DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL SEÑOR ALFREDO CARBONELL-DEBALI, REPRESENTANTE
DE LA REPÚBLICA ORIENTAL DEL URUGUAY ANTE LA SANTA SEDE*
Miércoles 23 de abril de 1947
Señor Ministro:
Al presentar solemnemente las Cartas Credenciales, que le acreditan como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario, Vuestra Excelencia, en términos rebosantes de emoción, ha rendido homenaje al recuerdo de una ilustre personalidad que, precisamente en los primeros meses de Nuestro Pontificado, había sido mandada a Roma, a fin de cimentar sobre bases nuevas las relaciones oficiales entre la Santa Sede y la República Oriental del Uruguay.
Breve fue, por desgracia, la estancia suya en la Ciudad Eterna y su reciente desaparición ha sido ocasión de no poco dolor para quienes, como Nos mismo, aún esperábamos tanto de sus magníficas dotes intelectuales y de los nobles sentimientos de su alma, para prosperidad de su Patria y bien de la Iglesia de Jesucristo.
Hoy colocamos con placer la confianza y la estima que su insigne predecesor Nos había inspirado, en aquél, que en un momento tan grave de la historia, ha merecido que le sea encomendada la continuación de tan alto oficio.
Vuestra Excelencia con fina penetración ha dado el justo relieve al motivo fundamental, que el Gobierno de su país invocó ante el Parlamento para precisar el importante objetivo, que entonces se perseguía con la Misión del Señor Doctor Don Joaquín Secco Illa: es decir, colaborar con el centro de la Cristiandad en la obra encaminada al mantenimiento de la paz entre las naciones y al alejamiento del peligro de la guerra, que en aquellos meses amenazaba a la humanidad.
El dignísimo representante del Uruguay pudo ver con sus propios ojos, cómo en aquellas horas el espíritu de violencia ganaba por la mano al espíritu de justicia, mientras que la voz del Padre de la Cristiandad, densa de advertencias y de súplicas, era sofocada por la sed de dominio y por las arrogancias de una ideología, en cuya esencia latía el desprecio de toda ley humana y divina.
Ahora en cambio Vuestra Excelencia, como enviado de su nación ante la Santa Sede, podrá ser testigo de un periodo de transición, amargo y dolorido, de la historia de esta humanidad, que pujando fatigosamente y peleando con obstáculos casi insuperables, trata de abrirse paso entre las ruinas amontonadas por la guerra hasta llegar a ver los primeros albores de un más halagüeño porvenir.
En su calidad de profundo conocedor del «Ius gentium», con la experiencia acumulada en varias e importantes Conferencias internacionales y con su larga práctica de los diversos ramos del servicio diplomático Vuestra Excelencia, mejor que muchos otros, puede pronunciar un diagnóstico seguro sobre esta grave crisis, que está atravesando el mundo de la postguerra.
Su compenetración con la vida eclesiástica y con las diversas categorías sociales de un país como el suyo, en cuya bandera campean la importancia y la ineludible necesidad del factor religioso para la victoria espiritual contra los males de hoy, Nos hace estar ciertos de que tiene plena conciencia de las premisas y de las condiciones que son necesarias para un incremento, confiado y eficaz, de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en su patria.
Precisamente este año se celebra el primer centenario de tales relaciones, unidas de modo entrañable al recuerdo de uno de Nuestros grandes Predecesores, a quien la Providencia, en sus años juveniles, quiso poner en contacto con la gente y con la tierra uruguaya y en cuyo corazón quedaron para siempre, como eco de una añoranza, aquella paternal benevolencia y aquel vivo interés que continuamente demostró por el desarrollo y el progreso del Estado que nacía, recostado en la orilla izquierda del imponente estuario del Plata.
Ahora, cuando Vuestra Excelencia, siguiendo la añosa tradición, baje a la Basílica Vaticana, para caer de hinojos junto a la tumba del primer Vicario de Jesucristo, podrá ver, sobre la vetusta estatua broncínea del Príncipe de los Apóstoles, un mosaico con el retrato de aquel Papa, el único que hasta entonces llegaba a los años de Pedro, de Pío IX, del gran amigo del Uruguay que, poco antes de cerrar los ojos a la luz de este mundo, manifestó su propensión a acoger la petición del Gobernador provisional de la República Señor D. Lorenzo Latorre, en favor de la erección de la diócesis de Montevideo, «ut aperte pateat —son expresiones del Augusto Pontífice— perfecta sacram civilemque potestatem iungi concordia», para que sea patente la perfecta concordia que une a la potestad sagrada y a la civil; erección, que pudo ser llevada a cabo por su glorioso Sucesor —León XIII— en sus primeros meses de Pontificado.
No hemos de mencionar aquí las múltiples y penosas vicisitudes que después han caracterizado a las relaciones entre la Iglesia y el Estado en el Uruguay. Pero queremos en este momento manifestar con toda claridad —y como recuerdo de aquella jornada otoñal en que, a la vuelta del solemne Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires, pusimos el pie en tierra uruguaya— que, en cuanto de Nos dependa, no dejaremos de tentar ningún camino, para que se convierta en realidad, dentro de las circunstancias de nuestros días, aquella perfecta concordia entre los dos poderes, que fue ardiente deseo en el corazón del inmortal Pío IX.
Todos los pueblos de la tierra, beligerantes o neutrales de la última guerra, tropiezan hoy con problemas y con deberes, que los tiempos pasados no conocieron.
En el campo político, lo mismo que en el social, económico o espiritual, se registran tensiones y contrastes, capaces de sobrecoger incluso a los corazones mejor templados.
Las conferencias de los hombres de Estado no podrán dar la paz al mundo, cansado de luchar, si todos, gobernantes y gobernados, no respetan y tienen en cuenta los fundamentos morales, que son la base de un espíritu de sincera concordia.
Pero la conciencia de este necesario sentimiento de fraternidad y su actuación en los propósitos y en las obras, no podrán jamás desgajarse de la fe en un Padre, que está en los cielos, sin la cual le faltaría su nobleza ética a cualquier ordenanza que quisiera regular la convivencia humana.
El Estado y las instituciones que saquen resueltamente de este reconocimiento todas sus consecuencias y que dejen a los ciudadanos creyentes la plena libertad de aplicar sus convicciones religiosas también en el campo político, social, educativo y de caridad, no tendrán nada que perder, antes bien de todo ello obtendrán no poco provecho para su consistencia interna y para su verdadero adelanto.
La América Latina es todavía un continente relativamente joven; pero precisamente en esta juventud posee un tesoro de promesas para el mañana. Por eso esperamos, llenos de confianza, que Nuestros hijos del Uruguay caerán cumplidamente en la cuenta de la gravedad del momento que está pasando y de los especiales deberes que trae consigo; y estamos seguros de que cuando un día se escriba la historia de esté importante período de la vida del Uruguay, no dejará de leerse allí la importancia de la aportación con que sus hijos creyentes han cooperado al sano progreso y al desarrollo social y ético de su patria, haciéndose así merecedores del reconocimiento y de la gratitud de las generaciones futuras.
Con tan sinceros deseos, y mientras correspondemos a los fervientes votos del Excmo. Señor Presidente de la República e invocamos las mejores bendiciones del cielo en favor de todo el amado pueblo uruguayo, le damos, Señor Ministro, Nuestra cordial bienvenida y le garantizamos que, en el ejercicio de su importante Misión, hallará siempre en Nos el más amplio y benévolo apoyo.
* AAS 39 (1947) 181-184.
L’Osservatore Romano 24.4.1947, p.1.
Discorsi e radiomessaggi, IX, p.39-42.
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