olvidar nunca la parte principalísima que corresponde a la ley moral, como fundamento para la instauración y el perfeccionamiento de un orden social edificado sobre los postulados de la verdadera justicia, del sano progreso y del bienestar común.
Nos ha sido particularmente grato el reconocimiento, que Vuestra Excelencia acaba de hacer, de la abnegación y de la laboriosidad del clero argentino; y no podemos ni dudar de que en el porvenir él será merecedor de las mismas alabanzas.
Con calor especial ha traído Vuestra Excelencia a la memoria Nuestra solicitud por el advenimiento de una paz impregnada del espíritu de la moral cristiana; y añadía aún la certeza de que los principios fundamentales de esta paz, por Nos diversas veces públicamente expuestos, han vivificado y consolidado, tanto en los círculos gubernativos cuanto en el pueblo argentino, el propósito de colaborar con el mayor empeño en su progresivo desarrollo.
Tal seguridad no podía menos de complacernos especialmente en una hora como la presente, cuando en el camino de la paz se atraviesan tantos obstáculos e impedimentos que exige en los hombres de gobierno un grado no común de previsión y de cordura para poderlos ver a tiempo y para conseguir superarlos enérgicamente.
Hoy las naciones, que han disfrutado de la inenarrable felicidad de no ser envueltas en los huracanes que ha traído consigo la más trágica de todas las guerras, son las que tal vez se hallan espiritualmente mejor preparadas y dispuestas para comprender objetivamente y apreciar con serenidad cuáles son los elementos esenciales, que pueden servir de base a una paz digna y duradera.
A ellas, pues, les está reservada una labor, tan importante como no pocas veces ardua, de pacificación a fin de vencer, donde la haya, aquella tendencia al enojo y a la represalia, que no por ser explicable en sí misma es por eso menos peligrosa.
Nos tenemos la plena confianza de que la Nación argentina, que hace más de doce años se consagraba ante Nuestros ojos, con piedad inolvidable, al Salvador y Pacificador divino en su maravillosa metrópoli, caerá perfectamente en la cuenta de las circunstancias del momento y de lo que exigen, y no dejará escapar la ocasión de colaborar; lo más intensamente que pueda, en tan noble finalidad.
Al mismo tiempo sentimos la necesidad de manifestarle todavía otra vez Nuestra viva gratitud por el eficaz interés que su país ha querido repetidamente demostrar en socorro de las víctimas de la guerra en el continente europeo. Y mientras expresamos el deseo de que esta generosidad, en favor de los más pobres entre los pobres, perdure en el porvenir, estamos seguros de que todo sucederá como Nos lo esperamos.
En esta certeza Nos confirma la reciente llegada de un hijo de San Juan Bosco, especialmente comisionado por el Gobierno argentino para estudiar sobre el terreno el proyecto de una vasta emigración, que ha de salvar de la miseria espiritual y material a muchos desdichados, a quienes esta Europa empobrecida y devastada no ofrece ya las posibilidades ordinarias de trabajo y de vida.
La realización de semejante proyecto no sólo servirá para enriquecer a la República Argentina, incorporándole preciosas fuerzas productoras, sino que con ella quedará también escrita en los anales de esta turbia y miserable postguerra una página amplia y hermosa de misericordia espiritual y corporal, que las futuras generaciones europeas repasarán siempre con gratitud.
Con tan consoladora expectación invocamos la protección y la gracia del Omnipotente sobre el Jefe del Estado, sobre el Gobierno y el pueblo de esta Nación, tan cercana al corazón Nuestro, mientras que garantizamos a Vuestra Excelencia que en el ejercicio de su importante y honrosa misión hallará continuamente en Nos una ayuda benigna y segura.
* AAS 39 (1947) 56-57.
L’Osservatore Romano 13-14.1.1947, p.1.
Discorsi e radiomessaggi, VIII, p.375-377.
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